Un héroe de nuestro tiempo

Hace decenios que entramos en la cultura de la imposibilidad, a saber: la cultura que quiere hacer imposible pensar, asimilar, contemplar la muerte. La muerte puede aceptarse como parte de una ficción, y es sabido que la narrativa cinematográfica y literaria hace a menudo uso y abuso de la muerte como efecto dramático, pero también es sabido que todos esos simulacros no tienen demasiado poder sobre la conciencia, y aún menos sobre la verdadera conciencia de la muerte.

En su novela La información, Martin Amis hace referencia a ese mensaje terrible que nos llega de las profundidades de nuestra propia materia cuando hacia los 26 o 27 años tomamos conciencia de que somos seres para la muerte. De pronto, a las dos o las tres de la mañana llega la revelación, llega la certeza, llega el mazazo descomunal sobre la conciencia, por más que lo queramos evitar. Da igual que en nuestra infancia nos hayamos topado con algún cadáver en algún accidente de carretera. La visión de un muerto en épocas tempranas no nos hace conscientes de lo que nos espera hasta que no llega esa información de la que habla Amis en su novela. A mí me llegó en París, a los 26 años, cuando trabajaba de portero de noche en el hotel Marigny, el mismo hotel donde Proust llevaba a cabo sus ceremonias sádicas, si bien en otra época y con una clientela más convencional. Sí, allí, hacia las tres de la mañana me llegaba el pensamiento insoportable de que algún día iba a morir. Iba a morir yo, se iba a extinguir mi propio ser y no el de los demás. En ese momento de una tensión agobiante, mi ser adquiría su máxima individualidad y su máxima sustancialidad trágica, y accedía de verdad a la experiencia de la angustia que, como pensaba Barthes, es una experiencia del yo.

Un héroe de nuestro tiempoAhora ese fenómeno del alma se quiere evitar a toda costa, y los jóvenes lo rehuyen recurriendo a todas las formas posibles de evasión. De hecho la evasión moderna halla su verdadero fundamento en la huida de la idea misma de la muerte. Se trata de algo en lo que no hay que pensar y que ni siquiera ha de ser relegado al territorio del secreto, del mutismo o del silencio, pues hasta de esos territorios en la sombra ha de ser expulsado no dejando para la muerte ningún espacio ni manifiesto ni encubierto. Para el mundo de nuestros días la muerte no ha de tener ningún lugar que no sea la mera ficción, y como ficción es transmitida por los medios de comunicación que convierten las guerras en folletines visuales donde la muerte, lejos de ser una evidencia, se revela como lo ausente, o como lo que no está presente entre nosotros y ocurre siempre en otra parte.

Las empresas de pompas fúnebres han aprendido la lección y reducen al mínimo los ritos funerarios, acentuando la sensación de ficción minimalista e insustancial. Recuerdo la incineración de mi tía. Estábamos tres de sus familiares en la funeraria, leyendo ante el cadáver las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique, un poema que la difunta veneraba especialmente, cuando llegó un empleado de la empresa diciéndonos que teníamos que abreviar con la lectura porque querían iniciar la cremación, de modo que tuvimos que darnos prisa con las últimas estrofas. El efecto que nos produjo su vergonzosa interrupción nos parecía un buen ejemplo de la miseria humana de nuestro tiempo y me dieron ganas de arrojarme a su pescuezo. Él lo notó y se alejó de mí como un zorro humillado, aunque la verdadera humillación fue para nosotros y para la yacente.

Todo lo dicho me sirve como introducción al abordaje del tema de los geriátricos, esos lugares a los que llevamos a los ancianos que antes morían en casa de sus familiares, cuando nuestros antecesores respetaban a los viejos y no les daba miedo mirar de frente a la muerte. Desde antes de que estallase la guerra de Ucrania, que se come todos los temas con sus tempestades de niebla y de acero, un libro se está propagando por Francia a velocidades epidémicas, se titula Les fossoyeurs (”Los enterradores“) y en cierta manera aborda la idea de “dar la muerte”, a la que Derrida dedicó uno de sus más hondos ensayos, pero aquí se trata de dar la muerte de una manera absolutamente indigna y miserable, perfectamente investigada y contrastada, al modo en que lo hace la sociología francesa ya desde los tiempos de Durkheim y que tanto por su rigor como por su claridad expositiva no tiene parangón en el mundo.

El libro lo ha escrito un joven periodista de investigación llamado Victor Castanet, que ha pasado un buen tiempo investigando los abusos cometidos contra los ancianos por parte de una célebre multinacional geriátrica, presente también en España. La lectura del libro levanta ampollas, pues uno se entera de que para la empresa mentada solo importan los dividendos, y hasta los ancianos adinerados que pagan más de 10.000 euros al mes por su estancia en las residencias son víctimas de las más injustificables mezquindades por parte de la empresa. El Gobierno no ha tenido otro remedio que tomar conciencia de que a través de las subvenciones que los geriátricos concertados obtenían del Estado resulta que se estaba favoreciendo a los accionistas de tales corporaciones más que a los ancianos.

Han clamado voces al estilo tragedia griega: ¡qué estamos haciendo con nuestros padres y nuestros abuelos! Los periodistas preguntan a los sociólogos y estos murmuran lo que yo vengo a decir al comienzo de este artículo: aunque ya había denuncias al respecto desde el año 2012, no se les prestaba atención por el rechazo que sentimos al tema de la muerte, que se ha convertido en el tabú fundamental de nuestra época, y por eso todo lo que ocurrió en España con nuestros viejos en el primer período pandémico se ha silenciado. La muerte no existe, la vejez no existe, y cuando se hace evidente se la oculta en esas antesalas del adiós donde campea la mezquindad.

Que ahora los ancianos se empiecen a rebelar y a querer cambiar las leyes de la herencia ante los abusos de los geriátricos y de sus propios familiares no tiene nada de extraño. El joven periodista Victor Castanet se ha atrevido sin embargo a desentrañar todas las secuelas que arrastra la omisión de la vejez y la muerte y a decirnos con voz clara y contundente que la muerte existe y que está llena de indignidad en bastantes geriátricos de Francia. La empresa más señalada le llegó a ofrecer la mareante cifra de 15 millones de euros por su silencio, pero Castanet los rechazó. Jóvenes como él son muy necesarios en este momento. Yo lo considero un héroe de nuestro tiempo. De haber aceptado el soborno, algo muy esencial hubiese cambiado en su interioridad y no solo en su cuenta bancaria probablemente agazapada en algún paraíso fiscal. Nadie sale indemne de esa clase de pactos con el diablo en los que es tan fácil caer, y más en tiempos de miseria y de barbarie.

Jesús Ferrero es escritor. Su último libro publicado es La posesión de la vida (Siruela).

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