Un libro para sumergirse

Quizá la gente encuentre cada vez nuevos motivos para no leer libros –no digo ya, periódicos–. No es que se los invente, porque están ahí, al alcance de todos, entre simples aparatos que reproducen y “te bajan” nada menos que Ana Karénina resumida, hasta ese descubrimiento para la distracción que son las series de televisión, convertidas ahora en referencias “de culto”.

No creo que sea la lectura de libros la que mide los niveles culturales de una sociedad sino qué leen aquellos que ejercen de animadores de la vida intelectual de un país. ¿Por qué nunca hemos conseguido, por ejemplo, que en televisión, cualquiera que sea, hubiera un programa cultural que no transite entre el peloteo y la vergüenza ajena? Por autocensura no me refiero a los suplementos literarios, también denominados “culturales”, de los que habría como para escribir un tratado sobre la autopromoción, la mediocridad y la infamia, que es palabro que debe venir de “infame”.

Y, sin embargo, hay libros fuera de la llamada circulación mediática que son literatura, frente a tropecientos que no son más que soborno y compadreo. Porque una cosa es vender libros y otra hacer literatura; en ocasiones van juntas, pero es infrecuente. Infrecuente entre nosotros, que llevamos décadas de basuras promocionadas, de las que nadie se acuerda ya pero que acapararon méritos y canongías. A mí me parece magnífico que haya autores que vendan libros a millares, porque gracias a ellos se colará alguno que no vende una escoba pero que mantendrá el prestigio de la editorial cuando se exhiba el catálogo. El negocio en definitiva depende del mercado y es de una voracidad insaciable. ¿Que no hay novelas que premiar? Pues fabriquémoslas.

Hay una literatura ausente de nuestro presente cultural y es aquella que mira hacia atrás –casi toda la literatura que merece la pena descubre el pasado– con una distancia que consiente la ironía, el sarcasmo, la historia real contemplada sin subterfugios, descarnadamente. Eso de relatar con talento la miseria de un tiempo pasado sin saber si llorar o reír, eso que hacía Valle-Inclán hace años y otros, muy pocos, después, lo he vuelto a encontrar en un libro irresistible, Tierra de nadie (Salamandra, 2013), de un autor que no creo haya aparecido nunca entre nosotros, el italiano Antonio Pennacchi, del que sé muy poco salvo que fue militante prácticamente de todo el arco político, desde el neofascismo (MSI) al comunismo (PCI) y sus derivados, de los que consiguió ser reiteradamente expulsado.

De sus libros anteriores no tengo ni idea, pero puedo asegurar que si hay una novela en la que uno se puede sumergir a partir de sus primeras páginas es esta Tierra de nadie, dentro de un estilo aparentemente coloquial y sencillo, auténtica artesanía del relato verbal. Una familia numerosa, pobre y trabajadora –que recuerda el brillantísimo comienzo del Novecento de Bertolucci–, vive las vicisitudes de la historia italiana al compás de la victoria del fascismo, hasta conseguir tierra propia en las famosas Lagunas Pontinas, al sur de Roma, desecadas para convertirlas en el Agro Pontino regado por el Canale Mussolini –título original del libro en italiano y en medio mundo, y que por esas peculiaridades nuestras, aquí se denomina Tierra de nadie; ningún reproche a la traductora, Mercedes Corral, porque se lee sin hacer sufrir al lector, que es la fundamental condición de grado para quien traduce–.

Se necesita talento para convertir en familiares unas historias que trascienden a quienes las viven. Pennacchi lo logra sin ninguna concesión al patriotismo, ni edulcorar el pasado. La crueldad del asesinato del diputado socialista Matteotti, que marcó el comienzo del fascismo, la brutal invasión de Abisinia, la deriva antisemita de Mussolini, los avatares de guerras perdidas y hambres y crímenes, narrados como un telón de fondo de la numerosa y activa familia Peruzzi.

El carácter fascinador del relato está ahí, en el arte para describir la alucinante invasión italiana de Abisinia como si se tratara de un asunto de familia, de unos pobres de solemnidad que asumen el fascismo como cosa suya, casi hereditaria, de la que irán soltando lastre poco a poco. Sin excesos, a partir de ir asumiendo los golpes que la historia les otorga en forma de sufrimientos y escombros del imperio, y hambre, mucha hambre, pegada a esa desolación definitiva que es la guerra; las múltiples guerras que Mussolini lanzará en Albania, el norte de África, Grecia..., hasta llegar a ese final del régimen, desmoronándose al tiempo que el inapreciable residuo doméstico que constituye la familia Peruzzi, ni ganadera del todo ni agricultora de mucho, simples supervivientes de una época que acumuló dos guerras mundiales y un sinnúmero de conflictos entre imperios desmembrados. Ni lucha de clases ni hostias teóricas o retóricas, sino mantenerse erguidos, o como mínimo vivos, entre los vericuetos de la gran historia.

Escribe Pennacchi en su breve introducción a la novela: “Sea bueno o malo, este libro es la razón por la que vine al mundo. Ya desde niño sabía que debía recoger esta historia y contarla antes de que desapareciera. De hecho, no son los autores los que inventan las historias, sino que estas flotan en el aire en espera de que alguien las atrape”. Una idea que de seguro mantendrán todos los escritores sin soberbia de demiurgos, creadores de cada frase y cada personaje y cada situación. Pero saber hacerlo no es algo que consienta el “negro” de turno, a tanto la página, que reescribe y convierte en legible lo que no es ni siquiera buena intención.

Esa literatura está ausente de nuestra cultura de las últimas décadas. No quiero decir que no existan intentos, ensayos con mejor o peor acierto, pero el distanciamiento, la ironía, el humor que concede la distancia, y el talento, no es frecuente en nuestra novela. No digamos ya en la reciente, que vive absolutamente ajena al pasado salvo contadas excepciones. Imagino la sorpresa y el estupor, todo hay que decirlo, de los modelnos cuando Rafa Chirbes señala que relee a Galdós. No hubiera sido mala idea recordar este pasado 21 de enero, que hace medio siglo, en 1964, se interrumpió una de las fuentes creativas más potentes de la literatura española, la de Luis Martín-Santos. Con su novela Tiempo de silencio (1962) se inicia un camino insólito en nuestra narrativa, y su muerte en accidente de automóvil cortó la posibilidad de poder leer dignamente Tiempo de destrucción, de la que no me cabe la menor duda que hubiera sido una obra maestra; basta con leer los pingajos que publicaron sus poco afortunados albaceas.

Ya ven, Tierra de nadie (Canale Mussolini), un libro de literatura, no un simulacro, consigue convertirse en Italia en un éxito de crítica y público, galardonadísimo en premios de esos que no se conceden las editoriales a sí mismas, para promocionarlo. ¿Qué ocurre entre nosotros para que un acontecimiento similar sea infrecuente? El tejido cultural, la tradición lectora, en fin, varios factores mezclados. Las grandes editoriales responden al mercado y los mercados a los clientes, y esto, en la novela, es un tortuoso camino hacia la nada cuando el lector de literatura, realmente, apenas sobrepasa los dos mil adeptos. ¡Elitismo!, ya lo estoy oyendo. Por supuesto, en España, en toda España sin excepción de lugar o lengua alguna, y en algunos casos con gravamen por descaro, se entiende por literatura la novela en general.

Por si sirve de pista, uno de los novelistas más prestigiosos del siglo XX llevaba por nombre Ricardo León, miembro de la Real Academia al primer intento y por unanimidad, ¡20 volúmenes, de obra completa encuadernada en piel!, propuesto al Nobel. Había nacido en Barcelona. Murió en 1943 en su elegante mansión de Madrid (Galapagar). Ganó e hizo ganar mucho dinero a las editoriales y a los libreros, a satisfacción de sus innumerables lectores. Retrato cruel de una supuesta cultura, felizmente olvidada.

Gregorio Morán.

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