Un homenaje a los héroes cotidianos

Percival Manglano, analista de asuntos internacionales (ABC, 12/08/05)

EL objetivo terrorista es convertir lo cotidiano en terrorífico. El precedente de muerte y destrucción que causa un atentado pretende extender la idea de que un acto tan cotidiano como es el de coger un metro, un autobús o un tren de cercanías para ir al trabajo es una práctica de alto riesgo. Los atentados de Londres del pasado 21 de julio -en los que las bombas en los metros y autobús no llegaron a explotar- son buena prueba de ello: la amenaza terrorista es tanto más seria cuanto que son los propios terroristas quienes deciden si las bombas explotan o no.

El 11-S llevó el terror al lugar de trabajo. Estar sentado en la oficina o agachado luchando con una fotocopiadora atascada puede ser el preludio de una tragedia si por la ventana puede entrar un misil en forma de avión que haga desplomarse el edificio entero. Si con el 11-S el terrorismo quiso demostrar que nadie podía sentirse a salvo en su lugar de trabajo, en Madrid y en Londres ha querido dejar patente que tampoco lo puede estar yendo al trabajo.

Como en tantas otras ocasiones, el terrorismo islamista se solapa aquí también con el de ETA. Los dos han sembrado de terror la vida de gente que se encontraba en situaciones de pura rutina diaria, gente como los clientes de la tienda de Hipercor, los dormidos moradores de la casa cuartel de Zaragoza o los pasajeros de la furgoneta en la Plaza de la República Dominicana. Se solapa también, evidentemente, con el terrorismo en Irak donde la muerte acecha en la cola de reclutamiento de la Policía, en el mercado, a la salida de la mezquita o en el remolino de niños que recibe caramelos de soldados norteamericanos.

Nuestras vidas están marcadas por los actos cotidianos. El ser humano es un animal de costumbres que encuentra seguridad en actos que repite constantemente. Nos sentimos cómodos siguiendo rutinas diarias que prevemos serán las mismas que las que fueron ayer y serán mañana. Queremos que las sorpresas sean las menos posibles y, cuando ocurren, que sean agradables. El terrorismo aspira a aterrorizarnos aniquilando la sensación de seguridad que nos da la rutina. Siembra nuestras vidas de sorpresas destructivas. Sorpresas que matan hoy y amenazan con hacerlo mañana. Quiere sembrar el miedo en el corazón de nuestra vida en sociedad, un corazón que late normalmente a un ritmo previsible, rutinario. Desea alterar el pulso de este corazón hasta lograr infartarlo.

La rutina profesional es objetivo terrorista también en cuanto que ésta es la base de los logros de nuestras sociedades. Nuestros avances sociales, nuestra prosperidad, nuestras libertades son fruto de nuestro esfuerzo y de nuestra organización. Lo que nos distingue de las apocalípticas sociedades que quieren imponer los terroristas son los avanzados bienes sociales que genera nuestro trabajo. Para romper nuestro progreso, los terroristas aspiran a romper la voluntad de los ciudadanos que construyen este progreso, romper la sensación de seguridad que les acompaña en el desempeño de sus labores cotidianas.

El primer ministro Blair expresó bien esta idea al contraponer la voluntad constructiva de los británicos con la destructiva de los terroristas. Y subrayó que la primera es más fuerte que la segunda. No cupo en su mensaje referencia alguna a una injusticia que pudiese explicar la acción terrorista. La injusticia ha sido que decenas de londinenses hayan muerto por el mero hecho de subirse a un medio de transporte público. Esa es la injusticia que nuestros responsables políticos deben denunciar y combatir. Además, como descubrimos más tarde, los terroristas de Londres eran británicos. No habían sufrido en carne propia las injusticias y pobreza que tantos otros sí sufren bajo regímenes autoritarios. ¿Por qué murieron el 7 de julio cuatro terroristas británicos en nombre de unos agravios que no habían vivido nunca en primera persona?

La injusticia existe en el mundo, pero su relación con el terrorismo no es evidente. Los responsables de la masacre londinense son prueba, una vez más, de que la ideología terrorista es una fabricación de una realidad paralela en la que los mitos y los legados históricos inventados sustituyen a la experiencia vivida en primera persona. Es una ideología del odio cuyo objetivo es fomentar ánimos de revancha criminal, independientemente de cuáles sean las realidades que deban justificar dicha revancha. Esto es algo que los españoles sabemos bien tras treinta años de terrorismo etarra.

No cabe más que un sentimiento de admiración hacia los españoles, británicos, iraquíes, norteamericanos, turcos, egipcios y tantos otros que, en los días siguientes a los atentados y en todo momento desde entonces, continúan con sus vidas cotidianas. Montarse en un Metro, un tren de cercanías o un autobús, ir al mercado o hacer cola en una estación de policía al día siguiente de un atentado es un acto de heroísmo. Heroísmo indispensable para vencer al terrorismo.

Si los terroristas han pretendido atemorizar a los millones de usuarios del transporte público para intentar hacerles creer que sólo los héroes se montarían en un Metro cada mañana, lo único que han conseguido es convertirlos a todos en héroes. Héroes tanto más heroicos cuanto que no son conscientes de su heroicidad y simplemente continúan con su vida normal de todos los días. Su determinación es la de los héroes cotidianos.