Un hombre leal

Fue por encima de todo un hombre leal: a España, a la Constitución, a la Corona. Asturiano de pro, estudiante brillante en la universidad, después de participar durante la República en la defensa de Oviedo y en otras acciones militares por las que le condecoraron con la laureada colectiva y la Medalla Militar, ingresó en el Cuerpo de Intervención del Ejército, donde llegaría a la categoría de Teniente General Honorario. Fue secretario de seis ministros del Ejército y en los albores de la Transición Subsecretario del Ministerio de la Presidencia y de Información y Turismo, antes de entrar en la Casa del Rey como Secretario General y más tarde Jefe de la Casa.

En todos sus cargos públicos se caracterizó siempre por su eficacia, su equilibrio, su serenidad. Alguna vez que le pregunté cómo lo conseguía me recordó un pasaje de Stefan Zweig en el que evocaba el símbolo de los témpanos de hielo de los mares árticos que por mucho que rompan en ellos las olas, permanecen siempre enhiestos porque sólo una parte de la masa sobresale a la superficie; lo importante es que su base está protegida y equilibrada de las aguas que azotan al exterior.

Así era también Sabino, un hombre de principios y fudamentos que sobrevivió a las peores tormentas con dignidad y grandeza, sin ceder nunca en sus convicciones profundas diciendo la verdad aun a costa de sacrificios e incomprensiones.

En una fotografía que aparece con el Rey y que conserva en la librería de su despacho, la dedicatoria de Don Juan Carlos reproduce lo que de él pensaba el Rey: «A mi queridísimo, leal, fiel colaborador, secretario, Amigo, jefe, o sea: poco queda ya... Con un fortísimo abrazo, con el cariño y afecto sabes te profesa, Juan Carlos Rey».
No encuentro mejor síntesis del aprecio real y del reconocimiento de esa lealtad prestada en momentos tensos y difíciles como fueron los de la transición a la democracia, en la que él tuvo una participación tan activa como discreta y en especial aquella noche memorable del 23 de Febrero que recuerdan todos los españoles. Se comprende por ello que cuando el Rey le concedió el título de Conde de Latores con Grandeza de España, en el Decreto de Concesión, el Rey quiso dejar constancia expresa de que «me ha asistido en todo momento con agudo talento, prudente criterio, leal consejo y generosidad ilimitada en las tareas que me ha correspondido realizar a lo largo de una etapa trascendental de la historia de España, que ha culminado con el asentamiento de la democracia y la monarquía parlamentaria en el marco de la Constitución». Bellísimas palabras que muestran la generosidad del Rey y la lealtad del servidor de la Corona.

Sabino Fernández Campo sintió desde muy joven la necesidad de que España alcanzase el objetivo de concordia nacional. En los diferentes cargos públicos que desempeñó, y también fuera de oficinas y despachos, buscó por encima de todo el entendimiento entre los españoles. Antes incluso de que ese deseo estuviese en las leyes, asumió el pluralismo expresado a través de tendencias opuestas y manifestado en pareceres diferentes. En las difíciles circunstancias previas a las elecciones de 1977 se mostró observador discreto, analítico y siempre prudente en medio de aquella vorágine de acontecimientos que iban desde la amnistía política a la liquidación de las Cortes franquistas, el referéndum para la reforma política, la legalización de los partidos, incluido el partido comunista, y la convocatoria a las urnas de los españoles.

El se definía como un reformista moderado y postuló porque «la evolución de nuestro país se hiciera dentro de unas normas, en el marco de una ley, de la ley vigente en cada momento, con la que tenemos que ser respetuosos». Como recuerda Manuel Soriano en su libro «La sombra del Rey», en su toma de posesión como subsecretario de Información y Turismo, desveló una de las claves en la que basaría su pensamiento político: «siempre tengo muy presente ese viejo consejo que dice: habla nada de tí, poco de los demás y mucho de las cosas». El practicó siempre ese consejo y en ello se basaba su fama de discreto.

Su entrada en el Palacio de la Zarzuela fue un salto de la vida política al servicio de la Corona. Tuve la suerte de compartir con él muchos viajes acompañando a los Reyes alrededor del mundo. Me impresionó siempre su buen sentido, su visión, su espíritu de sacrificio a toda prueba, su generosidad, incluso responsabilizándose de culpas que asumía como propias, para descargar a otros de ellas. Como dijo de él con acierto su paisano el profesor Aurelio Menéndez, gran ministro e insigne jurista, «en Sabino destaca el valor de la entereza moral al servicio de la Patria. Une a la personalidad militar los valores intelectuales propios del talento universitario». Es muy cierto. Y lo es también su natural cortesía, la delicadeza de su trato, que formaban parte de su manera de ser: sencillo, cordial y receptivo. Entre sus talentos hay uno poco conocido: su virtuosismo como caricaturista de muchos de los personajes políticos y no sólo políticos de los últimos cincuenta años. Espero que tal vez algún día salgan a la luz.

En la Academia de Ciencias Morales y Políticas que fue uno de sus más queridos refugios durante estos últimos años y donde era actualmente presidente, ingresó por unanimidad con un espléndido discurso sobre «Una relectura de El príncipe de Maquiavelo» y reveló al final de su disertación una idea que ha repetido muchas veces: el papel del Rey en el Patronazgo de las Reales Academias, ejerciendo la misión constitucional de arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las Instituciones.

Su labor en la Academia ha sido de una rica contribución con planteamientos globales y aplicaciones prácticas a la realidad que vivimos y especialmente de las grandes cuestiones de Estado y en el mundo de la milicia. Su presidencia ha sido ejemplo de ecuanimidad, discreción y eficacia, fiel a aquella máxima de San Francisco de Sales «la mirada alta, el camino difícil y la manera de andar sin que se note». Y en muchas ocasiones destacó la importancia de los valores haciendo llamamientos a la regeneración moral de la sociead y de sus clases dirigentes.

No puedo terminar sin mencionar a la persona que estos últimos años ha acompañado en todo instante a Sabino, y sin la cual su perfil sería incompleto: María Teresa, su mujer. Ella lo ha sido todo en esta fase de su vida, esposa ejemplar, compañía constante, atenta, cuidadosa, vigilante. Gracias a su inteligencia y alegría le hizo feliz los últimos años de su vida y nos ha hecho felices a quienes hemos tenido el privilegio de acompañar a este maravilloso matrimonio.

Doy gracias a Dios de haber conocido a Sabino, un cristiano de sólidas creencias que practicó en silencio y con discreción las más altas virtudes y que fue un ejemplo de servicio a España y a la Corona.

Marcelino Oreja Aguirre, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.