No olvidaré nunca el día en que conocí a Juan Manuel de Mingo. Fue en 1994. Me acababa de llamar Alfredo Kraus: «Paloma, quiero enseñar y quiero que sea en tu Escuela». Todo el mundo admiraba —¡y admira todavía!— la técnica vocal de Kraus y él, que no había practicado apenas la enseñanza, sintió en ese momento de su carrera que tenía la obligación de entregar esa técnica a las nuevas generaciones. Estaba muy ilusionada, pero sin saber cómo hacer. Acabábamos de abrir la Escuela Reina Sofía con el patrocinio justo para cubrir cuatro cátedras: piano, violín, viola y violonchelo. ¡Pero cómo decir que no a Kraus! Eso era impensable. Entonces me fui a ver a Isidoro Álvarez, presidente de El Corte Inglés y de la Fundación Ramón Areces, sabiendo que la misión no era nada fácil. Al recibirme me presentó a Juan Manuel, que se quedó con nosotros toda la reunión. Isidoro estaba a la defensiva. «Paloma, ya doy unas becas para tu Escuela», me dijo nada más empezar, y al oírle comprendí que ahí había un malentendido. Lo de las becas era verdad, pero el error estaba en el verbo «dar». Yo estaba empeñada en superar ese concepto de patrocinio por beneficencia porque pensaba que la cultura tenía que hacerse mayor de edad y empezar a ganarse el sustento con dignidad, sin recurrir a la misericordia. Le contesté: «No he venido a pedir, Isidoro, sino a vender», y en seguida noté que la frase había dado en el blanco. A él se le cambió la expresión y la conversación cambió de tono. Desapareció el filántropo y su sitio lo ocupó el empresario. Le expliqué que al patrocinar la Cátedra de Canto recibiría una serie de retornos y oportunidades de comunicación para su empresa que acabarían rentabilizando la inversión. Él me «compró» la idea, como se dice ahora, y me compró también la Cátedra. Juan Manuel quedó encargado de llevar el proyecto adelante y ahí comenzamos una relación personal cotidiana y entrañable. Su reciente desaparición me ha causado mucho dolor.
Juan Manuel era un hombre cabal, de los de antes, de los que ya no quedan, o van quedando cada vez menos. Inteligente, audaz cuando hacía falta, trabajador incansable, perseguidor tenaz, hasta el final, de cada objetivo. Empezó en 1948 siendo el abogado de El Corte Inglés y terminó haciéndose una pieza clave —para muchos, «el alma»— de esa gran empresa. Fue promotor y pionero, además, del movimiento asociacionista de los empresarios españoles. Aportó mucho también, desde su profunda sabiduría jurídica, a la normalización de las ordenanzas laborales en el sector de la distribución. De Mingo pertenece a esa generación de empresarios españoles curtidos en la adversidad, que se encontraron un país devastado económica y moralmente por la guerra y que, en medio de grandísimas dificultades y carencias, contribuyeron a construir la España de hoy a base de esfuerzo, tenacidad y sentido positivo. Pienso desde luego en Ramón Areces e Isidoro Álvarez, pero también en Juan Miguel Villar Mir, Eduardo Barreiros y tantos otros.
Pero, además, Juan Manuel era un hombre de extraordinaria sencillez y naturalidad. Un hombre sin pliegues, espontáneo y cercano. Una de esas personas que te marcan y te hacen suyas desde el primer momento. Lo respetaban todos, incluidos sus adversarios en la brega empresarial. A nadie le he oído una palabra sobre él que no fuera de cariño o de admiración. Para mí, conocerlo y disfrutar de su amistad fue una de esas satisfacciones, al mismo tiempo profundas y sencillas, que da la vida y que agradezco profundamente. De ahí la sensación de vacío tan grande que la noticia de su muerte me ha causado.
Juan Manuel se ocupó siempre con enorme ilusión de la Escuela. Cuando, tras unos años maravillosos de entrega absoluta a sus alumnos, Alfredo murió vencido por la enfermedad, Juan Manuel tuvo la generosidad (y también la inteligencia) de añadir el nombre del maestro al indicativo de la Cátedra, que pasó a llamarse Cátedra de Canto «Alfredo Kraus» Fundación Ramón Areces. Después, vivió de cerca la incorporación sucesiva de dos grandes cantantes como profesores titulares: Teresa Berganza primero y Tom Krause después. Juan Manuel de Mingo reunía un refinamiento intelectual y espiritual fuera de lo común con un sentido llano y directo de las cosas, que lo acercaban a lo popular e incluso a lo castizo. Era un gran amante de la mejor música, pero también tenía gusto por la zarzuela (en lo que coincidía, por cierto, con Alfredo y Teresa). Seguía con mucha atención el desarrollo artístico de los chicos que pasaron por la Cátedra y le hacían feliz los triunfos internacionales de Aquiles Machado, Celso Albelo, Ana Lucrecia García, Iwona Sobotka y todos los demás.
Juan Manuel de Mingo se ha ido sin hacer ruido, con la discreción con la que vivió siempre. Le recordaré siempre.
Paloma O’Shea, presidente de la Fundación Albé.