Bregado como está uno, por razones de edad y de carácter, en batallas abruptas, he tenido que releerme el Manifiesto titulado “De los libres e iguales” para ver en qué había metido la pata al firmarlo. Porque han comenzado a lloverme piedras sobre la cabeza.
Y tengo que reconocer que me he reafirmado. Es un manifiesto impecable desde el punto de vista democrático, y pienso que necesario para romper una cierta actitud de tolerancia hacia posiciones que son intolerables.
Empecemos con lo de vivir una situación crítica. Lo es. Basta con leer los periódicos, sobre todo los que se editan en Cataluña, y con pasearse un rato por el Empordà, pero también por las Ramblas de Barcelona, para comprobar que la situación es insostenible, para ver que el avance del secesionismo tiene caracteres de tsunami.
Esto en sí mismo podría no ser grave. Pero lo es, porque el movimiento secesionista catalán es profundamente antidemocrático, es xenófobo y puede afectar gravemente al sistema de convivencia creado con fortuna en 1978 con un enorme consenso y un gigantesco éxito.
¿A qué nos enfrentamos? Bueno, si uno no es lerdo del todo, a un plan minuciosamente desarrollado de construcción de una sociedad distinta en una parte del actual territorio español cuya referencia esencial es la de no ser española. Un argumento que es ciertamente pobre, pero que es además ofensivo. Desde los aledaños de las instituciones democráticas catalanas, es decir, de la Generalitat y del Parlament (en este caso con disensiones) nos llegan mensajes diarios sobre cómo debería ser un ejército catalán (no es broma) para proteger al país de las posibles agresiones de España o de Francia, o para intervenir militarmente en el océano Indico. Nos llega que los ciudadanos de esa futura República aún fantasma deberán tener la doble nacionalidad (sin contrapartidas, claro), o que el castellano, aunque no sea lengua vehicular en las aulas, se mantendrá como lengua de uso. Por supuesto, fórmulas para atenuar el impacto de la salida de Europa, de adopción del euro como moneda.
Y leemos todos los días que se va a celebrar una consulta que se reconoce ilegal, anticonstitucional, y que si el Estado español lo acepta, bien; y si no, pues se proclamará igualmente.
En esos términos está la cosa. En la calle, desde luego, el ambiente no es amable con todo aquello que tenga que ver con lo español. Y hay quien aventura que se producirán hechos violentos si la cuestión de la consulta exigida por los nacionalistas no se atiende.
Todo ello en un ambiente político que trata a la Constitución como algo que se puede reformar sin que haya una auténtica consulta precedida de un auténtico debate, que se produzcan en todo el territorio, con la participación de todos los ciudadanos. Me cuento entre los que no se ahorraron críticas al cambio de Constitución que se produjo en torno al asunto del déficit. Bueno, pues esta vez tampoco acepto que se vaya a hacer por las malas. Ni Merkel ni Mas van a cambiar mi posición en contra de que el texto pueda ser alterado sin el debate y el voto, por este orden.
El texto del Manifiesto no es un texto españolista. Es un texto a favor de la Constitución, o sea, a favor de que se cumpla la ley.
Y tiene un defecto pequeño, desde mi punto de vista, que es el de no haber enumerado de forma explícita a formaciones como Izquierda Unida, donde me consta que hay muchos partidarios de lo que se dice en el manifiesto.
Y un defecto gigantesco que es su principal virtud: no se anda con zarandajas, ni paños calientes. Este no es un problema de españoles afrentados. Es un problema de ciudadanos que viven en un país democrático que están siendo afrentados por una potente tendencia política e ideológica, que es el nacionalismo catalán, que no son los catalanes, como a ellos les gusta llamarse, ocupando todo el espacio ciudadano.
El manifiesto nos sirve también a muchos ciudadanos que queremos ser libres e iguales y que planteamos, por ejemplo, que cuando se comience un inevitable debate sobre la Constitución, podamos discutir si han de seguir existiendo los Fueros navarros (aceptados por Franco) y los vascos (restituidos por la democracia) que convierten a España en una sociedad partida por la injusticia fiscal.
El manifiesto no deja a los ciudadanos “razonables” huérfanos. Porque no es simétrico al envite de los secesionistas, no entra en la competencia de nacionalismos. Entra, y a degüello, en la competencia entre quienes desean establecer diferencias entre unos y otros por razones de pertenencia. De ahí a inventarse judíos no hay demasiado trecho.
El manifiesto habla claro contra la discriminación, contra la amenaza de una sociedad uniforme, contra esa mentira de la Arcadia feliz en la que no habrá inflación ni diferencias sociales (por decir un par de cosas) gracias a que se autogobernará bajo el confortable cobijo de una bandera estelada.
Con sus tiempos adecuados, hagamos una nueva Constitución, si así lo desean los ciudadanos, en la que podamos ser libres e iguales.
Jorge M. Reverte es escritor.