Un lugar llamado Cataluña

Los 42 años que median entre la muerte del dictador y el intento de golpe de estado a cámara lenta, en Cataluña, están llenos de grandes momentos, pero no son menos ricos en perversiones. Hubo un tiempo, no hace tanto de eso, en que éramos citados en el extranjero como ejemplo de transición pacífica a la democracia. España se ponía a sí misma como ejemplo y organizaba, en latitudes lejanas, seminarios que explicaban cómo nuestro país había conseguido lo que parecía una quimera: pasar de la dictadura a la democracia sin violencia y sin quebrantar en absoluto la legalidad vigente, aunque esta proviniera de un régimen ilegítimo, antidemocrático y totalitario. Se había obrado el milagro de desmontar un régimen tiránico y sustituirlo por uno democrático, sin disparar un solo tiro. Lo que parecía imposible, pasar de la ley a la ley, por medio de la ley, se hizo realidad, a pesar de la profunda crisis económica de los setenta, de la resistencia del Movimiento a desaparecer y de la brutal actividad terrorista de ETA.

Pero la construcción de la nueva España, a lo largo de estos largos 42 años ha tenido sombras, debilidades y perversiones que restan brillantez al logro de la transición.

De sombra puede calificarse la corrupción generalizada con la que hemos convivido durante demasiado tiempo. Y cuando hablo de corrupción lo hago en sentido amplio y no me refiero sólo a quienes han metido descaradamente la mano en la bolsa o a los que se han aprovechado de su posición en las instituciones; hablo también del amiguismo, del caciquismo, del clientelismo y del nepotismo con que se han comportado demasiado a menudo, partidos políticos, instituciones y parte del entramado empresarial. Demasiados ismos para un país que estuvo separado del mundo por un istmo durante demasiado tiempo.

De débil puede calificarse la calidad de nuestra democracia, cuando no hemos sabido o no hemos querido fortalecer la democracia interna de los partidos políticos, cuando estamos en proceso de liquidación de la libertad efectiva de expresión y prensa, y cuando hemos hecho todo lo posible para difuminar la tenue línea que separa los poderes del estado, consumando el asesinato póstumo del pobre Montesquieu.

De perverso puede tacharse el desarrollo del Estado de las autonomías, que bajo la excusa anticuada de acercar el poder de decisión a los ciudadanos, ha incurrido como mínimo en las siguientes perversiones: Ha duplicado y triplicado el tamaño de la Administración al no establecer con claridad los límites competenciales, y lo peor es que lo ha hecho en muchas ocasiones de forma intencionada, con el único objeto de alimentar el clientelismo político. Ha generado identidades regionales crecientes, en detrimento de la identidad nacional común, convirtiendo los intereses locales en vil moneda de cambio. Ha elevado hasta límites intolerables la desigualdad entre territorios y entre personas por razón del lugar en el que residen. Ha propiciado el crecimiento exacerbado del nacionalismo excluyente, cuyo resultado más actual y sangrante es el procés catalán.

Por fortuna, parece que hemos empezado a superar esa nefasta fase histórica en la que declararse no independentista equivalía a ser tachado de reaccionario y en la que ser de izquierdas era incompatible con no aceptar las imposiciones del nacionalismo. Muchos (todavía insuficientes) empiezan a reclamar sus derechos sin complejos y señalan con claridad que el nacionalismo está recurriendo a los peores métodos del fascismo para alcanzar la independencia: adoctrinamiento educativo, control de los medios de comunicación, acoso social a los contrarios al régimen, secuestro de las instituciones, manipulación de la historia...

En Cataluña, con enorme retraso, pero también con gran valentía está empezando a surgir una resistencia clara, sensata y bien fundamentada que dice NO al separatismo. En esa resistencia están, sin ánimo de ser exhaustivo, entidades como Sociedad Civil Catalana o Concordia Cívica, medios de comunicación como elCatalán.es o Crónica Global, académicos e intelectuales como Teresa Freixes, Arcadi Espada o Félix Ovejero, gente de la cultura, como Albert Boadella, opciones políticas como la Asociación Transparencia, la Plataforma Ahora o Ciutadans, empresarios agrupados en asociaciones como Empresaris de Catalunya; y multitud de ciudadanos anónimos (algunos, como Dolores Agenjo, han dejado de serlo) que van perdiendo poco a poco el miedo a ser señalados.

Sí, definitiva y afortunadamente, no ser nacionalista en Cataluña y rechazar el separatismo ha dejado de ser cosa de fachas. Pero si nadie lo impide, se acerca un tiempo en el que España puede ser conocida en el extranjero como ese país que no hizo lo necesario para evitar un golpe de estado secesionista y que abandonó a su suerte a más de la mitad de los españoles que vivían en un lugar llamado Cataluña.

Javier Martín, escritor.

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