Un hombre y una mujer se escriben

No es en absoluto frecuente, sino más bien excepcional, que se publiquen al tiempo tres títulos de un autor muerto hace casi 20 años. Homenaje que jóvenes editores y críticos dedican al que fuera uno de los más grandes talentos literarios del siglo XX, y tanto más valioso en cuanto que el celebrado, Juan Benet (1927-1993), no fue un escritor de éxito popular. Su valor se vio reconocido solo por un círculo de escritores y lectores tan irreductibles como tenaces.

Que Benet no tuviera el aprecio popular de Delibes, el periodístico de Umbral o el estatal de Cela es perfectamente comprensible y lo contrario habría sido satánico. Su posición estética era tan heterodoxa respecto de nuestra tradición que aún hoy su lectura precisa un manual de instrucciones, algo que ni Joyce, ni Celine, ni Manganelli necesitan. Lo cual es tanto más curioso en cuanto que sus análogos en las otras artes (Antonio Saura, Oteiza, Sainz de Oiza, Luis de Pablos) no han sufrido igual ostracismo.

No por pesimismo sino por lucidez, Benet intuyó muy pronto la soledad que le esperaba. En la espléndida introducción al primero de los libros que ahora comento (Ensayos de incertidumbre), Ignacio Echevarría sostiene que Benet, como Eliot, "preparó su propio advenimiento" mediante ensayos programáticos que exponían lo sustancial de su concepción de la novela y de la prosa en general. Así como Eliot hubo de reescribir la historia de la poesía inglesa para explicar lo que se proponía con su propia obra, así también Benet puso los fundamentos sobre los que iba a edificar la suya en diversos ensayos, muchos de los cuales son los recogidos por Echevarría en esta imprescindible selección.

El uso del ensayo como "profecía de sí mismo" sigue la misma estrategia en Eliot que en Benet, como puede comprobarse en otra notable antología de ensayos de T. S. Eliot, recogida y prologada por Andreu Jaume con el título La aventura sin fin y que complementa a la anterior. Se comprobará que ambos, Benet y Eliot, tenían la convicción de que el arte literario aporta un saber específico que ni la ciencia ni ningún otro arte puede alcanzar. Ambos defendían la jerarquía de la excelencia y despreciaban la literatura del halago moral, la oportunidad política o la vanidad personal. Pero esa seriedad no excluye el humor, sino que es su garantía: buena parte de los ensayos de Benet está compuesta desde la ironía y el sarcasmo. Eso fue lo que en ocasiones despistó de tal modo a sus lectores que tomaron por serio lo cómico y por chiste lo riguroso, porque la ambición de Benet fue la recuperación del grand style, el estilo elevado que, según decía, había ido decayendo a partir del barroco para acabar en una prosa demótica, sin altura ni arte, tan acomodaticia como la sociedad que la consumía.

El estilo elevado, como es lógico, no podía recuperarse crudamente mediante un pastiche (práctica muy anglosajona), sino con la previa creación de un espacio capaz de sostener ese lenguaje y si bien su modelo fue el condado faulkneriano de Yoknapatawpha, supo reconocer con regocijo el Macondo de García Márquez. Son estos unos lugares con verosimilitud geográfica, pero construidos solo para dar "espacio" a un lenguaje exterior al tiempo y la historia. El espacio de Benet se llama Región y es una de las grandes creaciones literarias españolas.

La segunda publicación, aunque menor, tiene importancia porque recupera uno de los escasísimos inéditos de Benet, las Variaciones sobre un tema romántico en las que a partir de un motivo y a la manera de la forma musical, se van sucediendo "variaciones" en las que el motivo aparece cada vez encriptado en una nueva situación narrativa. Aunque incompleto, el breve texto da una idea muy adecuada de ese radicalismo de Benet que podríamos llamar "soberanismo literario".

La tercera publicación es la más íntima y, sin embargo, esclarece todo lo hasta ahora comentado. Leyendo la Correspondencia entre Benet y Carmen Martín Gaite he tenido la permanente impresión de estar oyendo una conversación entre mis padres a través de la pared del dormitorio. Hablaban con esa sinceridad que solo es de uso cuando nadie puede oírte. A lo que se añadía la singular condición de que ambos habían muerto. Fue turbador y agobiante porque parecía que el muerto fuera yo.

Posiblemente los escritores sean quienes más sinceros e ingenuos se muestran en sus cartas, pues aunque traten de disimular o mentir sobre aquello que menos les halaga, nunca logran esconderlo: se traicionan en cada giro de una escritura que ellos creen dominar, pero de la que son servidores. Me refiero, claro está, a los grandes escritores, los que merecen el apelativo de artistas. Las cartas, editadas con singular inteligencia por José Teruel, forman uno de los más bellos libros del año y uno de los más patéticos también.

Desde las primeras cartas se advierte el chispazo de inteligencia mutua que debió de saltar entre ambos en alguna de las reuniones o tertulias a las que asistían, cada uno por su lado, en la lóbrega atmósfera del franquismo. No eran adolescentes que pueden confundir la comezón hormonal con la admiración intelectual, ambos estaban ya en la frontera de los 40, así que tenían pocas posibilidades de variar los aspectos medulares de su vida. Habría que añadir que las alteraciones que en efecto se produjeron fueron por causa externa y en ambos casos trágica, la muerte de los hijos, el suicidio de la esposa, desastres que no afloran en su correspondencia (los dos militaban en el estoicismo) y el lector lo agradece.

En estas cartas no hay la menor sombra frívola porque ambos tenían una pasión predominante: la literatura. No le pedían al cómplice nada que no fuera su juicio e ideas sobre la prosa literaria. Así que la primera carta (la invitación) viene de la mujer y es un desafío para que el varón exponga su modo de entender este arte solitario, desesperante y gozoso que es la escritura. Ella promete contribuir al intercambio y para pasmo de quienes lo conocimos, Benet acepta la oferta y envía con absoluto aplomo algunas de las mejores páginas que le hemos leído sobre el oficio de escribir, perfectamente complementarias a las editadas por Echevarría.

A aquellas cartas posiblemente Martín Gaite contestaba con esmero, pero no se han conservado más que unas pocas, como si el azar hubiera decidido una historia dominada por el varón, en la que el lector constata y sufre la sumisión de la mujer. A las cartas de Martín Gaite no les faltan buenas razones, elegancia e inteligencia, pero ella misma se percata (y así lo dice) de que su papel es el de la allumeuse; la tarea fatigosa, tenaz, agonística, queda para Benet.

Con el tiempo ella se cansó de su papel y le pidió a Benet más atención al acto. Y Benet se revolvió como la fiera a la que se impide ejercer la dignidad de su especie. Así que la correspondencia se fue haciendo cada vez más escasa y tartamuda, y aparecerá incluso el rencor en 1970 cuando ella observe que Benet se está desviando hacia otra meta literaria menos pasional, más fría, más técnica, aunque quizá más sabia, y con esa crueldad que solo ejercen impunemente algunas mujeres, le dirá cuatro verdades que Benet no habría soportado de absolutamente nadie.

El final, el terrible final, es el de dos extraordinarios escritores agotados, derrotados por la vida y por el arte, que se encuentran, como la pareja de Bergman al final de Escenas de un matrimonio, cada uno en una esquina de la habitación vacía, sentados en el suelo con las rodillas abrazadas y tratando de entrever a la luz de un fuego que se apaga los viejos rasgos, los amados rasgos de alguien que años atrás había sido el domingo de la vida.

Por Félix de Azúa, escritor.

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