Un hombre acabado

Este artículo quincenal, que he venido firmando desde hace algunos años en LA RAZÓN, puede muy bien ser el último, porque una ley para gente de letras jubilada me otorga la absoluta libertad de escoger entre seguir escribiendo y percibir la mitad de mi pensión, si los emolumentos pasan de nueve mil euros al año, o bien recibir la pensión entera, pero escribir con cálculo y medida para no pasar de esa cantidad fijada como producto permitido a mi trabajo.

Éste es un invento muy desconcertante, y realmente siniestro para escritores con pensiones bajas o muy bajas, que tendrán prohibido su propio trabajo para completarlas, y verán frustrada su vida sin el sentido del honor de la escritura que tenían, y por el que, a veces, han pagado un alto precio. Y es invento, desde luego, que nos lleva a la melancólica conclusión de que el Estado parece incapaz de ver a los escritores de papeles o de libros de otro modo que como «ingenieros de almas», según pensaba el señor Stalin, para conformar a los ciudadanos en una sola mente, y como absolutamente prescindible el trabajo intelectual literario y periodístico, u «oficio de gente sentada», ya sospechosa desde antiguo por los malsines del Santo Oficio. Pero ya parece haber llegado la hora final para esa gente literaria, como para los fotógrafos ambulantes. Todo el mundo tiene ya su cámara y seguramente su provisión intelectual y estética, y un escritor, por decisión estatal hombre acabado, no debe perturbar tal situación. Hará mejor en preocuparse de su subsistencia, pero por otros medios que aquellos para los que él cotizó, y la ley le aseguraba una pensión.

En una de las novelas de la señora P. D. James, uno de sus personajes, una escritora que atestigua en el caso de un asesinato, dice a la policía que ella escribe novelas rosa porque tiene treinta y dos lectores y no quiere defraudarlos, y la sargento comenta luego a su jefe que está maravillada de lo que es la fidelidad de un escritor; aunque, en España, tendría que haber pensado si el Estado se lo permitiría. Y entonces es cuando el escribidor se percata de que es como un superviviente en una sociedad como la muestra que ha consagrado el utilitarismo como el único valor moral y que, desde los tiempos del señor Dewey, considera que es llenar de telarañas las mentes infantiles o adultas con algo más que con el conocimiento del entorno, como a los gatos.

En aquel tiempo, se dio el primer ataque a las que es costumbre llamar «humanidades», que son únicamente el uso normal y serio del yo personal y de la razón humana; y el señor Bravo Murillo resumió un poco reciamente el asunto para los españoles, diciendo que «lo que aquí necesitamos no es gente que piense, sino bueyes que trabajen», y hoy se añadiría que fueran competitivos. De manera que parece haberse pensado que los escritores exitosos no necesitan pensión y los demás, como no han triunfado, han de atenerse a la consecuencia, como no válidos para la competitividad.

Y, dando vueltas a estos asuntos, me he acordado, de repente, de que el señor Miguel de Cervantes mucho tenía que ver con estas de confiscaciones, tasas y permisos para escribir, porque fue «escritor muy célebre, pero sin favor alguno», como dice Mayans y Síscar.

Don Francisco Márquez Torres, capellán del arzobispo toledano Sandoval y Rojas, amigo de Cervantes, cuenta que en una reunión de diplomáticos del séquito del embajador francés, en la que salió el nombre del escritor, Márquez dijo que era «un viejo, soldado, hidalgo y pobre» y ellos respondieron: «¿Cómo a un hombre así no le mantiene España?». Pero otro de los reunidos añadió: «Si es la necesidad la que le obliga a escribir, plegue a Dios que no tenga nunca abundancia para que él, pobre, enriquezca al mundo». Lo cual es muy ingenioso, pero en el caso de Cervantes y en el de todos los demás, muy injusto y muy terrible.

José Jiménez Lozano, escritor. Premio Cervantes.

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