Un juego sin ganadores

Una competición limpia se caracteriza por tres requisitos: que intervengan varios participantes, que todos tengan la misma meta y que las reglas se hayan acordado con antelación.

En la carrera por el puesto más alto de la Unión Europea, es decir, el cargo de presidente de la Comisión, solo se cumplen dos de ellas. Hay montones de candidatos que ambicionan ocuparlo, y todos quieren mudarse a la 13ª planta del edificio Berlyamont en Bruselas. En cuanto a las reglas que determinan cómo se elige un ganador entre los hombres y mujeres deseosos de hacer carrera, nadie se ha pronunciado explícitamente. El problema es que, a falta de disposiciones claras, cada contrincante interpreta las condiciones a su favor.

Esta ambivalencia alimenta el calor de una disputa poco de extrañar, pero, por ello, más peligrosa para la subsistencia de la Unión Europea. Tanto los grupos del Parlamento Europeo como los jefes de Estado y de Gobierno de la UE reclaman para sí el derecho a decidir sobre el nombramiento más importante a escala europea. Ni siquiera los grupos parlamentarios se han puesto de acuerdo respecto al procedimiento para elegir al aspirante. Los dos candidatos oficiales, el conservador alemán Mandred Weber y el socialdemócrata holandés Frans Timmermans, reclaman que solo un candidato principal (Spitzenkandidat) pueda llegar a ser jefe de la Comisión. Ambos argumentan que cualquier otro procedimiento es antidemocrático. Al fin y al cabo, ellos han recibido el mandato de los electores. Los verdes y los liberales no opinan lo mismo, y se remiten a su interpretación de las reglas, según la cual en ningún sitio está escrito que los candidatos principales sean la única opción para encabezar la Comisión. En consecuencia, los verdes entraron en campaña con dos representantes, y los liberales hicieron lo mismo con un equipo de siete competidores.

Igual que disienten sobre el método, los grupos del Parlamento cierran filas contra la otra parte interesada: los jefes de Estado y de Gobierno. Estos últimos no tienen la menor intención de permitir que la Eurocámara les imponga el próximo presidente de la Comisión. También en este caso se persiguen intereses particulares que, al final, lo único que hacen es socavar la credibilidad de la Unión Europea.

Los electores de toda Europa se han pronunciado, pero tras la votación sigue habiendo tantas incógnitas como antes. Un balance vergonzoso para una Europa que se tiene a sí misma por morada y custodia de la democracia. En vez de seguir un procedimiento establecido previamente, se maquina a escondidas para hacerse con el poder como en una república bananera cualquiera. Si estos procedimientos causan desazón democrática a alguien, es que tiene buen instinto. Los chanchullos sin ley de las trastiendas de Bruselas le cuestan a Europa nuevas porciones de una confianza preciosa de la población, y acaban por reforzar solamente a los populistas tanto de izquierdas como de derechas.

Por tanto, es urgente definir nuevas reglas de juego para otorgar el poder que sean vinculantes. Por el momento, el párrafo 7º del artículo 7º del Tratado de la Unión dice únicamente que, tras las elecciones europeas, los jefes de Estado y de Gobierno propondrán un candidato con una mayoría cualificada para el cargo de presidente de la Comisión teniendo en cuenta el resultado de la votación. Sin embargo, “teniendo en cuenta” puede significar cualquier cosa. Lo único seguro es que el Consejo de jefes de Estado y de Gobierno propone un candidato, y que el Parlamento puede rechazarlo o confirmarlo por mayoría absoluta.

Un procedimiento evidente sería que los jefes de Estado encargasen al grupo parlamentario más numeroso la formación de una mayoría. Si el grupo lo consiguiese, podría nombrar al presidente previa consulta con los jefes de Estado de las correspondientes familias de partidos. Si fracasase, el encargo pasaría al segundo grupo en número de diputados. Al final, el Consejo de Europa siempre podría decidir sobre los demás altos cargos de la Unión, velando así por el equilibrio entre partidos, regiones y sexos.

La objeción de que para ello sería necesario modificar el Tratado de la Unión es fácil de rebatir. En realidad, lo único que habría que cambiar sería el modo de proceder habitual. A los jefes de Estado y de Gobierno les correspondería renunciar a un poco de su poder para que los procesos fuesen más transparentes y, con ello, más democráticos. Sería peligroso ignorar el creciente malestar de la población por las evidentes deficiencias estructurales. Antes de votar, los electores europeos tienen derecho a saber cómo influirá después su papeleta. Al fin y al cabo, la Unión Europea no es una república bananera, así que sería deseable que no lo pareciese.

Silke Mülherr es subdirectora de información Internacional de Die Welt

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