Un ladrón de guante negro

Por Pedro J. Ramírez, director de El MUNDO (EL MUNDO, 24/10/04):

Hay que remontarse 400 años en la Historia de España para encontrar alguien que robara más dinero del Tesoro Público desde un cargo más alto y dejando el suficiente rastro como para que los tribunales lo acreditaran. Y es que desde los tiempos de Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, más conocido como Duque de Lerma, que al término de su valimiento fue condenado a devolver al fisco 12.000 ducados anuales más los intereses de 20 ejercicios, no había aparecido nadie que ejerciera la rapiña sobre los fondos del erario con la contumacia y falta de escrúpulos de Rafael Vera.

El favorito de Felipe III logró eludir la cárcel e incluso salvar el pellejo, acogiéndose a sagrado de la manera más contundente posible, pues tras enviudar obtuvo el solio cardenalicio -antes incluso de cantar misa- con el claro propósito que las coplas populares entendieron enseguida: «Para no morir ahorcado, se vistió de colorado».

El favorito de Felipe González, ministro del Interior de facto durante 11 años, ha buscado y encontrado durante todos sus procesos un escudo protector equivalente en la estructura del Partido Socialista y en su entorno mediático. La prueba de fuego para el Estado democrático es demostrar que, a diferencia de lo que ocurría en aquella monarquía absoluta de derecho divino, aquí y ahora, una vez que la Justicia ha dicho ya su última palabra, eso no le servirá de nada.

Las coartadas de Lerma y Vera también se parecen bastante: por un lado, la invocación de sus múltiples desvelos, servicios a la patria y al bienestar de los españoles; por el otro, el convencimiento de que sus respectivos protectores les permitían meter la mano en la caja, e incluso estimulaban que lo hicieran, como compensación por tan denodada entrega; y por el de más allá, la alegación del supuesto carácter generalizado de esas libaciones particulares en el Presupuesto.

Los dos robaron sin tasa para sí y para los suyos, creando una tupida red de fidelidades clientelares y estómagos agradecidos que nunca preguntaban por el origen del dinero. Los dos recibieron el golpe de gracia cuando uno de sus más próximos -en el caso de Lerma su propio hijo y sucesor, en el de Vera su directo colaborador Sancristóbal- le puso la proa, proporcionando evidencias que iluminaban otros testimonios y conjeturas.

Al margen de que Lerma aceptó su destierro con apesadumbrada resignación y Vera desafía, injuria, difama y amenaza antes de empezar a cumplir la más liviana pena prevista en el Código Penal para un delito de esa dimensión, hay un abismo moral que les separa a ambos. Aunque hubo quien también le acusó de encubrir un crimen de su protegido, el luego ejecutado Rodrigo Calderón, para Lerma la cleptocracia era una de las bellas artes del gobierno del Estado; para Vera, la prolongación natural del secuestro y el asesinato.

A este respecto resulta enormemente significativo que una de las estrategias de su voraz y desprestigiado abogado defensor Cobo del Rosal fuera la de alegar que esta malversación de los fondos reservados por la que Vera ha sido ahora condenado en firme por el Supremo era la misma por la que ya se le declaró culpable en relación con el secuestro de Segundo Marey. En efecto el dinero salió del mismo cajón y lo robó la misma mano, pero no hay Código Penal ni jurisprudencia que pueda subsumir en un único delito continuado la financiación de una banda terrorista y la sustracción de caudales públicos para construirse lujosas mansiones.

Sólo como un sarcasmo de mal gusto puede entenderse, por cierto, que el responsable de haber mantenido atado a un camastro y con los ojos vendados durante los interminables 10 días de su cautiverio a aquel pobre viajante de comercio, capturado por error, que terminó falleciendo tras larga enfermedad a causa de las secuelas de todo ello, diga ahora que afronta «otro largo periodo de tinieblas» y que la salud del mentado Don Cobrolone -que pasaba al PSOE facturas de 100 millones de pesetas por año- se ha quebrantado por la «persecución» padecida.

La metáfora del «largo periodo de tinieblas» se refiere naturalmente a su ingreso en prisión tan pronto como se ejecute esta nueva sentencia, pero el empleo de la palabra «otro» vuelve a ser una expresión de cinismo sin tasa, pues la longitud de su anterior cumplimiento carcelario fue tan escueta que los 10 años de condena encogieron hasta la mera dimensión de ocho meses, incluyendo los que estuvo en prisión preventiva para que no pudiera destruir pruebas ni obstaculizar la instrucción del sumario.

Si ésa fuera la regla de tres, en menos de medio año volvería a estar en la calle. De hecho los 75 años decretados por el Supremo para Galindo acaban de quedar reducidos a cinco, lo cual no es óbice para que Vera lo incluya en su amenazante misiva del otro día entre quienes «siguen peregrinando entre la reprobación y el olvido». Los que ya no peregrinan por ningún sitio, claro está, son Lasa y Zabala.

Cuando el Gobierno de Aznar cedió a las presiones del PSOE e indultó a Barrionuevo y Vera yo escribí que lo esencial era que ya nadie podría sacarles nunca de «la cárcel de la Historia», pues sus tropelías se habían convertido en los hechos probados de una sentencia firme. La hora de la Justicia no es la de la venganza. Ni siquiera quienes más hemos contribuido al esclarecimiento de las infamias del felipismo y peores represalias hemos tenido que sufrir por ello, podríamos sustraernos a la recomendación de odiar el delito pero compadecer al delincuente, si se dieran los requisitos mínimos para sentir o al menos racionalizar esa compasión.

Pero en lugar de pedir perdón y devolver lo robado, un desafiante Vera que, como de costumbre niega explícitamente los hechos mientras los reconoce de tapadillo -«¿No apoyamos públicamente guerras más sucias que aquélla?»- tiene todavía el descaro de presentarse como víctima de «las prácticas inquisitoriales de Torquemada» y de coaccionar a los jueces que han de ejecutar lo juzgado y sentenciado.

La verdad procesal indica exactamente lo contrario: es decir que Vera se ha beneficiado hasta los límites más insospechados de todos los mecanismos garantistas del Estado democrático e incluso de su perversión más partidista. Contó con la protección de la Fiscalía General del Estado que obstaculizó hasta lo indecible la puesta en marcha de los procedimientos contra él, con la defensa beligerante por parte de los gobiernos de González y del PSOE de la época y con la permanente aplicación en su favor del principio de presunción de inocencia.

Sólo cuando los indicios delictivos eran insoslayables ha tenido que sentarse en el banquillo. Vera no ha sido encausado ni por la mayoría de los crímenes de los GAL, ni por el secuestro del grapo Cela Seoane, ni por compartir apartamento en Miami con otros altos cargos de Interior en un edificio promovido por una empresa del sector del juego favorecida por el Ministerio, ni por haber sacado presuntamente cientos de millones de pesetas vía Andorra, según declaró en un juzgado de familia la esposa de uno de sus colaboradores más directos.

Y cuando ha tenido que comparecer a juicio, sólo en los casos en que esos indicios se han convertido en pruebas abrumadoras ha dejado de ser absuelto. El principio de in dubio pro reo ha jugado a su favor hasta el extremo de que el tribunal que juzgó a Galindo y sus subordinados desdeñó, por falta de corroboración, el testimonio del guardia civil Felipe Bayo que aseguró que su superior llegó un día eufórico diciendo que Vera le había autorizado a seguir adelante con el interrogatorio extrajudicial de los secuestrados Lasa y Zabala. O hasta el extremo de que el tribunal que dictó sentencia por el vil montaje del que yo fui víctima puso por escrito que no le podía condenar y no le condenaba porque contaba con un «juicio de probabilidad», pero no con el de «certeza».

Si en la sentencia del caso Marey el ponente Joaquín Delgado detalló con minuciosidad de relojero ocho motivos diferentes para promover la sentencia condenatoria, refrendada luego por el Constitucional, su compañero del Supremo Juan Ramón Soriano no le ha ido a la zaga en precisión quirúrgica al respaldar ahora la conclusión de la Audiencia Nacional de que Vera se apropió del dinero de la lucha antiterrorista y destinó gran parte del mismo a engordar obscenamente su patrimonio.

La firmeza de la condena se asienta sobre cuatro pilares imposibles de abatir: la forma en que fueron adquiridas las fincas con pagos personales de Vera y dinero en metálico de por medio; el disfrute de esas fincas por parte del propio ex secretario de Estado; la cuantía de las inversiones realizadas en las mismas y la situación económica y patrimonial del suegro ferretero que, según ratifica el Alto Tribunal, fue utilizado como mero «mandatario» o «testaferro».

Estamos, según reza la sentencia, ante un inaudito y descomunal «despilfarro egoísta» del dinero que le había sido encomendado a Vera para combatir el terrorismo. En realidad lo utilizó para promoverlo en la modalidad de crímenes de Estado y sin solución de continuidad emprendió una derrama desenfrenada entre su entorno de complicidades, de acuerdo con el principio de que quien parte y reparte se queda siempre con la mejor parte.

«Es posible que ni él mismo, con rigor, pueda precisar la cantidad total sustraída», concluye el magistrado Soriano en una melancólica reflexión que parece destinada a rimar con aquel dicho popular que a comienzos del XVI celebraba la rapacidad del principal colaborador flamenco del recién llegado Carlos I: «Salveos Dios, ducado de a dos, que monsieur de Chièvres no topó con vos».

Estremece pensar que, con la excepción del antecedente mencionado al comienzo de este artículo, el mayor caso de latrocinio de las arcas públicas acreditado en toda nuestra Historia por los tribunales, sea un caso contemporáneo. Es cierto que por un lado ha quedado finalmente demostrada la independencia y eficacia de la Justicia, pero por otra parte llama poderosamente la atención la aparente indiferencia con que quienes se autodenominan progresistas han acogido la constatación de que uno de los suyos robaba y robaba y no dejaba de robar mientras contaba con todo tipo de paraguas protectores.

Si tenemos en cuenta que el escándalo del estraperlo que implicó la caída del Gobierno de Lerroux y la práctica disolución por desbandada del Partido Radical se circunscribió a la presunta entrega a altos funcionarios de dos relojes tasados en 5.000 pesetas, por muy de las de entonces que éstas fueran, cualquiera diría o que los españoles de hoy tienen mucha menos sensibilidad hacia la corrupción o que la izquierda sigue gozando de una especie de bula, originada precisamente en su cruenta derrota de hace siete décadas.

Es verdad que el felipismo cayó en las urnas hace ocho años y que Zapatero -a pesar de la inquietante excarcelación de Galindo- se distanció de toda esta chusma desde el momento en que ordenó al PSOE dejar de pagar las facturas de Don Cobrolone y asimilados.Pero aunque Rajoy hubiera hecho lo propio, ni siquiera en el pico más alto del Himalaya o en la sima más profunda del triángulo de las Bermudas habría reposo para él si ahora se descubriera que en los años de Aznar ocurrió en España algo remotamente equivalente.

Mal que le pese al PP, sólo caben palabras de elogio para la tenacidad con que el ministro Bono ha tratado de averiguar todos los detalles sobre los errores cometidos en relación al accidente del Yak, pues al margen de cuál sea la doctrina en vigor respecto a la exigencia retrospectiva de responsabilidades políticas, la sociedad española tiene derecho a contemplarse en el espejo de su propia realidad, por incómoda que ésta sea.

Siendo, sin embargo, muy grave que dentro del ejercicio de sus competencias hubiera autoridades que se equivocaran en la identificación de los cadáveres de los muertos, esta nueva condena a Rafael Vera nos retrotrae inevitablemente a ese tiempo tan próximo en el que los altos cargos se equivocaban en el momento de identificar a aquellos vivos a los que a continuación secuestraban o convertían en cadáveres, mientras ellos se repartían el suculento salario del crimen.

¿Puede haber alguien sincero y honesto que con estos antecedentes considere irrelevante que el jefe de la unidad de la Guardia Civil que recibió los reiterados avisos y advertencias sobre la trama de la dinamita del 11-M, y no hizo nada para desmantelarla a tiempo, figure como imputado en el último procedimiento judicial aún abierto contra este tenebroso ladrón de guante negro?

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Nota: tras la confirmación, por parte del Tribunal Supremo, de la condena de siete años de cárcel a  Rafel Vera -ex secretario de Estado de Seguridad- por robar 600 millones de pesetas de los caudales públicos, éste ha remitido una carta al Director de EL PAIS en la que acusa a sus superiores de conocer y autorizar el uso indebido de los fondos reservados.