Un himno por cada uno de los españoles

La Grande Peur se pasó. Los atletas españoles superaron el mayor reto de la Olimpiada de Pekín, el que tanto temían los miembros del Comité Olímpico Español. Si el equipo olímpico hubiera ganado muchas medallas, la vergüenza de no tener himno nacional nos habría humillado ante el mundo. Pero, afortunadamente, los juegos terminaron sin grandes victorias españolas, así que fueron muy pocos los atletas nacionales que experimentaron la gran desgracia de no poder cantar la inexistente letra de nuestro himno. El COE se puede felicitar por ese gran éxito.

Yo soy el mayor patriota español del mundo. Me resulta fácil serlo, ya que he pasado toda la vida fuera de España, sin tener que soportar los agravios de vivir en el país. Ni siquiera me hace falta guardar cola para renovar el carné de identidad. A lo largo de una niñez desarraigada en Inglaterra, mi imagen de España fue la de un extranjero enamorado. Una idea romántica, idealizada, apartada de la realidad de aquel entonces, del subdesarrollo, de la Dictadura y de la frustración histórica. Contemplando ahora al país desde lejos, lo veo entero. Esas diferencias que desde el interior parecen enormes entre Castilla y Cataluña, o entre Guipúzcoa y Navarra, son poca cosa para una persona que las valora desde una óptica lejana y más objetiva. Desde el extranjero, no me cuesta nada apostar tanto por el Barça como por el Real Madrid cuando se enfrentan a equipos no españoles. En Estados Unidos, donde me gano la vida, me parece perfectamente lógico ser gallego, español y europeo, sin tensión ni contradicción ninguna, porque la alteridad de mi alrededor es una alteridad no española.

A pesar de mi patriotismo entrañable, o tal vez como consecuencia, no veo ningún motivo para tener himno nacional, ni convertir la Marcha Real en himno poniéndole letra. Mi patriotismo no muestra ninguna mancha nacionalista. Un patriota quiere que su país sea el mejor del mundo. El nacionalista piensa que ya lo es. Una de las grandes glorias de España -y una de las pocas virtudes que justifican nuestro patriotismo- es que los españoles somos poco nacionalistas, y los que lo somos no sentimos nuestro nacionalismo por España. Todo eso de tener himnos nacionales es un efecto poco grato de un episodio que España, afortunadamente, no sufrió: el triunfo de un romanticismo idealista y aún místico en el seno de la intelectualidad europea hacia fines del siglo XVIII.

Hasta la época de la Guerra de la Independencia, no se le ocurrió a casi nadie promocionar la idea de una nación española. La Monarquía fue inmensa, felizmente diversa, y unida por la fidelidad al Rey y a la Iglesia. No hacía falta inventar un destino ni una identidad supuestamente espiritual que abarcase a todos sus súbditos. Descartar realidades concretas, sustituyéndolas por ideas chifladas, fue propio de comunidades frustradas por sus fracasos o su falta de eficacia, como los alemanes, los polacos, los italianos, o los franceses sedientos de la gloire.

En este aspecto, como en tantos otros, España se parece mucho al Reino Unido. En el siglo XVIII, los gobiernos británicos se propusieron difundir un nuevo sentimiento entre las distintas comunidades de la Monarquía, convirtiendo a ingleses, galeses, escoceses, y americanos en «británicos». El intento fracasó. Como en el caso español, los criollos del Nuevo Mundo se independizaron, pero los demás pueblos de lo que vino a ser el Reino Unido seguían luchando juntos contra enemigos externos, y colaborando en la explotación de oportunidades imperiales, sin perder nada de sus identidades históricas. Es más: como los gallegos, los catalanes, y los vascos en España, los galeses y escoceses descubrieron de nuevo y resucitaron sus propias tradiciones y formas de ser en el siglo XIX, dentro del marco político que compartieron con sus vecinos ingleses. No es extraño que el Reino Unido, como España, no tenga himno nacional. Se emplea en su lugar el Dios salve al Rey -o, por ahora, la reina- que sí tiene letra pero ni menciona al país ni a ningún pueblo concreto. «¡Viva el rey noble!» -así reza- «¡que siga victorioso y feliz!», refiriéndose a la misma persona y a ningún otro. Como la Marcha Real, el Dios salve al Rey es un homenaje al monarca como representante o símbolo de la colaboración de los diversos pueblos que constituyen la Monarquía.

Hasta el rechazo a España de los nacionalistas es muy español, igual que el rechazo hacia el Reino Unido de escoceses y galeses es muy británico. No se encuentran tales movimientos en Alemania ni en Polonia, donde el nacionalismo estatal aplastó o exterminó los particularismos y las etnias. Los nacionalistas vascos o catalanes, que piensan que dejarán de ser españoles si logran independendizarse, están condenados a la desilusión. Los motivos que les impulsan -su dogmatismo, su irracionalidad, su excesiva valoración de un pasado romantizado, su rencor, su arrogancia, su menosprecio hacia el vecino- son vicios y pecados típicamente españoles. El desacuerdo entre sí es, tal vez, la única experiencia histórica que une a todos los españoles. Como solía decir Salvador de Madariaga, en una España puramente demócrata haría falta tener unos 40 millones de partidos políticos.

Por tanto, tener himno nacional sería poco español. Sería una ofensa contra ese sagrado desacuerdo, esa preciosa diversidad que define nuestra españolidad. En cambio, si lo quisiéramos, no me parece tan difícil escribir una letra que cumpla con los requisitos. Tiene que ser algo que responda a la autenticidad actual e histórica del país, que evoque tradiciones españolas, que respete los hechos y los sentimientos, que ensalze la diversidad y alabe la unidad, que pega con el ritmo de la Marcha Real. Que sea sencillo, sin dejar de ser poético, que sea digno de cantarse -sin esas banalidades de verdes valles e imenso mar- y que pueda proclamarse orgullosamente por todos los aficionados que asistan a partidos internacionales de fútbol. Tal vez, el bicentenario del comienzo de la Guerra de Independencia, cuando españoles de todas regiones y lenguas se levantaron para defender a España afirmando sus propias tradiciones -y no sacrificándolas- sea el momento justo para celebrar lo que somos: una nación no nacionalista, cuyo orgullo es su diversidad.

La mejor solución sería que todos escribiésemos nuestra propia letra a la Marcha Real y que todos la cantáramos a la vez -cada uno la suya- en voz alta y con el pecho hinchado cuando nos reunimos para actos deportivos. Ese caos, esa cacofonía, esa desarmonía de opiniones sí que serían muy españoles. Y el ruido monstruoso tendría la ventaja de que asustaría a los extranjeros y nos ayudaría a ganar partidos. He aquí mi propia versión, salpicada de alusiones a los toros y a la Canción de España del Niño Judío, que canta la gran Concha:

Soy de España,

nación nacida de naciones,

y surgida de entre sombra y sol.

En su entraña

son profundas sus pasiones,

lleva heridas

nuestro corazón.

Hemos nacido

diversos. Nos ha fundido

nuestra España en su gran crisol.

Por la justicia

y amor nos acaricia

en el orgullo de ser español ,

el gran orgullo de ser español.

Parte de ese gran orgullo de ser español, por supuesto, es el de no ser nacionalistas.

Felipe Fernández-Armesto, catedrático de Historia de la Universidad de Tufts en Boston, EEUU.