Un liberal ilustrado

Antes de nuestro primer encuentro personal, José Pedro Pérez-Llorca me parecía ya una personalidad atractiva. El apelativo, por el que era conocido, de «zorro plateado» contribuía a rodearle de un halo de misterio y su proximidad a Adolfo Suárez, como ministro y consejero áulico y su papel como padre de la Constitución proyectaban, aún más, su imagen de influencia y de poder.

Tuve que esperar a que, como ministro de la Presidencia, Pérez-Llorca presidiera la Comisión de Subsecretarios para tener con él una relación directa. Dirigió la Comisión con discreta eficacia, sin alardes pero dejando, siempre, detalles de su capacidad jurídica y política y de su fino sentido del humor.

Fui testigo, más de cerca, de esas virtudes cuando, algún tiempo después, compartiríamos mesa en el Consejo de Ministros. Con independencia de su participación, siempre brillante y oportuna, en los debates me llamaron la atención sus comentarios irónicos sotto voce, al hilo de alguna intervención de algún ministro o cuando me trasladaba confidencias personales sobre asuntos de actualidad. Recuerdo vivamente, aún hoy, algunos de estos comentarios. Tras un revés electoral en Andalucía que había dejado al Gobierno muy tocado y en el turno de despacho de las intervenciones de nuestros colegas, cuando se habían producido ya cuatro o cinco, en un tono de entusiasmo lejano a la realidad que nos rodeaba, Pérez-Llorca me pasó una nota cuyo tenor literal aún recuerdo. Decía así: «Veo, con estupor, como estos compañeros nuestros todavía se creen ministros».

La inteligencia de Pérez-Llorca le llevaba a concentrarse en lo importante, dejando al margen, en todo lo que podía, las tediosas cuestiones de protocolo y viajes de importancia secundaria. Como al ministro de la Presidencia le correspondía sustituir al de Asuntos Exteriores, que era Pérez-Llorca, me tocó en más de una ocasión presidir almuerzos en Viana o asistir a viajes internacionales exóticos que a Pérez-Llorca le parecían de importancia secundaria. Invocando nuestra amistad se limitaba a decirme: «Vete tú, ¡que eres más joven!». Eso sí, sabía bien cuándo y en qué debía actuar y, al igual que dirigió con mano experta y gran habilidad diplomática, parlamentaria y política la cuestión de nuestra incorporación a la OTAN, demostró también autoridad y carácter en muchas decisiones nada fáciles.

Desde el punto de vista ideológico, Pérez-Llorca era un liberal ilustrado y como tal le acogimos ministros que profesábamos, tácita o expresamente, esa ideología como Alberto Oliart o Soledad Becerril. Nos reuníamos algunos miembros de este reducidísimo grupo para almorzar de vez en cuando, normalmente tras los Consejos de Ministros, para poner en común nuestras ideas. Las de Pérez-Llorca se dirigían a los ámbitos políticos y culturales y aprendimos siempre mucho de él.

Pérez-Llorca hizo una contribución notable a la Transición política. Colaboró decisivamente en la arquitectura de la Constitución, dio altura intelectual y dialéctica a la UCD, sirvió de sostén a Adolfo Suárez en no pocas ocasiones e impulsó la política exterior española dirigiéndola hacia su vector más natural: Europa. Su contribución a la europeización de España a través de las negociaciones para el ingreso en la Comunidad Europea y en la OTAN ha dejado huella en la historia más reciente de España.

Personas como Pérez-Llorca representan lo mejor de una generación que entregó buena parte de su esfuerzo a todo lo que hay de notable en la actividad política. He aprendido mucho de él, de sus comentarios irónicos, de su astucia, de su firmeza y de su compromiso por las cuestiones que verdaderamente importaban.

Abandonó pronto, como muchos otros protagonistas de la Transición, el ámbito político. Fue capaz de trasladar, a la iniciativa privada, sus grandes virtudes personales, y con tenacidad, ilusión y la inestimable colaboración de su hijo Pedro y, como en todo, el apoyo inteligente en la sombra de Carmen, fue capaz de levantar, en un tiempo muy corto, un gran y prestigioso despacho profesional. Desde él, siguió atento a la realidad política, y era un privilegio escuchar las reflexiones sobre las vicisitudes políticas de nuestro entorno de una persona con su bagaje personal, su inteligencia y su cultura.

Fue precisamente esta curiosidad cultural la que le hizo aproximarse al Museo del Prado donde, de nuevo, volcó su esfuerzo personal, su habilidad política y sus relaciones para engrandecer el Museo. Tuve también el privilegio de observar esta última etapa en una comisión a la que, con motivo del bicentenario del Museo, me invitó a participar. Me llamó la atención el cuidado con el que seguía cada detalle de un acontecimiento tan simbólico para el Museo como este aniversario, desde la propuesta de nuevas formas de financiación hasta celebraciones específicas. También se empleó a fondo con el ambicioso proyecto de ampliación del Museo que requería de un esfuerzo especial de fondos públicos y se movilizó sin descanso hasta conseguirlo. De su carácter y tenacidad dejó también prueba en su defensa del Museo ante al intento de que algunas de sus obras fueran permanentemente expuestas en lugar distinto. Cuando personas de la Administración me sondearon sobre la posible actitud de Pérez-Llorca en este asunto, alerté sobre la firmeza con la que le había visto actuar en situaciones semejantes para que no se llamaran a engaño. También defendió con éxito su postura en este caso.

La vida, como consecuencia de su esfuerzo y de sus méritos le fue grata. Discurrió por ella con discreción y con una elegancia distante. No quiso protagonizar nada y su presencia, discreta, en los actos conmemorativos del 40 aniversario de la Constitución son testimonio de ello. Quiso desvanecerse con los años, con su viejo sombrero de fieltro y su andar deliberadamente encorvado, que hace poco anunciaban ya la noticia que a sus amigos nos cuesta tanto aceptar.

Matías R. Inciarte fue ministro de la Presidencia entre septiembre de 1981 y diciembre de 1982.

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