Un hijo de la Revolución Cultural

Hace cincuenta años este mes, Mao Zedong lanzó la Revolución Cultural en China: una década de caos, persecución y violencia, motivados por la ideología y el interés de aumentar el poder personal de Mao. En vez de reflexionar sobre el legado destructivo de ese episodio, el gobierno chino limitó su discusión, y los ciudadanos chinos (solo interesados en la prosperidad económica obtenida tras tres décadas de reformas promercado) dieron su consentimiento. Pero en momentos en que el presidente Xi Jinping se lanzó a una campaña de purgas impiadosas y culto a su personalidad, enterrar el pasado supone un costo.

En agosto de 1966, Mao publicó en forma de dazibao (afiche en grandes caracteres chinos) un documento titulado Bombardead el cuartel general, para promover la purga del principal “infiltrado capitalista” dentro del Partido Comunista de China: el entonces presidente Liu Shaoqi. En ese documento, Mao convocaba a la juventud china a “derribar al emperador de su caballo” y comenzar una rebelión de base.

Los jóvenes respondieron con celeridad. Rápidamente se formaron en todo el país grupos paramilitares estudiantiles (los “guardias rojos”) dispuestos a cumplir la voluntad de Mao. En menos de cien días, Mao logró una amplia purga del liderazgo central del partido, que incluyó a Liu y Deng Xiaoping.

Pero los ataques no fueron solo contra los adversarios políticos de Mao. Solo en aquel primer agosto y en septiembre, los guardias rojos mataron a más de 1700 personas (entre palizas y suicidios forzados) y desterraron a unos 100 000 pequineses tras quemar sus casas y pertenencias. Particularmente vulnerables fueron los educadores. Cada aparición de los guardias rojos en escuelas primarias y secundarias o universidades se saldaba con la expulsión de profesores y directivos.

Pero poco tiempo después, los mismos guardias rojos se convirtieron en blanco de Mao, quien los acusó de ser subordinados de los infiltrados capitalistas. Tras imponer el control militar de toda China, Mao repobló las unidades de guardias rojos con nuevos rebeldes proletarios, y muchos miembros originales del grupo fueron desterrados a aldeas remotas para su “reeducación”.

La Revolución Cultural afectó de cerca a Xi. Su propio padre, Xi Zhongxun, alto funcionario del Partido Comunista, fue destituido, encarcelado y finalmente enviado a trabajar en una fábrica de tractores; a la familia la dispersaron en zonas rurales.

Pero en vez de repudiar la ideología y la organización que destruyeron a su familia y a su país, Xi adoptó como propias las tesis y herramientas básicas de la Revolución Cultural. Parece que hubiera conservado en su interior la beligerancia juvenil de aquellos tiempos. El poder es su brújula, y parece dispuesto a todo para asegurárselo. Cuenta para ello con una ventaja clave: el legado de Mao.

Mao promovió por décadas una forma de lucha de clases en que los ciudadanos se delataban mutuamente, incluso entre amigos íntimos, vecinos y familiares. Sin refugio adonde huir, todos se volvieron siervos del Partido Comunista (hasta quienes no eran sus miembros). En este ambiente de miedo, el Estado sometió (callada y eficientemente) la identidad personal.

La Revolución Cultural enseña entre otras cosas que el poder absoluto sobre la población supone la crueldad como condición, pero a Xi esto no parece preocuparlo. Solo le interesa la parte del “poder absoluto”. Y en su búsqueda, los sobrevivientes de la Revolución Cultural (gente que sabe lo que es anteponer lo político a lo personal a fuerza de intimidación) se han vuelto el capital político más confiable con que cuenta Xi.

Xi sabe que sólo podrá lograr lo que se propone reforzando la autoridad del Partido y su liderazgo dentro de él. De modo que elaboró un discurso según el cual una grave amenaza se cierne sobre China desde adentro (una amenaza que emana de líderes traicioneros y corruptos), y declaró que la lealtad al Partido es esencial.

Hay solo dos clases de personas: los que apoyan al Partido y los que no. Como Mao en 1966, Xi cree que su poder depende de lograr la lealtad y obediencia de todos los chinos (funcionarios del gobierno y ciudadanos de a pie por igual), por todos los medios posibles. Basa su poder en la represión de los opositores, como el Premio Nobel de la Paz Liu Xiaobo y decenas de miles de autores y estudiosos encarcelados.

Pero Xi no apela sólo al temor para cimentar su poder. También intenta obtener apoyo popular con una nueva ideología unificadora, basada en el “Sueño Chino”, un conjunto de valores y objetivos socialistas que presuntamente lograrán la “gran renovación de la nación china”. Esto va acompañado por un intento de avivar el sentimiento nacionalista acusando al mundo, y en particular a Estados Unidos, de querer evitar que China asuma el lugar que le corresponde en la cima del orden internacional. Y Xi ha impulsado un culto a la personalidad como no se veía desde tiempos de Mao.

Cincuenta años después de la Revolución Cultural, sus crímenes y pecados aún no han sido expiados. Por el contrario, todavía se la usa para justificar más represión social y política en China. Pero por mucho que lo intente Xi, es probable que sus intentos de garantizarse una autoridad como la de Mao terminen en forma muy diferente para él, a medida que su incompetente dirección económica, las purgas políticas y la represión vayan creando cuadros que se le opongan en secreto. Conforme los fracasos económicos provoquen cada vez más agitación política, puede que los viejos guardias rojos vuelvan a ocupar su lugar central en la Revolución Cultural, respaldados por una generación joven ignorante de la historia. Pero esta vez, el “emperador” al que derribarán del caballo será Xi.

Ma Jian is the author of Beijing Coma and, most recently, The Dark Road. Traducción: Esteban Flamini.

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