Un libro de espionaje

Yo tengo por Graham Greene una debilidad atemperada por toda clase de reservas, y lo que más me gusta de él es que raras veces tienen sus amenas novelas un final feliz. Para empezar, sus protagonistas son antihéroes y lo último que los lectores de antaño –entre los que me cuento– toleraban era que el antihéroe se saliera con la suya. Graham Greene, personaje enigmático, hizo la guerra en los servicios secretos, en los que tuvo dos colegas y amigos, que fueron Kim Philby y Tom Burns. A Kim Philby llegó a prologarle el libro que este escribió, ya a salvo en el paraíso soviético: My silent war, y con Burns tuvo en común lo mismo que con los amigos de ambos, Roy Campbell y Evelyn Waugh: la adhesión al catolicismo. La postura de estos tres no tuvo nada de ambigua, pues en la guerra de España tomaron partido por la España nacional y en la mundial se atuvieron a la consigna de Nelson en Trafalgar, es decir, hicieron lo que Inglaterra esperaba de ellos: cumplir con su deber.

A Tom Burns, casado con Mabel Marañón, hija de don Gregorio, le salieron dos hijos periodistas, uno de los cuales, Tom, vive en España, y otro, Jimmy, en Inglaterra. Gracias a Jimmy lo sabemos todo sobre Tom Sr., pues nos lo cuenta en un grueso volumen que supera con mucho en interés a la mayoría de las novelas de espionaje. El libro se titula Papa Spy, y lo ha puesto en castellano con el título de Papá espía una señora o señorita que debe de conocer mejor el mundo inglés que el español; de lo contrario no incurriría en pifias como la de decir que cada español seguía con su transistor las victorias alemanas, y otras que ahora no recuerdo. Otro fallo es el de haberse fiado el autor de fuentes historiográficas contaminadas, de suerte que se nos dice, por ejemplo, que las tropas que participaron en el desfile de la Victoria marcharon a lo largo de veinticuatro kilómetros y al paso de la oca. El padre de esa historiografía tan imaginativa es don Raimundo Carr, que llegó a proclamar que la novelística era una de sus fuentes más fidedignas, sobre todo la de Delibes y Umbral. Carr se libró de ir al frente y su pasatiempo preferido en las fiestas de Oxford era ponerse a cuatro patas y a ladrar a la vez que intentaba morderles los tobillos a las señoritas presentes, una de las cuales, la que me lo contó, le arreó una patada que lo mandó al dentista. Precisamente en casa de la dama que, de jovencita en Oxford, por poco deja sin dientes a Carr, cené en Londres creo que por última vez con uno de los antagonistas de Tom Burns: Rafael Martínez Nadal, que estuvo poniendo como chupas de dómine a Churchill y a Sir Samuel, por no haber tenido debidamente en cuenta sus soflamas antifranquistas desde la BBC. En uno de los viajes que Tom hubo de hacer a Londres, el desencuentro político entre ambos fue profundo, pues a juicio de Nadal la embajada en Madrid debería por lo menos dedicar al derrocamiento de Franco tantas energías o más como dedicaba a la derrota de Hitler.

Como se ve, el libro es sumamente valioso por la información que contiene y porque, por muchas complacencias que el autor quiera tener con la corrección política, nunca le pierde el respeto a su progenitor ni tergiversa su pensamiento. Personajes como Kim Philby, Tomas Harris y Anthony Blunt, sobre todo los dos primeros, no escatimaron intrigas para dejar a Burns fuera de combate. Por fortuna no lo lograron, y gracias a él puede decirse que la misión de Sir Samuel alcanzó sus objetivos. Hoare era al ser nombrado embajador en Madrid lo que De Gaulle llamaría a Mendès-France: un politici en aurencart; que cabría traducir por «un politicastro de desecho», con fama además de pastelero, ganada a pulso en la cuestión abisinia. Su actitud, despectiva, de «curioso impertinente», hacia España y los españoles la compara Jimmy Burns a la de Wellington a raíz de la Peninsular war. Burns padre era todo lo contrario, pues para empezar había nacido en Chile y no sólo era católico por parte de madre, sino bilingüe además, y además contrajo matrimonio con la hija de un desengañado de la República que contribuyó a traer y que se había ilustrado como elocuente propagandista del Alzamiento en Francia y en Hispanoamérica. Apenas evadido de la zona roja, el doctor Marañón, acompañado de su hija Mabel, cruzó el Atlántico a bordo del trasatlántico alemán Cap Arcona con la misión de ilustrar a los países de la América española sobre la tragedia que desgarraba a España, a la vez que procuraba la reconciliación de sus amigos intelectuales en el exilio. No es muy arriesgado suponer que lo más sustancial de sus conferencias se condensaría en su célebre escrito Liberalismo y comunismo, que provocaría más de una airada réplica, como la de María Zambrano, por aquellas fechas en Chile. Muchos años después, yo me atrevería a calificar de «áspera» esa réplica a Marañón en una semblanza que hice de María, a quien no gustó por supuesto el calificativo. También muchos años después, me llevé una sorpresa con Nadal cuando le mandé una novela sobre la revolución cubana y él me reprochó mi «anticomunismo» con un tono parecido al que Sir Peter Chambers Mitchell (a) Sopitas empleó para reprocharle a Koestler El cero y el infinito.

Aquilino Duque, escritor.

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