Un huracán democrático

Nada nos hace concentrarnos mentalmente como una crisis en toda regla. Como millones de personas más en la ciudad de Nueva York, oí al huracán Sandy sacudir mis ventanas y mis puertas. Tuve más suerte que muchos. Lo único que hizo fue sacudirlas.

Durante muchos años, los expertos han estado advirtiendo que esa clase de tormentas arrollarían las anticuadas infraestructuras urbanas de la ciudad. Agua salada entró a raudales en las estaciones de metro abiertas. Los daños en el sistema de suministro de electricidad redujo una tercera parte de Manhattan a un estado de obscuridad premoderno y eso fue sólo en Nueva York. En ciertas zonas de Nueva Jersey, muchas personas afortunadas por tener aún una casa están incomunicadas por ríos de aguas residuales que llegaban hasta sus puertas.

Nadie puede decir con seguridad si esa tormenta concreta fue causada por el calentamiento planetario, pero casi todos los expertos convienen en que los efectos de la fusión del hielo polar y el aumento del nivel del mar empeorará las tormentas futuras y, sin embargo, ninguno de los dos candidatos de la campaña presidencial de los Estados Unidos se molestó en mencionar las consecuencias potencialmente catastróficas del cambio climático.

En ese sentido, el huracán Sandy fue como la violencia de las armas. Durante todo el período de la campaña –y pese a que en él se ha dado mucha publicidad a varios tiroteos en masa– ni el Presidente Barack Obama ni su opositor, Mitt Romney, quisieron examinar el problema de las leyes de muchos estados que permiten casi a cualquiera portar armas letales y propagar en derredor la muerte al azar.

Naturalmente, la razón es que abordando esos asuntos no se obtienen suficientes votos. Aun cuando una mayoría de americanos están convencidos de que el cambio climático es una realidad, los desastres futuros parecen muy lejanos o podrían suceder en otro sitio; así, pues, ¿por qué preocuparse por ellos ahora? Tal vez se debiera hacer algo más para proteger a Nueva York, entre muchos otros lugares, contra futuras inundaciones, pero, como dijo un ex funcionario de la ciudad a un entrevistador: “Mientras no suceden estas cosas, la gente no está dispuesta a pagar por ello”.

¿Indica eso una grave deficiencia en el sistema democrático? Al fin y al cabo, la mayoría de los votantes piensan en sus intereses inmediatos –menos impuestos, más puestos de trabajo, precios menores de la gasolina y demás– y no en la planificación para el futuro, que, en cualquier caso, es imprevisible. Queremos sentirnos bien ahora mismo y ése es precisamente el sentimiento que procurarán satisfacer los políticos democráticamente elegidos. Ya se encargará el futuro de los sucesos futuros.

Esa actitud no carece de razón de ser. La clase de políticos que impone sacrificios en pro de utopías futuras ha causado inmenso sufrimiento humano al servicio de diversos ideales imposibles. Más vale, pues, atenerse al aquí y ahora.

Sin embargo, aplazar, en pro de la satisfacción inmediata, cierto grado de planificación para el futuro bien colectivo puede ser tan desastroso como abandonarse a los planes utópicos. Tal vez haya algunas formas no utópicas de trascender los intereses egoístas y hacer lo que es necesario. Por ejemplo, en diversos países los votantes han sentido la tentación de elegir a magnates de los negocios: basta de políticos que se pelean por intereses egoístas; que hombres fuertes y decididos tomen el mando y dirijan los países como grandes empresas.

Silvio Berlusconi fue una de esas figuras. Mitt Romney, de forma más suave y menos exuberante, ha apelado a esos sentimientos también: sabía dirigir una compañía de inversiones, conque, ¿por qué no el gobierno federal de los EE.UU?

Sin embargo, en la práctica semejantes políticos magnates tienen sus propios intereses y satisfacciones que perseguir. Berlusconi dirigió, en efecto, a Italia como sus empresas: como un feudo privado, ascendiendo a sus amiguetes, intimidando a los críticos y pagando grandes sumas de dinero a cambio de una devoción esclava, y, dos años después del terremoto de L’Aquila, ocurrido en 2009 y que mató a centenares de personas, no se ha hecho gran cosa para reconstruir la ciudad, pese a un torbellino inicial de trucos publicitarios en los que se mostraba a Berlusconi tocado con casco de bombero y encargándose personalmente del asunto.

¿Y qué decir de los más serios tecnócratas que dirigen la República Popular Leninista-capitalista de China? Con frecuencia se ha aclamado el “modelo chino”, que combina una economía capitalista con un gobierno autoritario, por considerarlo superior a los complicados y vacilantes procedimientos de las democracias liberales encaminados a la consecución de avenencias. Los dirigentes de China, al no tener que preocuparse por las elecciones, pueden permitirse el lujo de planificar a más largo plazo y hacer lo necesario sin verse obstaculizados por mezquinos intereses egoístas o una prensa crítica.

Esas disposiciones han posibilitado, en efecto, a China construir ciudades enteras en pocos años, además de trenes de alta velocidad, teatros de ópera, estadios, parques industriales, diques inmensos y demás. Muchas personas han salido de la pobreza y las que contaban con las conexiones políticas oportunas se han enriquecido inmensamente.

Pero la falta de transparencia de ese tipo de autocracia ha propiciado también una corrupción en masa y unos errores enormes, por no hablar de las señales en aumento de ruina ecológica. Los chinos que critican a su Gobierno o incluso quienes simplemente desean notificar errores o delitos son silenciados con mano dura: palizas en las comisarías de policía, sentencias de cárcel draconianas o incluso asesinatos.

Eso es lo que ha ocurrido a los padres que expresaron a las claras su ira por las escuelas mal construidas que se desplomaron con el terremoto de Sichuan y provocaron la muerte de sus hijos. Los niños murieron porque funcionarios locales corruptos habían permitido a los constructores enriquecerse utilizando materiales de construcción de calidad inferior.

Pese a sus fallos, un sistema en el que los funcionarios democráticamente elegidos deber rendir cuentas públicas y pueden ser destituidos mediante los votos sigue siendo preferible al gobierno de los magnates o los tecnócratas y a veces se hacen cambios radicales incluso en las democracias, aunque con frecuencia es necesaria una grave crisis para movilizar a los votantes tras un impulso colectivo en pro de reformas esenciales, como ocurrió con la Gran Depresión del decenio de 1930, que propició el advenimiento del Nuevo Trato de Franklin Roosevelt.

Tal vez el huracán Sandy sea un acicate para que los ciudadanos y los políticos de los EE.UU. se tomen en serio el cambio climático y apliquen las políticas públicas encaminadas a proteger las ciudades y zonas costeras americanas. De ser así, nuestra única esperanza es la de que esta crisis no haya llegado demasiado tarde.

Ian Buruma, profesor de Democracia, Derechos Humanos y Periodismo en el Bard College. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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