Un Gobierno sin aval del Parlamento

El voto de censura del pasado viernes supone un hito en nuestro siglo y medio de historia parlamentaria. Es la primera vez que prospera el tipo de moción constructiva que consagra nuestra Constitución, y que busca impedir que un Gobierno caiga por una emboscada parlamentaria y a capricho de una mayoría puramente negativa. Una censura sujeta a determinadas prescripciones -como la iniciativa de 50 diputados, un plazo de cinco días entre la proposición y la discusión, la necesidad de una mayoría absoluta de la Cámara para que pudiera prosperar- existió también en la Constitución de 1931, pensada para corregir la inestabilidad gubernativa tan característica del último periodo de la Restauración. Pero aquella no era una censura constructiva como la actual, que exige proponer un candidato a la presidencia del Gobierno. Era lógico. Nuestros antepasados, antes de 1936, no formalizaron un sistema parlamentario.

Al margen de las breves experiencias asamblearias de 1812 o 1873, en España rigió un sistema de doble confianza en el que la Corona o el presidente de la República nombraban libremente al jefe del Ejecutivo. Esa libertad, sin embargo, tenía límites y fines bien precisos. Así, una convención constitucional exigía que los gobiernos se correspondieran con las mayorías parlamentarias, y que fuera precisamente el líder de esa mayoría el llamado a gobernar. Otra establecía que la Corona o la Presidencia de la República resolvieran los desencuentros entre el Ejecutivo y el Legislativo o cambiando el primero o concediéndole el decreto de disolución para que convocara nuevas elecciones a Cortes.

Un Gobierno sin aval del ParlamentoUna última convención permitía a los jefes del Estado nombrar un Gobierno-puente al que otorgaba el decreto de suspensión de sesiones parlamentarias. De ese modo los líderes de los partidos tenían un margen para negociar una nueva situación mayoritaria. El puente evitaba el vacío: era un Gobierno breve pero en plenitud de autoridad, que no condenaba al país a la cuasi-parálisis de los actuales Ejecutivos en funciones.

En todo caso, con el sistema de la doble confianza, las censuras no tenían que ser constructivas, porque la confianza del presidente del Gobierno no descansaba únicamente en el Parlamento sino que también lo hacía en el jefe del Estado. Con nuestro sistema parlamentario actual, las censuras deben ser constructivas si no queremos que la fragmentación parlamentaria y las crisis de liderazgo nos dejen sin gobiernos mínimamente eficientes.

Pero ambos sistemas tienen algo en común. En España, normalmente, los jefes del Ejecutivo han emanado de la mayoría parlamentaria o, por lo menos, de la minoría mayor. Y aun cuando su nombramiento se originara en la confianza del jefe del Estado, también buscaban la confianza parlamentaria conquistando una mayoría en las elecciones o conformándola en las Cámaras. Aludiré a dos casos de la Segunda República, los más próximos en el tiempo con el sistema de la doble confianza. Alejandro Lerroux no ganó las elecciones de noviembre de 1933, sino la CEDA. Pero cuando Lerroux obtuvo la confianza presidencial, había sido capaz de componer un Gobierno de coalición cuyos integrantes superaban en escaños a la CEDA y, además, tenía bajo el brazo un acuerdo parlamentario con ésta que le aseguraba la mayoría en las Cortes. Manuel Azaña tampoco fue, en 1936, el líder de partido con más escaños, pues la CEDA y el PSOE le superaron. Pero hizo lo mismo que Lerroux: compuso un Ejecutivo de coalición que le aseguraba la minoría mayor y se aseguró la mayoría coaligándose en el Parlamento con los socialistas. Con nuestro sistema parlamentario actual, absolutamente todos nuestros gobiernos desde 1977 se han apoyado en una mayoría parlamentaria o, al menos, en la minoría mayor. Incluso Pedro Sánchez observó este principio en la pasada legislatura, cuando se presentó a la investidura con un pacto previo con Ciudadanos.

Con estos antecedentes, ¿se cae en la cuenta de la anormalidad que acaba de ocurrir? Ha prosperado una censura constructiva donde lo constructivo no se ve por ningún sitio. ¿Qué lo define? Un nuevo programa de gobierno y una nueva mayoría parlamentaria. Lo primero lo exige el artículo 99.2 de nuestra Constitución. ¿Dónde está el programa de gobierno de Pedro Sánchez? El asunto es peor, si cabe. El único punto concreto que conocemos es que pretende continuar la tramitación de los Presupuestos del Gobierno caído.

Es decir, una expresión máxima de la confianza parlamentaria a Mariano Rajoy, la aprobación de las cuentas públicas, la acaba asumiendo quien le censura y le sustituye. Una práctica seria del parlamentarismo conllevaría que la censura careciera, por esta razón, de fundamento. Tampoco seré tan ingenuo de pedir seriedad a una formación como el Partido Nacionalista Vasco, que tiene de las Cortes españolas una consideración puramente instrumental, y a la que le trae al pairo que nuestro régimen constitucional funcione.

Que los nacionalistas vascos otorguen al líder del Partido Popular la expresión máxima de la confianza, aprobándole los Presupuestos, para al poco sumarse a la expresión máxima de la censura, es impolítico. No se deben alentar ni recompensar esos comportamientos y, por ello, debería enmendarse en el Senado toda concesión presupuestaria al PNV en prenda de una estabilidad a la que no ha coadyuvado.

Si lo del programa es una falla grave, ¿alguien puede afirmar honestamente que tras Pedro Sánchez hay una mayoría parlamentaria, aunque sea una minoría mayor? Entiéndase bien. Una mayoría no es una mera votación favorable. Es un núcleo consistente de diputados dispuesto a sostener un Gobierno. Sin ella, la censura degenera en una negación del Gobierno anterior en la persona del nuevo presidente, que se rebaja de alternativa a mero instrumento de una mayoría obstruccionista. Pues bien, los nacionalistas de todas las tonalidades han aclarado que no votaban la confianza a Sánchez, sino que votaban en Sánchez exclusivamente la censura a Rajoy.

Al líder del PSOE se le abría la oportunidad de articular junto a Podemos una nueva mayoría simple de 156 diputados, fuese mediante un gobierno de coalición o un acuerdo parlamentario. Pablo Iglesias tenía razón al exigirlo y debía haberlo impuesto como condición para votar la censura, por respeto al sistema parlamentario. No lo ha hecho y la consecuencia es que hemos cambiado a Rajoy, que tenía una minoría mayor de 170 escaños en el Congreso y la mayoría en el Senado, por un presidente al que sólo respaldan de partida ¡85 diputados! No ha triunfado, por tanto, una mayoría parlamentaria alternativa, sino un mero sumando de negaciones. El sentido constitucional de nuestra moción de censura queda de esta forma gravemente anulado.

Así las cosas, no entiendo las burlas de Pedro Sánchez hacia la propuesta de Ciudadanos. Desde luego era menos dañina que la suya. Si la censura era inevitable y tras ella no había más que una mayoría negativa, más razonable y más parlamentario era investir a un presidente con el programa de ir a nuevas elecciones. Y desde luego era mucho más constructivo que lo que se nos plantea ahora, un Gobierno a la portuguesa al margen de los electores y del principio parlamentario.

Roberto Villa García es profesor de Historia Política de la Universidad Rey Juan Carlos y autor de España en las Urnas. Una historia electoral (Catarata, 2016) y coautor de 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular (Espasa, 2017).

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