Un humanista puertorriqueño

Esteban Tollinchi era más bajo que alto y tenía unos ojos azules que solían sonreír con frecuencia, casi siempre con una chispa de malicia y de burla. Pero extremaba la cortesía hasta la afectación y su cuidado de las formas era tal que nunca fue a dar clases sin saco y corbata, aun en lo más tórrido del verano puertorriqueño.

Aunque había sido estudiante universitario en Roma, Heidelberg y Madrid, y se movía por la geografía, la historia y la cultura de Europa como por su casa, era un puertorriqueño convicto y confeso, que nunca quiso apartarse de su islita natal donde escribió, enseñó, estudió y pasó la mayor parte de su vida. Hablaba un español muy caribeño, cantadito y palomilla, tenía un acerado sentido del humor y era muy capaz, después de explayarse un buen rato sobre Heidegger o Platón, de lanzarse a bailar una tarantela o una movida plena.

Lo conocí a los pocos días de llegar a Puerto Rico por primera vez, en 1968, para enseñar en la Universidad, en el recinto de Río Piedras. Los ocho meses que pasé allí aquella vez fueron de los más gratos y estimulantes que he pasado en mi vida. Tuve estudiantes de lujo, que luego, como Rosario Ferré, Carmen Vásquez, Luce López-Baralt, Susan Homar y otros destacarían en la creación, la investigación y la crítica, y cuyo empeño y talento eran un permanente fermento intelectual para mí, e hice decenas de amigos con los que, pese a la distancia y a las largas ausencias, siempre he mantenido un cálido vínculo.

Entre esos amigos, Esteban Tollinchi fue el más asiduo y fraterno. Desde la primera vez que conversamos me quedé asombrado con la diversidad y profundidad de sus conocimientos. Leía en nueve lenguas, entre ellas el griego clásico y el latín, y, además de la Filosofía, que era su especialidad y la materia de su cátedra, le apasionaban la historia, la literatura, la filología, la antropología, el arte y, en general, todas las manifestaciones del saber humanístico.

Pero no era un diletante, un picaflor que iba y venía por la superficie de todas esas disciplinas que excitaban su curiosidad. Basta leer los libros que dedicó a Thomas Mann (dos, uno de ellos sobre el Doktor Faustus), a Proust, a la cultura italiana (Arte y sensualidad), a Unamuno y sus ciclópeos dos volúmenes sobre las ideas fundamentales de la cultura del siglo XIX (Romanticismo y Modernidad) para asombrarse con la riqueza de su erudición, la hondura y sutileza de sus juicios y su elegancia expositiva.

Muchas veces me tocó visitar museos con él, o ir juntos al teatro y a la ópera, en nuestros esporádicos encuentros en las ciudades europeas a las que él volvía siempre en sus vacaciones. Era tan extraordinario cicerone que me daba la impresión de haberse preparado para aquella visita con copiosas lecturas y anotaciones. Pero, no; toda aquella información la tenía almacenada en la cabeza y la actualizaba sin cesar por el inconmensurable amor, la religiosa admiración que sentía por Europa.

En uno de los ensayos de Russian Thinkers, Isaías Berlin se refiere, con una ironía no exenta de ternura, a aquellos intelectuales rusos del siglo XIX que, por hallarse a la periferia de Europa occidental, idealizaban las artes, las letras y las ideas que venían de allí y soñaban con aclimatarlas en su propio país, como la mejor receta para sacar a Rusia del despotismo y alcanzar la libertad y la modernidad. (Tom Stoppard ha llevado esta historia al escenario en su formidable épica teatral de nueve horas La costa de la utopía). Desde que leí aquel ensayo de Berlin sobre Herzen, yo pensaba siempre en Esteban Tollinchi. Él también tenía a Europa como la fuente de una belleza artística y una sabiduría intelectual gracias a las cuales la vida del planeta se había enriquecido de manera extraordinaria.

Era un puertorriqueño de nacimiento y un europeo por afinidades y vocación y ambas cosas se fundían en él sin el menor trauma, como en Borges ser argentino y universal, o en Joseph Conrad ser polaco e inglés y enSamuel Beckett irlandés y francés.

Vivía fascinado con la riqueza intelectual y artística de la Grecia clásica, de la Italia del Renacimiento, de la Inglaterra isabelina, de la Alemania de los grandes músicos y filósofos, de la Francia de los grandes poetas y novelistas, de la España de Unamuno, de Ortega, de Machado, de Valle Inclán. Y dedicó su vida entera a estudiar con desvelo y amor esa cultura cuya intensidad, belleza y creatividad fue explicando y promoviendo entre sus millares de alumnos a lo largo de más de 40 años. En las conversaciones entre amigos, sobre todo cuando se entusiasmaba con un chisme o se reía, solía tartamudear. Pero no le ocurría jamás en sus clases y conferencias, en las que se desenvolvía con total fluidez, sin el más mínimo tropiezo.

Muchas veces oí a amigos comunes compadecerlo por su aislamiento y soledad. Lamentaban que no tuviera una familia, que se pasara los días, los meses y los años, encerrado entre sus libros de su pequeño departamento de Hato Rey, leyendo y escribiendo. Que la única persona con la que mantenía una continua comunicación fuera su vecino y colega de la Universidad, Heber Iglesias, con quien iba una vez por semana al cine a ver melodramas o policiales y luego a comerse un pollo frito -siempre la pierna y el ala- al Kentucky Fried Chicken. A mí me indignaba que se apiadaran de él. Nunca estaba solo y jamás se aburría, porque sólo se aburren los tontos y los ociosos y él no era ni lo uno ni lo otro. Cuando Tollinchi hablaba de Petrarca o de Goethe, o cuando recitaba de memoria un soneto de Shakespeare, a mí me daba la impresión de que se trataba de parientes suyos muy cercanos, de familiares con los que mantenía una vivísima, entrañable relación.

Su interés cultural por Europa era tan grande como el absoluto desinterés que le merecía América Latina. Mis esfuerzos por interesarlo en la literatura de una comunidad de la que él formaba parte, con la que compartía el idioma, la historia y los problemas, fueron siempre inútiles. No es que tuviera el menor desdén por lo que ocurría en el ámbito cultural latinoamericano; simplemente, estaba demasiado absorbido por la enormidad de la empresa a la que había consagrado su vida -impregnarse de cultura europea hasta las heces- como para volcarse en otras aventuras intelectuales.

Acaso enseñar fuera para él tan importante como escribir y leer. Lo hizo por más de cuatro décadas en la Universidad de Puerto Rico y siempre se jactó de no haber repetido nunca un curso, de renovarlo cada año de principio a fin. Preparaba sus clases con una excitación infantil, como un niño al que se le hace agua la boca adivinando el helado inminente que se va a despachar. En una época dictaba un curso itinerante, a un grupo selecto de estudiantes a los que por un semestre paseaba por Europa. Uno de esos privilegiados estudiantes me contó una vez que no era fácil sobrevivir al ritmo frenético de aquellas expediciones culturales del profesor Tollinchi: levantarse al alba, recorrer ruinas, monumentos, museos, iglesias, escuchar clases en plazas públicas, cafés, trenes y pernoctar en pensiones modestísimas. "¿Para qué ahorras tanto, Esteban?", lo fastidiábamos sus amigos. "¡Qué vas a hacer con todos esos ahorros cuando te mueras!". Ahora ya sabemos para qué se había impuesto un modo de existencia tan frugal como era la suya: para dejar todo su patrimonio -un millón de dólares, nada menos- además de sus libros y manuscritos a la Universidad de Puerto Rico, en la que estudió y profesó.

Espero volver muchas veces todavía a Puerto Rico. Pero sé que estas nuevas visitas, aunque en ellas, como en ésta que acabo de hacer, goce y me divierta reencontrando a los viejos amigos, y nos emocionemos todos recordando las anécdotas y chismografías, y descubra cosas nuevas -como las artes mágicas de conferencista del excelente novelista que es Luis Rafael Sánchez- algo, alguien, faltará, para que la alegría sea tan completa como otras veces.

Mario Vargas Llosa