Un león en Roma

Este sencillo Papa que, sin adornos de palitroques latinos, se hace llamar simplemente Francisco nos pareció un hombre de aire moderado que aireaba un programa rebelde cuando fue elegido Sumo Pontífice en marzo del 2013. No obstante, al poco de ocupar la silla de San Pedro, los sectores progresistas de la Iglesia comenzaron a tacharle de ambiguo, en tanto que los conservadores le observaban con indisimulado mosqueo. Y él insistía en sus promesas de cambio al tiempo que marcaba una hoja de ruta lenta, suavecita, exenta de alharacas. Francisco no asomó al papado como un clérigo que gustaba de danzar al ritmo de un tango brioso, sino que bailaba con la dulzura y la cadencia de un vals. Pero hoy, un año y medio después de su elección, se ha transformado, hasta el punto de que casi nos parece un Papa en pie de guerra, desfilando con la pisada recia de un león colérico. Ahora se asemeja más a ese Cristo enfurecido que arrojaba a latigazos a los mercaderes del templo que a aquel dolorido mártir que solicitaba el perdón del Padre para quienes le iban a matar. Yo creo que le han tocado las narices en exceso. Pero cuidado a quienes le cierran el paso: no hay que olvidar que Francisco es jesuita y que los jesuitas tienen el espíritu fundacional de las órdenes militares: una compañía, un general, una misión..., guerra, ya saben.

Francisco utilizó al principio la sutil técnica de golpear con mano de hierro envuelta en guante de seda. Decía de si mismo que no era nadie para juzgar a los homosexuales al tiempo que condenaba sin paliativos la pederastia en el interior de la Iglesia; sugería el perdón a los divorciados mientras juzgaba que el papel de las mujeres debía de ser más importante en las instituciones religiosas; y, a la vez que comenzaba a levantar las alfombras de las finanzas vaticanas para limpiarlas de suciedad, hablaba de una Iglesia de pobres en la que no caben los lujos y las prebendas.

Pero le han retado y él, ha cansado de advertir, hoy parece haber tirado el guante de seda al cubo de la basura. Y golpea. Y de qué modo. Con las finanzas vaticanas no se anda con chiquitas y en el asunto de la pederastia ha dictado condena contra el ex arzobispo polaco Wesolowsky, un pederasta de tomo y lomo, y ha apartado de sus tareas a un obispo encubridor, monseñor Livieres, prelado de Paraguay.

En donde la curia ofrece la más visible resistencia es en el asunto del perdón a los católicos divorciados y vueltos a casar, a quienes Francisco quiere extender el perdón de la Iglesia. Los sectores más conservadores del Vaticano no transigen con ello y afirman públicamente que no hay autoridad humana que pueda anular el matrimonio entre bautizados, un vínculo que «sólo es disoluble por la muerte». A la guerra como en la guerra, parecen decirle, mientras Francisco espera impertérrito en su rincón del ring.

Sin embargo, Francisco ha abierto otra puerta que es más difícil de analizar y juzgar. Me refiero a la actitud de la Iglesia ante la violencia, ya que el Papa no se ha rescatado al condenar las acciones del Estado Islámico en Irak y Siria, afirmando que «matar en nombre de Dios es un sacrilegio». Y de forma implícita parece aprobar la acción internacional armada contra los terroristas islámicos. No ha tocado a rebato para impulsar una Iglesia en armas, pero no se ha contentado, como solían hacer sus predecesores, con lanzar un llamamiento a la paz y la concordia vacío de contenidos y sobrado de retórica.

La actitud belicosa de la Iglesia en el uso de la violencia contra la tiranía viene desde los escritos de algunos teólogos medievales, en donde se contemplaban los supuestos que la justificaban. Un teólogo toledano, por cierto jesuita, Juan de Mariana, llegó incluso, en su libro «Del rey y de la institución de la dignidad real», escrito en el alba del siglo XVII, a establecer que, bajo ciertas y estrictas condiciones, incluso el magnicidio podía ser justificable. Y ya en pleno siglo XX, los llamados Teólogos de la Liberación, la mayoría en Latinoamérica, argumentaron en favor de la revolución armada como forma de combatir la injusticia. La encíclica Populorum

Progressio, dictada por Pablo VI en 1967, señalaba los límites de la justificación de la lucha armada: «...en caso de tiranía evidente y prolongada, que atentase gravemente contra los derechos fundamentales de la persona y dañase políticamente el bien común del país». Pero curándose en salud, añadía una frase teñida del espíritu de Albert Camus: «No se puede combatir el mal real al precio de un mal mayor».

En los años 80 del pasado siglo, en pleno fervor de la Teología de la Liberación, hice un largo viaje por Centroamérica y visité la Universidad Católica de El Salvador. Allí conocí a los jesuitas Ellacuría, Segundo y Sobrino, los dos primeros asesinados unos años después por la ultraderecha, todos entusiastas de la nueva teología de la liberación y conectados políticamente con las guerrillas de izquierda. Unas semanas después, en Nicaragua, asistí a una misa oficiada por un sacerdote español en las montañas de la frontera con Honduras, desde donde atacaban las guerrillas de la llamada «Contra», armadas por Washington, a los establecimientos sandinistas. El clérigo, en su sermón, no habló de religión, sino de la necesidad de combatir al «Diablo» Ronald Reagan. Recuerdo que, al término de la celebración, me senté a hablar con una chaval armado de Kalasnikov que no tendría más allá de quince años. «¡Cómo es vuestro cura!», le comenté. Y él contestó: «Ayer fui a confesarme de haber matado un «contra» y él me dijo que, hasta que no matase veinte, no volviera al confesionario».

No parece que Francisco vaya a llegar tan lejos. No creo que haya que pintarle como un Cristo con dos pistolas. ¿Pero de qué otra manera, salvo con las armas, es posible responder a esa brutal violencia del EI a la que Francisco ha condenado?

Javier Reverte, escritor y periodista.

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