Un himno sonoro pero mudo

Lo que tenía que pasar ha pasado: por fin se han dado cuenta muchos españoles -especialmente los deportistas- de que tener un himno sonoro, pero mudo, es decir, sin letra, es una aberración nacional. Y lo es no sólo porque en el mundo actual la casi totalidad de los himnos de los cerca de doscientos países que integran hoy nuestro planeta poseen una letra para cantar, sino también porque un himno sin letra es como un auto sin gasolina: no puede cumplir con la razón de su existencia.

Por supuesto, en el contenido de las letras de los himnos de todos los países, muchas de ellas cursis y ridículas, hay de todo: recuerdos de epopeyas militares -en gran número ficticias o exageradas-; referencias religiosas; cantos a las bellezas naturales de la geografía del país; o simplemente elogios a las virtudes patrias. Pero es igual, la mayor parte de esas letras son cantadas sin que se aperciba especialmente su contenido, porque lo que cuenta, lo importante, es lograr la comunión cantando. Lo mismo sucede con el Gaudeamus Igitur, de nuestras Universidades, que cuando lo cantan -los que lo cantan-, casi ninguno sabe lo que significan las palabras latinas que pronuncian. Pero como digo, lo decisivo es el efecto de identidad y de coparticipación que se consigue por el mero hecho de cantar en grupo. Ahora bien, el que no tenga letra el himno nacional español no es únicamente una aberración singular, sino que la verdadera aberración de nuestro país radica en que todos los símbolos importantes del Estado, por unas u otras razones, no cumplen con la finalidad por la que fueron creados.

En efecto, nuestro inconsciente acepta los símbolos y metáforas como si fueran hechos reales, es más, el símbolo no sólo transmite el significado, sino que también lo amplifica. De ahí, que el Estado-nación haya recurrido a esta faceta que convierte al ciudadano en un homo simbolicus, puesto que utiliza los símbolos adrede, porque para progresar, los ciudadanos necesitan unos símbolos que representen el contrato social, el pacto político. Paulatinamente la solidez de ese contrato, representado por esos símbolos, constituye un paso de gigante para hacer avanzar la sociedad. Y, de esta manera, como señala Bourdieu, el Estado es quien ostenta el monopolio de la potencia simbólica legítima que consiste en poder establecer e imponer un conjunto de normas coercitivas, como si fuesen universales -aparentemente indiscutibles- en el marco de la nación. Pero lo que se persigue sobre todo, democráticamente hablando, es obtener dicha imposición, no sólo consiguiendo su aceptación voluntaria, sino alcanzando igualmente la adhesión entusiasta a esas normas y, de ese modo, hacerlas invisibles como tales.

Pues está claro que el poder no puede ejercerse sobre las personas y las cosas, si no se recurre también, además de usar la coerción legítima y necesaria en un Estado de Derecho, a los medios simbólicos y a lo imaginario. En consecuencia, los principales símbolos del Estado (bandera, escudo, himno, Fiesta Nacional) cumplen, o intentan cumplir, en todos los países, las siguientes cuatro funciones: en primer lugar, se dirigen a exaltar al Estado, demostrando así que es la primera y principal institución de un país. A continuación, tratan de instruir sobre ese Estado, recurriendo a la historia, al pasado común de todos los territorios y ciudadanos que lo integran. En tercer lugar, intentan mantener cohesionado el grupo, fomentando la lealtad de los ciudadanos hacia el respeto de los intereses generales del conjunto. Y, por último, sirven para suscitar la fidelidad de los ciudadanos, para despertar emociones positivas en el seno de la población, para aumentar el sentimiento de pertenencia y de identidad a la patria común. De ahí que la mayor eficacia de los símbolos dependa de su capacidad para afectar a los sentimientos del mayor número de personas, para lo cual es indispensable una cierta ambigüedad o neutralidad que permita a cada uno proyectar lo más libremente posible sus propias aspiraciones o tendencias.

Vistas así las cosas, cabe afirmar que España nunca ha tenido símbolos totalmente compartidos por todos, por lo que cabría preguntarse -además, por supuesto, de otras causas- si el Estado en nuestro país siempre ha sido débil por tener unos símbolos débiles y discutidos, que representaban sólo a un sector de ciudadanos, o, por el contrario, la existencia de estos símbolos controvertidos y endebles, es lo que ha producido la debilidad de nuestro Estado, teniendo así como resultado la ausencia de un país integrado o vertebrado, como señalaba Ortega. Ciertamente, esta pugna permanente y esa falta de arraigo general de los símbolos del Estado, alcanzó su máximo paroxismo durante la Monarquía de Alfonso XIII, la II República y, especialmente, en la Guerra Civil y en la Dictadura de Franco, cuando surgió la bipolaridad simbólica de las dos Españas. En esos momentos había dos banderas, dos escudos, dos himnos y dos Fiestas Nacionales.

Así estaban las cosas al llegar la Transición, pero a diferencia del consenso que se alcanzó para redactar una Constitución en la que cupiesen todos los españoles, a nadie se le ocurrió que ese consenso debía pasar, antes de nada, por la aceptación de unos símbolos comunes por todos. La bandera, que proviene de Carlos III y que se adoptó por su mayor visibilidad en los mares, y para diferenciarse también de varios reinos regidos por otros Borbones, se basó curiosamente en los colores de la enseña tradicional del Reino de Aragón, compartida después por Cataluña, el Reino de Valencia y Baleares. Aunque muchos la rechazaban al iniciarse la Transición, un gesto responsable de Santiago Carrillo logró que la izquierda acabara aceptándola, pues no era originaria del franquismo, sino de una historia de cerca de tres siglos, por lo que entró así en el artículo 4 de la Constitución. Sin embargo, no ocurrió lo mismo con el escudo que Franco cambió al llegar al poder, y que fue propio de su régimen. De este modo, la Constitución democrática, una de las más progresistas del mundo, se aprobó en su texto original encabezada por ese escudo que no aceptaban millones de españoles. Probablemente por negligencia, aunque algunos dicen que por la presión de los militares, lo que es ridículo, pues si se había aprobado una Constitución y se había legalizado al Partido Comunista, cómo es posible que no se tuviese fuerza para cambiar el símbolo del viejo Estado, porque el que puede lo más, puede lo menos. Sea como fuere, el hecho es que tres años después se aprobó por ley (Ley 33/1981) un nuevo escudo nacional y se incorporó inmediatamente a la bandera, modificándose así el artículo 4 de la Constitución de forma claramente inconstitucional. Pero en fin. Tampoco nuestros tan galardonados (¡!) Padres Constituyentes se acordaron de elegir una fecha para que fuese la Fiesta Nacional y hubo que esperar a que lo regulase el Real Decreto de 27 de noviembre de 1981. Pero aquí también se equivocaron nuestros gobernantes, porque en lugar de buscar una fecha que uniese a todos los españoles, adoptaron como Fiesta Nacional el 12 de octubre, que pasa así a significar tres cosas: fiesta del Pilar, fiesta de la Hispanidad y Fiesta Nacional, no satisfaciendo a muchos, cuando podían haber elegido el día 15 de junio, que conmemoramos esta semana, aniversario de las primeras elecciones realmente democráticas en España, y que hubiese sido una fecha aceptada por todos.

Y vayamos ahora con el himno, del que ya me ocupé en estas mismas páginas hace años (EL MUNDO, 23 de noviembre de 1993). Allí me referí a la curiosa anomalía de que un himno nacional devengase derechos de autor al compositor que había hecho un arreglo del mismo sobre la partitura de la Marcha Real o Marcha Granadera, que Federico de Prusia regaló a Carlos III. El asunto ya se solucionó afortunadamente mediante los Reales Decretos-Ley 1543/1997 y 1560/1997, habiéndose hecho ya un nuevo arreglo del himno en dos versiones: larga y corta. Muy bien. Pero ahora queda el espinoso asunto de la letra, sin la cual es un himno a medias. A lo largo de la historia, que yo sepa, ha habido tres letras: la de Sinesio Delgado, la de Eduardo Marquina y la de José María Pemán. Cualquiera de ellas es lo suficientemente cursi para poder haber sido adoptada, imitando a la mayoría de los países. Si no fue así es porque la tendencia tradicional de este país a politizar todo y englobarlo en las dos Españas de nuestros pecados, comportó que a este himno y a esa posible letra -denominada como de derechas, monárquica o franquista- se contraponía la versión republicana del himno de Riego, también con una letra infumable, adoptado por los republicanos españoles, y, ahora más recientemente, contrastada igualmente con los himnos de las Comunidades Autónomas, especialmente con las de aspiración nacionalista, y como muestra de este aldeanismo que recorre España, baste lo que va a suceder, o ya ha sucedido, en Yakutia, donde se enfrentarán las selecciones presuntas de fútbol sala de España y Cataluña (¡!). Entonces, mientras los deportistas catalanes entonen la intranquilizante letra de Els Segadors, los representantes (oficiosos, que no oficiales) de España, bisbisearán el conocido y vergonzante «chunda, chunda....».

Por supuesto, yo creo también que hay que componer una letra para nuestro himno por las razones que he expuesto, pero si la iniciativa la llevan los partidos políticos, no se pondrán de acuerdo nunca, pues ya ha habido numerosos precedentes que así lo testimonian. Por eso creo que la iniciativa del Comité Olímpico Español para redactar una letra aceptada por todos, puede ser eficaz. Si se empieza a utilizar en los encuentros deportivos internacionales una letra lo suficientemente anodina para que no moleste a nadie, si se llega a popularizar después, entonces es cuando habría que adoptarla mediante ley. Pero no al revés. Es más, esta letra debe redactarse en castellano, como es obvio, pero también en catalán, en vasco y en gallego. Y así, salvo los separatistas, tutti contenti. Cabe imaginar que, dentro de poco, Montserrat Caballé o Ainhoa Arteta canten en catalán o vasco el himno español con una letra ambigua que no moleste a nadie. Veremos.

Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional y presidente de Unidad Editorial.