Un malestar inmenso

En enero de 2019 apareció el libro La España en la que creo. En cuatro años han ocurrido tantas cosas relevantes que resultaría cuando menos ingenuo presentar una nueva edición sin tener en cuenta los acontecimientos sucedidos desde entonces. Aunque parezca que el lapso de tiempo es corto, los hechos políticos, las actitudes morales, las consecuencias de las decisiones adoptadas en esos pocos años han repercutido con fuerza sobre la realidad política, social, económica, cultural y mediática.

Los cambios han sido importantes sobre todo si consideramos que la sociedad española, como el mundo todo, ha soportado una pandemia que ha provocado un número terrorífico de muertes, aún muchos más enfermos, y que ha sometido a los ciudadanos a un confinamiento muy duro que les ha hecho reconsiderar su vida al verse durante un tiempo considerable encerrados, en muchos casos en viviendas pequeñas que no favorecían la convivencia.

Un malestar inmensoTras un Gobierno de la indolencia, etapa de Mariano Rajoy, España ha estado gobernada por un equipo ministerial enfebrecido por los cambios. Pero recordemos brevemente los hechos para, de ellos, extraer las consecuencias. Tras las elecciones de 2015 el líder del partido ganador, Mariano Rajoy, anunció que no aceptaba la nominación del jefe del Estado como candidato para la investidura de presidente de Gobierno. La habilidad de Pedro Sánchez -aun con un exiguo resultado de 90 diputados- encontró, en esa absurda decisión de Rajoy, el hueco que le permitía situarse en la línea de salida para futuros intentos que le llevaran a la Presidencia del Gobierno. Forjó un acuerdo de gobierno con el dirigente de Ciudadanos, Albert Rivera.

Aquella investidura no progresó porque Podemos se negó a abstenerse, dejando ver que su repetida declaración de forzar la salida del Gobierno de Rajoy era puramente teatral. Hubo, pues, que recurrir a una nueva convocatoria electoral en 2016, a resulta de lo cual el PSOE volvía a descender hasta el número más bajo de nuestra reciente democracia, 85 diputados. Rajoy, de nuevo ganador, necesitaba la abstención del PSOE para evitar otras elecciones de las que el socialismo parecía que resultaría muy perjudicado. El secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, era firme partidario de la abstención; sólo tenía dudas acerca de si el PSOE debería abstenerse como signo de su responsabilidad política (evitar unas terceras elecciones) o si sería más conveniente exigir a Rajoy unas decisiones que favorecieran a los sectores más vulnerables. Puedo confirmarlo porque me pidió que elaborase yo la lista de esas medidas sociales que pudieran exigirse al candidato a cambio de la abstención. Y no fue un encargo hecho de pasada pues incluso me urgió la entrega de la lista llamándome a donde yo estaba pasando mis vacaciones. Sólo 24 horas más tarde anunció que «No es no», un giro de posición al que después acostumbraría a los españoles, decir una cosa y la contraria sin que medie explicación alguna.

Tras la moción de censura presentada por el PSOE en 2018 que la oposición quiso deslegitimar sin razón, se celebraron nuevas elecciones en abril de 2019, obteniendo el PSOE 123 diputados y Cs 57. Sumaban mayoría absoluta, por lo que Podemos no podría sabotearla como había hecho en la moción precedente. Pero las intenciones de Sánchez eran otras. Ya en la noche electoral, cuando se celebraban los resultados junto a la sede del partido, se oyeron algunos gritos de «Con Rivera no». En política el azar desempeña un papel menor; la estrategia preparada, uno mayor. Ni Sánchez ni Rivera quisieron reproducir el acuerdo que habían fraguado poco antes. Volvieron los españoles a las urnas en noviembre, con un resultado mantenido para el PSOE -perdió sólo 3 escaños- y una caída grave de Cs -de 57 pasó a 10-. El acuerdo ya no sumaba. Sánchez y Rivera contrajeron una grave responsabilidad al haberse negado al acuerdo tras las elecciones de abril.

Sánchez tomó otro camino. Quien había renegado de la posibilidad de acordar nada con Podemos y de negociar cualquier cosa con los independentistas y aún menos con los representantes políticos de los terroristas terminó aliándose con la izquierda radical y reaccionaria de Podemos, con los separatistas y con el brazo político de ETA. Esta dependencia ha supuesto consecuencias indeseadas e indeseables. En política cuando te cuelgas de la voluntad de otros terminas haciendo cosas que jamás habrías aceptado, cosas que moralmente te repugnaban, pero que bajo el yugo de la dependencia política vas, poco a poco, aceptando como un mal necesario, por lo que cada día te parece menos grave. Un proceso degenerante del que no es fácil tomar conciencia.

La política española se caracteriza por una pérdida de autonomía de gran parte de los partidos políticos, más ocupados en arrebatar un puñado de votos que en ofrecer un programa, un proyecto a los ciudadanos. Se han olvidado de la función que la Constitución les encomienda: la formación y manifestación de la voluntad popular y ser instrumento fundamental para la participación política. Ya no se concibe que esa tarea es posible desarrollarla desde el poder y desde la oposición, lo que significa que alcanzar el poder a cualquier precio es la negación de su misión.

El partido conservador, preocupado por un competidor en su mismo territorio, sacrifica su autonomía mostrando una gran indeterminación, presionado también por un sector de su propio partido que le fuerza a adoptar posiciones que no responden a la nueva marca que publicita. Esta situación le lleva, por ejemplo, a empecinarse en sostener que la soberanía popular posee menos legitimidad que las asociaciones de jueces y magistrados para elegir el Consejo General del Poder Judicial. A lo que añade la falsedad de que lo exige la UE.

El partido o coalición Podemos, presentado inicialmente como un grupo de jóvenes reivindicativo del saneamiento de la vida política, ha desvelado en estos años su verdadera naturaleza: un grupo que confiesa seguir las ideas de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, seguidores, a su vez, de Carl Schmitt, pieza clave de la construcción ideológica del partido nazi en la Alemania de los años 30. Lo cierto es que en varios países de Europa, también en España, ha renacido el debate acerca de la naturaleza de la democracia, que fue muy importante en los primeros años del siglo XX. Se debatía si la democracia debe ser representativa, como preconizaba Kelsen, o aclamativa, como propugnaba Carl Schmitt: plebiscitaria, de relación directa líder-pueblo, de decisionismo del líder, que una vez elegido tiene amplios poderes. Esta ha sido la «novedad» introducida por Podemos y asumida por el presidente del Gobierno.

El cambio más profundo se ha producido en el PSOE, que ha renunciado al socialismo liberal en el que se había apoyado durante toda su historia para apoyarse sobre una mezcla de radicalismo y oportunismo populista. La reiterada acción de privilegiar a los que pretenden, lo confiesan, destruir la democracia es imposible de entender para los que han hecho del socialismo la causa de su vida durante el último medio siglo, ya sea militando, ya votando elección tras elección.

Intentar que los socialistas apoyen una estrategia diseñada por Oriol Junqueras, Pablo Iglesias Turrión y Arnaldo Otegi hace pensar en una mutación del socialismo de hondo calado. La mezcolanza de socialismo con el terror, la secesión y el populismo radical apunta a que el socialismo ha dejado de responder a sus pautas históricas. Baste recordar las palabras de uno de los «estrategas»: «Vamos a Madrid a destruir el régimen del 78». El régimen que, en gran medida, es obra del PSOE.

Los aliados del Gobierno socialista intentan cada día cavar una fosa para las instituciones básicas, principales, del Estado de Derecho: la Constitución, la Jefatura del Estado y el Tribunal Constitucional. Como bien apunta Javier Tajadura: «No es exagerado afirmar que el futuro del TC determinará de una u otra suerte el futuro de nuestro régimen democrático. Al fin y al cabo, fue su primer presidente, don Manuel García Pelayo, quien nos advirtió de que ningún sistema político puede sobrevivir sin la existencia de instituciones dotadas de lo que los romanos denominaron auctoritas. Y el Tribunal Constitucional es -junto al jefe del Estado- la institución fundamental en que debe residenciarse aquella».

Legislar ad hominem para evitar la sanción a los protagonistas de un golpe a la democracia y la libertad, hacer desaparecer los delitos, o aminorar las penas para favorecer a los delincuentes, legislar con una penosa técnica jurídica hasta conseguir los efectos contrarios a los que intentaba lograr la ley, la incapacidad para rectificar los errores, la indolencia para exigir responsabilidades... hacen pensar en un socialismo de la oportunidad, no de los principios que lo sustentan.

Lo ha expresado con claridad Ramón Vargas Machuca: «Para un socialista veterano, la mutación que viene experimentando este viejo partido (PSOE) en los últimos años es una señal más de que la socialdemocracia, y no sólo en España, se está agotando; o peor aún, se está transformando en otra realidad en la que ya muchos no nos reconocemos».

La decepción ante los pactos con Bildu y la inquietud ante la cesión permanente a los condenados por sedición y malversación generan un malestar inmenso en los que viven el socialismo, el socialismo en el que creo.

Alfonso Guerra fue vicepresidente del Gobierno con el PSOE y es autor de La España en la que creo. En defensa de la Constitución (La Esfera de los Libros, 2019), reeditada ahora con este nuevo prólogo.

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