Un gran fracaso colectivo

Al día de hoy, ya en los inicios de junio, a casi tres meses del comienzo de la pandemia, nadie, a ciencia cierta, sabe cuántas personas han fallecido por esta causa en España. En el mundo tan desarrollado y tecnológicamente infalible en el que vivimos, una cuestión aparentemente tan sencilla no tiene respuesta. En París, rastreando los pasos de un gran escritor que había muerto en un hotel, que aún existe, el recepcionista me contestó muy airado: «¿Cómo puede preguntarme eso? ¡Aquí nunca ha muerto nadie!». El contar a los seres humanos ha sido siempre una tarea sacrílega, peligrosa y desafiadora de la divinidad. Los censores en Roma se purificaban con la lustratio después de llevar a cabo sus contabilidades. También desde muy antiguo los chinos sentían rechazo a contar, como también estamos comprobando estos días, pues pensaban que era mucho mejor que la heroicidad de sus soldados multiplicara el número de sus inciertas fuerzas. Pero lo que más molestó a Yahvé, que en la Biblia no para de estar siempre furibundo, fue cuando David se empeñó en hacer el censo de toda la gente de Israel y Judá. Yahvé se molestó porque eso significaba confiar más en los medios humanos que en los suyos propios. El Dios de Israel castigó a su rey obligándole a que eligiera para su rehabilitación uno de estos tres castigos: siete años de hambre, tres meses huyendo de los enemigos o tres días de peste. Eligió ésta última pensando que Dios es más misericordioso que los enemigos. Al parecer unas 70.000 personas murieron, por lo que de nada valió hacer aquel censo. Quizás por este motivo nuestras filosóficas autoridades sanitarias, conocedoras de estas historias, han optado por no soliviantar a las deidades.

De ser presidente yo tomaría buena cuenta de los tres castigos: la pandemia aún la tenemos entre nosotros y no sé si ya hemos aprendido algo y estamos preparados para el futuro; los años del hambre ahí los tenemos también aguardándonos; y los propios enemigos que están junto a él y no enfrente.

Durante estos días he podido coleccionar un sinfín de citas de El año de la peste, de Defoe. Daban por sentado, la mayoría de los firmantes, que Defoe vivió esos días y que lo que escribió lo hizo como cronista en carne viva. En esa fecha Defoe tenía cinco años, pues había nacido en el 1660. Por lo tanto, no se enteró de nada. Defoe se inventó el reportaje periodístico moderno. Nada menos que 57 años después de haberse producido esos sucesos preparó este libro a base de entrevistas, encuestas, documentación archivística y demás. Este reportaje periodístico, que tampoco es una novela, se publicó en el año 1722, a tan solo nueve años de su propio fallecimiento. Quien realmente lo vivió, y que apenas se ha mencionado, fue Samuel Pepys autor de un extraordinario Diario. Él no era ni siquiera un escritor profesional o periodista como Defoe, sino un alto funcionario del Almirantazgo. No quiso que sus opiniones vieran la luz de manera inmediata y por eso las escribió en un lenguaje cifrado que no pudo ser descifrado hasta el primer cuarto del siglo XIX. Pepys va dando información de la evolución de la epidemia. Y las cosas que suceden y son por él muy bien narradas se parecen mucho a lo que estas semanas nos ha venido aconteciendo: huida de la ciudad, remedios inventados, cifras que son menores a las de la canción: «Temible peste Londres asoló/ en el mil seiscientos setenta y cinco;/cien mil almas se llevó./¡Pero yo sobrevivo!». Pepys, a diferencia de Defoe, había nacido en el 1633, por lo que tenía cuarenta y pico años en esas fechas. En uno de esos picos, cuando en Londres aumentaron descomunalmente las muertes, escribe que se va corriendo a casa a redactar su testamento. Pepys nunca perdió su ironía y buen humor incluso en estas circunstancias.

La sensación que yo tuve durante las primeras semanas en que Madrid fue el epicentro de la pandemia y quedamos en manos de gentes insolventes de todos los colores es que, por primera vez en mi vida, estaba en manos del destino. Y aún me debato con esta misma idea. Defoe nunca leyó el Diario de Pepys, que abarca muchos años y otras circunstancias, donde se adelanta el desastre social y económico que va a acontecer a pesar de que, al final, la ciudad vuelve a llenarse y las tiendas a abrir. En medio de todo este infortunio, el escritor destacaba algo que hoy ya nos gustaría a nosotros poder repetir: que el Gobierno estimulaba la fe en la recuperación y el ánimo de la gente. Defoe subraya, curiosamente, algo que ahora a nosotros mismo nos atemoriza: «Existen miles de personas aparentemente sanas, y que, sin embargo, llevan con ellas la muerte». Nuestro insigne Alvaro Cunqueiro, que amaba a Defoe, pero tenía predilección por Samuel Pepys (muy proespañol y un gran lector de Quevedo) nos recuerda, irónicamente, que ambos autores sobrevivieron al azote al igual que las varias amantes del rey.

En medio de la peste política en la que llevamos viviendo durante estos últimos meses, por si no fuera poco esta penalidad, nos llegó la sanitaria. Y hemos puesto tarde, y mal que bien, orden en esta segunda. Mientras que el desorden, en la primera, no deja de crecer incluso hasta lugares sospechados pero a los que creíamos que no se llegaría: el pacto con Bildu. Pactar con los asesinos de ETA, pactar con los ejecutores despiadados de tantas personas y de tantos militantes socialistas. Sánchez se ha entregado a Iglesias, dicen, mientras que lo que yo creo es que el presidente le está disputando a su vicepresidente el liderazgo de toda la extrema izquierda independentista o no. El juego con Ciudadanos es eso, un mero juego político que a él le beneficia. Es como darle celos a la novia oficial y luego volver a ella con más amor. Así, el presidente ya lo abarca casi todo: desde el centro ahora inclinado a la izquierda, hasta el populismo de Podemos. Y por si no fuera poco, continúa su caminar funambulista entre nacionalistas e independentistas manchados de sangre. Por eso, por la mañana firma con Arrimadas un acuerdo para mantenernos encerrados, a medio día otro con Bildu, y por la noche silencia manifestarse contra el ataque de los propios de Bildu contra el domicilio de la secretaria general del PSE. Y todo esto sin que se enteren los ministros. Un cuerpo que es quien tiene la obligación de tomar, colegiadamente, las decisiones del Gobierno. Escuchar al etarra Otegui darle consejos al presidente del Gobierno da náuseas. Todo lo mencionado sucede sin que nadie en el PSOE se mueva. Tanto en el partido de ahora como entre los grandes rostros del pasado, alguno de ellos acallado con un mendrugo de pan artístico. ¡Una vergüenza! De todo lo que pase nunca podrán ser exculpados, excepto que hubieran entregado su carnet. De no ser así, serán igual de culpables de la destrucción de este país. Pero algo debe haber pasado para que los mayores defensores de estos dislates hayan puesto el grito en el cielo, cuando ya muchos lo hemos venido previniendo desde hace largo tiempo.

Cómo se puede permitir un Gobierno cuya mitad está abiertamente contra la otra. Cómo se puede permitir un Gobierno que ataca a las principales bases económicas de nuestro país, que está ya en trance de quiebra. Cómo se puede permitir que un pueblo trabajador, digno y honrado de su sustento quiera ser convertido en asalariado vacante del estado en compensación a votos cautivos. Lo que buscan Iglesias y sus secuaces es la creación de una legión de piqueteros que o bien votan y hacen votar mediante las consignas, o salen a las calles a amenazar o agredir a aquellos que no comparten sus ideas. Se habla mucho de Venezuela, y con razón, pero fíjense ustedes todo lo que ha venido aconteciendo en Argentina. La presencia en el Gobierno de Iglesias, su mujer y adláteres, es un cáncer para nuestro país y hay que echarlos. Y el presidente tiene que hacerlo antes de que se le eche a él mismo. De no ser así crecerán las amenazas. Y una violencia que los propios políticos no serán capaces de frenar. Todo esto no augura un favorable futuro.

Cuando debería existir una gran unidad política para enfrentarnos a la cuestión sanitaria y económica, estamos viviendo los momentos más peligrosos de nuestra todavía joven e inexperta democracia, aquellos que nos pueden llevar al extremismo confrontacional en las calles como ya estamos viendo en sus inicios. Y esta situación de caos político, moral, económico y social no es la mejor carta de presentación para Europa. A Merkel, que vivió en la Alemania comunista, ¿le agradará ver en el Gobierno español a estos hijos o nietos de quienes la amordazaron? Porque sin la aquiescencia alemana o francesa no salimos solos de esta. ¿Van a poner el dinero en manos de un fanático, sectario y arribista como Iglesias? Yo no lo haría.

El presidente del Gobierno ya ha jugado todas las cartas de la irresponsabilidad y la ignominia, apoyándose en su diablesca corte celestial, pero el país se sigue hundiendo, y nuestro prestigio también. Mientras tanto, él sentado en Moncloa, como Silver en su taberna de Bristol, entona esta canción: «Temible pandemia España asoló/En el dos mil veinte/Cincuenta mil almas se llevó,/¡Pero yo sobrevivo!».

César Antonio Molina es ex director del Instituto Cervantes y ex ministro de Cultura. Autor de La caza de los intelectuales (Destino), Las democracias suicidas (Fórcola), o Para el tiempo que reste (Vandalia).

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