Por fin le han capturado. En los últimos tiempos no abundan las buenas noticias en Europa, pero el hecho de que Ratko Mladic esté en una celda de un tribunal internacional en La Haya es motivo de celebración sin reservas. El hombre directamente responsable de la matanza de cerca de 8.000 hombres y niños en Srebrenica va a tener que responder por esa y otras atrocidades. Es otro paso adelante en uno de los grandes avances de nuestro tiempo: el movimiento mundial para garantizar la exigencia de responsabilidades.
Hace poco más de 60 años, el poeta polaco Czeslaw Milosz escribió unos versos dirigidos a los torturadores y asesinos en masa de uno de los periodos más sangrientos de la historia europea. "Vosotros, que habéis hecho daño a una persona corriente", advertía, "... no os sintáis a salvo".
Por aquel entonces, eso era prácticamente lo único que debía temer un asesino de masas: que el poeta recordase. Un instante de muy imperfecta exigencia de responsabilidades a escala internacional después de 1945, simbolizado en los juicios a los líderes nazis en Núremberg y los tratados fundacionales del derecho humanitario internacional, se esfumó detrás de los telones de acero y las convenientes amnesias de la guerra fría. Se ocultaron o falsearon hasta los datos más fundamentales de numerosas atrocidades cometidas. Muchos monstruos murieron en la cama, con sus medallas aún prendidas en el uniforme dentro del armario. Solo el poeta recordaba; el poeta y la persona corriente, si es que seguía con vida.
Pero esos ideales de 1945 nunca murieron del todo. A partir de los años setenta se desarrollaron muchas formas de pedir responsabilidades, de Latinoamérica a Suráfrica y del sureste asiático al sureste de Europa: comisiones de la verdad, investigaciones judiciales, la apertura de archivos, la prohibición de que personas implicadas ocupen cargos públicos (lustración o depuración), juicios nacionales e internacionales.
Todos ellos tienen su papel, pero un tribunal internacional es el mejor método que se ha descubierto para ocuparse de los seres más repugnantes de todos: aquellos sobre los que pesan acusaciones verosímiles de crímenes contra la humanidad. En los tribunales nacionales, suele haber aplicaciones retorcidas de las normas legales y la firme sospecha de intereses políticos partidistas. ¿De verdad la mejor forma de abordar la responsabilidad política de Mubarak por las acciones de su régimen es que un tribunal egipcio le multe con 34 millones de dólares por haber cerrado Internet? Eso es lo que opina el Ejército egipcio, pero al tiempo, así desvía la atención de su propia culpabilidad en el régimen anterior.
A los tribunales internacionales, como el Tribunal Especial para la antigua Yugoslavia, que re-tiene ahora a Mladic, y el Tribunal Penal Internacional (ICC) también es posible hacerles muchas objeciones. Aparte de la lentitud del proceso judicial, que hizo que el exdirigente serbio Slobodan Milosevic muriera sin que se le hubiera condenado en La Haya, la mayoría de esos reparos puede reducirse a la acusación de aplicar un doble rasero.
¿Por qué, gritan muchos serbios, solo detenéis a serbios, y no a croatas ni bosnios? Pero esta es una acusación falsa. Además de Milosevic, Mladic y Radovan Karadzic, el tribunal ha condenado al general croata Ante Gotovina y está volviendo a juzgar a Ramush Haradinaj, un líder guerrillero albanokosovar.
¿Por qué, dicen otros, os ocupáis solo de los peces gordos y dejáis escapar a los pequeños? Es cierto, pero inevitable. Es imposible juzgar a las decenas de miles de personas que han sido responsables, en distintos grados, de los horrores de cualquier dictadura. ¿Sería mejor lo contrario, atrapar a los peces pequeños y dejar escapar a los grandes? Esa fue la mayor crítica que se le hizo al proceso de desnazifi-cación a finales de los años cuarenta. Si solo podemos ocuparnos de unos cuantos peces, hay que ir a por los gordos.
También se pregunta: "¿Por qué juzgáis a X pero no a Y?". ¿Por qué Milosevic y el liberiano Charles Taylor, pero no Than Shwe de Birmania ni Bashar el Assad de Siria? Para esta objeción hay varias respuestas. Una es que el hecho de no poder capturar a todos los asesinos no quiere decir que no haya que capturar a ninguno. Otra es que sí, quizá el ICC debería juzgar también a Y. Y una tercera es que distintas respuestas no siempre significan que haya dobles raseros.
Si un dirigente rebasa el límite (un límite que exige unos requisitos muy extremos) que le califica para que le acusen de crímenes contra la humanidad, entonces tiene que ser siempre posible que un tribunal internacional le procese en cualquier momento y en cualquier lugar. En cambio, si sus delitos pasados no cumplen esos requisitos tan estrictos, existe margen para que haya acuerdos locales. Si el líder en cuestión consintió salir de la dictadura mediante una negociación pacífica, habrá que tener en cuenta esa buena conducta. Por ejemplo, es un grave error que el dirigente de la época de la ley marcial polaca Wojciech Jaruzelski, que no fue culpable de crímenes contra la humanidad e intentó reparar los daños causados contribuyendo a la transición a la democracia en 1989, esté todavía sometido a juicio por los delitos cometidos con anterioridad.
La decisión más difícil habría que tomarla si un líder como el libio Muamar el Gadafi, que ha aterrorizado a su pueblo y desde luego merece ser procesado, desempeñara un papel como el de Jaruzelski en una transición negociada. Pero no existen indicios de ello. ¿De verdad va a discutir alguien que lo único que impide a Gadafi abdicar como un auténtico hombre de Estado es la reciente orden de detención dictada contra él por el ICC?
En el mundo, la acusación de emplear dobles raseros suele dirigirse sobre todo contra Occidente y, en especial, contra Estados Unidos. Desde los dictadores latinoamericanos hasta los gobernantes actuales de Arabia Saudí, los tiranos amigos de Washington salen siempre bien librados -dice este reproche tan popular-, mientras que sus enemigos pueden acabar asesinados. Durante los últimos 60 años, ha habido demasiados casos concretos de ese tipo de doble rasero "realista" llevado al extremo. Sin embargo, y lo subrayo, no creo que la muerte de Osama bin Laden pertenezca a esa lista.
En un mundo ideal, Bin Laden estaría hoy sentado en una celda de La Haya, en el mismo corredor que Mladic, Gotovina, Gadafi y muchos más. ¿Pero alguien cree que habríamos podido fiarnos de que los servicios de seguridad paquistaníes fueran a llevar a Bin Laden ante un tribunal internacional? Que se lo digan al valiente periodista paquistaní que acaba de pagar con su vida las informaciones que elaboró sobre las relaciones entre esos mismos servicios de seguridad y Al Qaeda. En una operación nocturna extremadamente peligrosa, en territorio hostil, sin idea de lo que Bin Laden podía tener preparado, era imposible esperar que un seal estadounidense se detuviera a leer al despiadado asesino de masas sus derechos con arreglo a los convenios de Naciones Unidas. Pero ese fue, y debe seguir siendo, un caso muy excepcional.
En términos generales, para que las leyes internacionales tengan alguna posibilidad de disuadir a los monstruos en el futuro, necesitamos que EE UU las respalden en la práctica, y no solo en la teoría. Eso significa aplicárselas también a sí mismos, no solo a los demás. Por el momento, EE UU ni siquiera es miembro del ICC.
He hablado de un "movimiento hacia la exigencia de responsabilidades", pero ese movimiento no es irreversible. A medida que los asuntos mundiales estén cada vez más en manos de potencias no occidentales que asuman una defensa airada de su soberanía, es muy probable que la tendencia se invierta. Si queremos que lo que le ha sucedido esta semana a Mladic, un hecho profundamente satisfactorio, se convierta en norma internacional, y no sea una excepción europea efímera, EE UU debe apoyar con todo su peso a las instituciones capaces de hacerlo posible. Para celebrar la detención de Mladic, EE UU debe incorporarse al Tribunal Penal Internacional.
Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford e investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.