Un historiador en su centenario

Ciertas personas, ciertos maestros, ciertos amigos -decía el profesor Maravall- son tan decisivos en la vida de uno que se convierten en «elementos de nuestro destino»; un destino que no está fijado de antemano, sino que vamos construyendo a lo largo de una vida en que avatares azarosos y decisiones individuales, más o menos voluntariosas, acaban definiendo nuestro paso efímero pero no menos real en el tiempo y época que nos ha tocado. Maravall fue para muchos de los que tuvimos la suerte de recibir sus enseñanzas y de tratarle de cerca uno de esos «elementos de destino» que marcan el futuro.

Había nacido en 1911 en Xátiva (Valencia) y pertenecía por tanto a una generación que quedó desgarrada por la guerra civil y por una larga posguerra que destruyó los ideales de regeneración y de inserción en una Europa que, aun maltrecha después de la guerra mundial, significaba la posibilidad de democracia, libertad y progreso. De ahí su intenso europeísmo y su magisterio de una historia de España en la que resultaba fundamental la historia comparada con el resto de los países europeos y la preocupación constante en su obra para evitar un ensimismamiento historiográfico que hacía a España «diferente» y la sumía en el determinismo de unos «caracteres nacionales» esencialistas y repetitivos, en un «narcisismo de la diferencia» y en un «excepcionalismo» que simplificaba de un brochazo la compleja realidad histórica, ignoraba matices y nos hacía esclavos de estereotipos que quitaban libertad al futuro.

Catedrático de Historia del Pensamiento Político y Social de España en la Universidad Complutense, académico de la Historia, presidente de la Asociación Española de Ciencias Históricas, director de Cuadernos Hispanoamericanos, catedrático asociado de varias universidades europeas y americanas, doctor honoris causa por las universidades de Toulouse y de Burdeos, chair de la Universidad de Minnesota, profesor y conferenciante reclamado constantemente por universidades nacionales y extranjeras.

Autor de una treintena de libros de gran impacto en la historiografía mundial, varios de ellos traducidos al inglés, francés, italiano y otras lenguas, y autor de unas trescientas monografías y artículos especializados que abarcan desde temas medievales a personajes y corrientes de pensamiento desde los siglos XVI al XX, Maravall es uno de «los tres gigantes» en Historia que, al decir de John Elliott, se había encontrado al llegar por primera vez a España en los años 60. Como he escrito en varias ocasiones y forzosamente ahora hay que recordar, toda su obra traduce un inmenso trabajo de investigación, reflexión y cruce de saberes que abrieron y siguen abriendo nuevas perspectivas u horizontes investigadores a estudiosos de un amplio arco de especialidades (historia general desde luego, pero también historia de la ciencia, de la lingüística, de las mentalidades…), pues supo poner el acento en aspectos originales o novedosos que hasta entonces habían pasado desapercibidos, o descubrió matices e inflexiones que obligaban a replantearse desde sus raíces todo un período histórico. Tal es el caso del Barroco y de sus trabajos de verdadero impacto en la comunidad científica internacional sobre su teatro, su literatura, su mentalidad, su estructura social, hasta culminar en el gran libro de La cultura del Barroco, ampliamente traducido y comentado en varias lenguas. Pero fue igualmente decisivo, y de referencia obligada para los investigadores e hispanistas de todo el mundo, en otros temas como el de su libro El concepto de España en la Edad Media, en el que la utilización por vez primera de fuentes de origen castellano y especialmente aragonesas, situaba el «problema de España» en coordenadas muy diferentes a las de los tópicos hasta entonces admitidos.

Particularmente innovador, como siempre destacó el P. Batllori, fue Maravall en sus escritos sobre el Renacimiento español y europeo, rompiendo muy tempranamente con la idea de una fractura radical entre el Medievo y el Renacimiento, así como con la imagen de un Renacimiento casi exclusivamente italiano; los cuatro volúmenes de sus Estudios de historia del pensamiento español, que abarcan desde la Edad Media hasta el siglo XVIII, dan amplia cuenta de sus innovaciones y profundidad en todos los campos. Como fue también creador en la obra monumental en dos volúmenes Estado moderno y mentalidad social, o en Antiguos y Modernos al referirse a la evolución y sentido del progreso; o en esos maravillosos libros de no más de unas 200 páginas, que se leen con el apasionamiento de una novela y que tienen tras ellos el rigor y la exactitud de años de paciente trabajo, como son Las Comunidades de Castilla, una primera revolución moderna, El mundo social de La Celestina, Utopía y contrautopía en el Quijote, o Velázquez y el espíritu de la modernidad.

Su último y querido libro, fruto de saberes de toda una vida, obra maestra que es en cierta manera su testamento historiográfico, publicado un año antes de su muerte a los 75 años, en 1986, La literatura picaresca desde la historia social, cerró el broche de publicaciones y dejó abiertas nuevas vías en la historia de la literatura y de la historia social. Jamás envejeció Maravall a pesar de sus 75 años; hasta el final mantuvo su incansable vitalidad, su viva curiosidad intelectual, su trabajo infatigable y entusiasta. Tanto más llamativo cuanto convivió desde muy temprano y durante largos años con un corazón frágil, que nunca le doblegó. Sólo alguien como él, que creció en el tiempo, no sólo en sabiduría sino también en bondad, comprensión y generosidad, pudo realizar tan ingente obra como la que dejó tras de sí; siempre decía, al estilo ilustrado, que «trabajar no era más que un contrato que se tiene con la sociedad», y que, además, lo consideraba una gran suerte y privilegio porque trabajaba en aquello que le gustaba: «Yo me siento -decía- un hombre vocacional. He tenido la suerte de hacer aquello que me gustaba (…) según cada uno, el coste es inmenso, pero en total yo he tenido una vida con goces indecibles, caudales de ternura y de felicidad introducidos por otras personas, aunque claro, aun así, también he tenido problemas y sufrido disgustos y peligros. Y cuando me he sentido disgustado o triste me he puesto a trabajar y a la media hora se me ha olvidado».

Un historiador vocacional, un investigador apasionado de la Historia, que insistió siempre en que no se puede entender una sociedad de una época determinada sin conocer las ideas, las creencias, la «imagen mental» que los hombres y mujeres de ese momento tenían de sí mismos y de su acontecer. Pues esa imagen mental no es simplemente un reflejo de lo material, como una de las vulgarizaciones del marxismo de los años 60 propugnaba, sino que formaba parte de la propia «argamasa histórica». Lo que los humanos creen de su realidad, es probable que lo acaben haciendo realidad. Pues, como se demostraba en las propias ciencias duras, el mundo no se nos presenta en sí, sino a través de un complejo sistema de representaciones. Por ello, la importancia de una historia social de las mentalidades que era en parte la historia de los condicionamientos de una sociedad y que rompía con la imagen ingenua, mal entendida, de dualidad de ideas y cosas, de «infraestructuras» y «superestructuras». «Si se extrae una idea de una página mía -afirmó- sale chorreando datos, si se tropieza con un dato se hallará enseguida cómo fue interpretado. En historia, como en física, el dato y su interpretación son inseparables». Esta analogía de la historia con la física no está hecha al azar. Maravall es autor de una Teoría del saber histórico, pionera en nuestro país, en donde se analizan las consecuencias que la nueva visión del universo proporcionada por la física cuántica, la teoría de la relatividad, el principio de incertidumbre de Heisenberg y, en general, el desarrollo espectacular de las ciencias experimentales, tenían sobre las ciencias humanas y desde luego sobre la historia y la historiografía. De ahí el rigor y un cierto «endurecimiento» progresivo -que no inflexibilidad- de las disciplinas históricas, que se debían robustecer combinando verificación con especificidad y carácter flexible, pero en donde existían fronteras y reglas respecto a la ficción.

Una última palabra sobre Maravall como maestro. Él y otros profesores de la universidad de los años 60 y principios de los 70 fueron decisivos para unas generaciones que tuvimos la suerte de coincidir con ellos en un ambiente que suponía, dentro de la universidad y al margen de la dictadura, una paulatina recuperación de lo que había sido el trauma del exilio y la censura, con una libertad intelectual en las aulas, en los seminarios, en las discusiones de pasillo, en los libros y textos que leíamos, que era en verdad un contraste brutal con la situación de violencia y represión innegable que incluso a principios de los 70 llegó a estar instalada físicamente dentro de la universidad. Pero además Maravall y el grupo de maestros de entonces realizaron una labor a largo plazo todavía más fecunda: fueron la correa de transmisión para nosotros entre el antes y el después; nos proporcionaron el nombre y los libros de los ilustres ausentes; ayudaron de forma socrática a conocer y elegir entre opciones muy diferentes y supieron mantener el prestigio del saber y de la competencia como principio universitario.

Cumplieron la máxima weberianade que «dentro de las aulas no existe ninguna virtud fuera de la simple probidad intelectual». Por ello merecen nuestra gratitud y nuestro reconocimiento, máxime en un país como España en el que el mito del autodidactismo, del adanismo de un «momento cero», producto de la ignorancia y no asunción de la historia, como decía María Zambrano, o de una carencia egocéntrica que por vanidad o falta de autoestima no quiere reconocer que le debe nada a nadie, ha hecho estragos. Un agradecimiento, muy querido maestro D. José Antonio Maravall, que es «la memoria del corazón».

Carmen Iglesias , miembro de las RR.AA. Española y de la Historia y presidenta de Unidad Editorial.

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