Un ilustrado del siglo XX

La muerte de Gregorio Peces-Barba supone una pérdida irreparable que nos debilita a todos. Especialmente ahora, cuando España sufre y resiste con grandes sacrificios el cerco de una crisis despiadada, que hiere nuestra prosperidad, erosiona la concordia y socava la confianza en nosotros mismos como país. Perder un padre de la Constitución, un político propicio al diálogo y un universitario que nunca bajó la guardia apasionada del conocimiento, dañan profundamente el substrato simbólico que cimienta nuestra democracia desde la Transición.

Sin Gregorio Peces-Barba se agrava el peso de la fatiga cívica que prende en el ánimo de tantos. Lo hace porque, con su desaparición, nuestra sociedad se queda un poco más huérfana de referentes intelectuales y políticos desde los que afrontar con responsabilidad, sentido de Estado, moderación y sensatez la difícil coyuntura que nos toca vivir. No solo porque se apaga el testimonio vivo de uno de los protagonistas que hicieron posible la superación de la confrontación de las dos Españas, sino porque su fallecimiento contribuye al olvido progresivo de la voluntad de entendimiento generacional sobre la que se construyó la democracia del 78.

Nuestro país tiene por delante un escenario en el que no puede quebrarse la paz social ni prender la desesperanza frente al futuro. Hemos tenido éxito como país y tenemos que ser fieles a esta convicción. Mucho nos ha costado llegar hasta aquí como para que ahora se desdibuje nuestra insistencia en reconocernos como lo que somos: una gran nación que ha materializado, a partir de la Constitución, todos los anhelos colectivos que, desde las Cortes de Cádiz, quedaron pendientes de realizarse generación tras generación. De hecho, todos tenemos la obligación de contribuir día a día a que perduren el espíritu de conciliación, diálogo y respeto hacia el otro que hacen posible nuestra civilización democrática, ya que en la vivencia de estos valores nos sentimos todos como parte de un mismo proyecto.

Gregorio Peces-Barba creía en ello y siempre defendió estos principios. Más allá de las discrepancias, que nunca las ocultaba porque creía en la fortaleza crítica de la democracia y el pluralismo que la sustenta, defendió el valor ético intrínseco que nace del respeto a la Ley como expresión de la mayoría y a los derechos que amparan la dignidad de la persona, bien cuando actúa a título individual como colectivamente.

Su visión de la política se alimentaba de un fuerte componente ético de servicio público y defensa del interés general. En sus ideas se conciliaba la herencia de lo mejor del liberalismo y lo mejor del socialismo, a la manera de pensadores como Harold Lasky, Hans Kelsen o Julián Besteiro. De ahí que siempre exigiera a los políticos una épica cívica que fuera capaz de sobreponerse enérgicamente frente a las dificultades que impone la realidad y, de paso, ilusionar y concitar el espíritu de superación y progreso que debe impulsar a los pueblos cuando se enfrentan a retos en los que se forja su carácter e, incluso, se pone en cuestión su vocación democrática.

Tal es así que estoy seguro de que en estos difíciles momentos de zozobra colectiva por los que atraviesa España, asumiría a pies juntillas aquello que afirmaba Manuel Azaña en medio de la riada que se llevó por delante la II República: “Tener miedo es humano, y si usted me apura propio de hombres inteligentes. Pero es obligatorio dominarlo cuando hay deberes públicos que cumplir”.

Hijo del bando republicano represaliado por el franquismo, inició su carrera académica de la mano de Joaquín Ruiz-Jiménez con una tesis doctoral sobre Jacques Maritain y el personalismo. Vinculado tempranamente a Izquierda Democrática, soportó la hostilidad de la dictadura y se enfrentó a ella desde la práctica de la abogacía y su militancia clandestina en el PSOE. En tan difícil educación sentimental fraguó su personalidad de jurista que trató de conciliar la política y la academia. No siempre lo logró y algunos claroscuros y controversias provocó su intento de armonizar ambas vocaciones. Con todo, hay que reconocer en él su empeño por ser fiel, con mayor o menor fortuna, al intento de materializar aquel ideal de Justicia que tan plásticamente dibujó su admirado Ihering en la Lucha por el derecho. Pero de todas las facetas personales que acompañan su biografía la más importante fue, sin duda, la de universitario, tanto en el papel de docente como en el de investigador.

En realidad, su pasión más importante radica en el conocimiento, que interpretó bajo coordenadas ilustradas y dentro de un proyecto regeneracionista de hondas raíces krausistas. Sería prolija la enumeración de sus obras y las líneas de investigación que desarrolló durante su vida científica. Localizada sobre el estudio de los derechos humanos y la fundamentación ética de una teoría positivista de la justicia, ha aportado a la filosofía del derecho española una dimensión de extraordinario reconocimiento dentro y fuera de nuestras fronteras. Admirador de Kelsen, Bobbio y Dworkin, deja tras de sí una escuela de discípulos de primer nivel investigador que han continuado las inquietudes intelectuales de su maestro.

Fruto de su larga dedicación académica es la plasmación de la Universidad Carlos III de Madrid, como una universidad pública de calidad donde la excelencia en la docencia y la investigación han supuesto un auténtico revulsivo para la vida universitaria de nuestro país. Quizá su mayor legado, y el más querido por él, sea este. De hecho, quien desee palpar los anhelos intelectuales de Gregorio Peces-Barba debe asomarse a los campus universitarios de Getafe y Colmenarejo, donde el siempre anhelado equilibrio entre la política y la academia, que acompañó toda su vida, cobró por fin una forma definitiva al plasmar un espacio público en el que la pulsión del Sapere aude! kantiano que marcó su apetito de saber logró expresarse como un proyecto racional y ponderado de servicio público, que miles de universitarios españoles han hecho suyo.

Estoy seguro de que su ejemplo cívico prenderá en todos ellos, mientras muchos, desde la discrepancia, echaremos en falta sus críticas casi siempre bien fundadas. Ojalá que el diálogo fluido que este país necesita más que nunca al defender la cosa pública, no se resienta. No nos merecemos perder la fortaleza de nuestra unidad como pueblo. Y es que, como pensaba Gregorio Peces-Barba: la diferencia respetuosa y sincera nunca podrá debilitar la comunidad democrática si existe la voluntad de querer compartir un horizonte común de dignidad colectiva.

José María Lassalle es secretario de Estado de Cultura.

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