Un mercado de trabajo competitivo

La globalización no es un fenómeno intrínsecamente negativo. Debería ser positivo porque tendría que ayudar a nivelar el estado de bienestar en los diferentes países y ofrecer nuevas oportunidades empresariales que mejoraran de forma sostenible el nivel socioeconómico de sus ciudadanos. Como resultado de la globalización, los países han pasado a competir para poder desarrollarse. Compiten para poder crecer y elevar sus niveles de vida. En esta lucha competitiva, los países se enfrentan entre sí para conseguir cuotas de mercado de la economía mundial, a través de sus empresas. Pero la finalidad de esta actividad competitiva no es otra que reducir la pobreza, aumentar el nivel de vida, crear puestos de trabajo y fortalecer el sistema de bienestar. No podemos olvidar que en nuestro país, el sistema productivo y el social se retroalimentan. Pues bien, en todo ese esfuerzo competitivo el Gobierno tiene una labor capital, de la que no puede escapar. Los puestos de trabajo sólo los crean las empresas, pero los gobiernos son los responsables de construir un marco de desarrollo favorable a la creación de un tejido productivo competitivo. La política no crea la riqueza, pero puede ayudar o entorpecer. Los gobiernos deben asegurar, al menos, aspectos como la seguridad, la protección de los derechos sobre la propiedad, un sistema judicial solvente, una política fiscal y monetaria creíble, una burocracia no obstaculizadora y un modelo de relaciones laborales seguro y flexible, entre otros.

Como ha señalado en diferentes ocasiones el padre del managementmoderno, Peter Drucker, el capital humano (conocimiento, gestión y su relación) es uno de los tres pilares fundamentales de la competitividad, junto con el capital tecnológico y el comercial. El desarrollo de los recursos humanos es vital para el progreso económico, tanto su cantidad, como su calidad, como sus relaciones con las organizaciones. Por lo tanto, el marco de relaciones laborales se constituye en elemento de competitividad de los países. Por eso, desde hace varios años nuestro país se lleva planteando su adaptación a la nueva realidad, aunque con resultado infructuoso. El anquilosamiento de nuestro modelo laboral es ineficaz y crea problemas tanto a empleadores como a trabajadores. Por eso es urgente modernizarlo de forma equilibrada, para lo cual todos los actores implicados en él deberían demostrar visión estratégica global, interiorizando que no estamos ante una negociación de un convenio colectivo, sino ante un formidable cambio estructural que exige la nueva etapa que inexorablemente ha comenzado. Nuestro modelo de relaciones laborales procede del siglo pasado (años ochenta), en un momento en que mandaba la industria manual y donde el sector servicios tenía un escaso peso. Así mismo, no se quería romper con la etapa anterior de forma abrupta, donde había un predominio de la intervención administrativa en todos los ámbitos del trabajo, especialmente en su extinción y, por último, se quería legitimar la labor de los agentes sociales, dotando a las centrales sindicales de una amplia representatividad. Fruto de todo ello, se promulgó el Estatuto de los Trabajadores, norma que ha continuado en vigor hasta ahora con algunas modificaciones. No se puede negar el hecho de que todo ese entramado cumplió su función de romper con el pasado régimen político, modernizando las relaciones entre empleador y empleado. Pero la falta de mecanismos más modernos y flexibles ha provocado que ahora nuestro país muestre una de las tasas más elevadas de paro de los países desarrollados, lo cual afecta con especial virulencia a los colectivos de difícil inserción (jóvenes, mujeres y mayores de cuarenta y cinco años).

En los últimos años, se han producido ligeras modificaciones en las reglas de nuestro mercado de trabajo. Los analistas franceses han llegado a calificar nuestras pequeñas y continuas modificaciones como el modelo español de reforma. Pero esa permanente política de parcheos es insostenible. Nuestro marco laboral es rígido, obsoleto y dual, es decir, estamos en las antípodas de la llamada flexiseguridad, que es el concepto interiorizado ya en Europa para favorecer la competitividad de sus relaciones laborales sin mermar derechos ni de empleadores ni de trabajadores. España necesita una reforma laboral profunda (no un cambio de cromos) que catalice la creación de empleo, rompa barreras a quienes quieren trabajar y facilite un horizonte de viabilidad a las empresas. Sólo así conseguiremos un crecimiento sostenido. Por cierto, no es sólo una necesidad interna, sino también externa. No podemos generar credibilidad en los mercados exteriores con tasas de paro cercanas al 20 por ciento y perspectivas de engordar esa cifra y, por lo tanto, unos pingües gastos en prestaciones de desempleo. El propio Nobel de Economía, Dani Rodrik, catedrático de Harvard, decía hace unos días que esta reforma laboral no creará empleo en España y además agota el crédito político.
Hasta el momento nuestro mercado laboral se ha basado en una relación estable o permanente en el tiempo, jornada de trabajo y salario estandarizado y universal sin distinción entre trabajadores, existencia de un único empleador, y escasa movilidad funcional o geográfica. Pero la realidad económica nos ha transmitido ya suficientes pistas de que el futuro (que está aquí) ya no va por ahí. Como declaró hace poco el presidente Felipe González, es ridículo pensar ahora en puestos de trabajo para toda la vida. Así que hay que crear nuevas reglas con una visión estratégica para hacer frente al nuevo modelo. Es cierto que una ley laboral flexible no asegura una mayor prosperidad económica, pero es un elemento indispensable para favorecer la actividad empresarial y la competitividad de las empresas. En cualquier caso, no podemos olvidar que en la etapa anterior a la crisis, a pesar de nuestro dinamismo económico, nuestra tasa de paro era el doble de la UE. Por lo tanto, es evidente que nuestro mercado de trabajo no funciona.

Hay que abordar básicamente en cuatro conceptos: contratación, intermediación, flexibilidad interna de las empresas y negociación colectiva. En materia de contratación es necesario facilitar a la empresa tanto la entrada como la salida de los trabajadores y reducir los impuestos desincentivadores de la contratación. Contratar supone un riesgo para el empleador, así que además de ello no parece sensato castigarlo con más impuestos. El hecho de que el coste del despido en España cuadriplique el de la OCDE perjudica claramente al empleo. Paralelamente hay que reforzar la red de seguridad de la intermediación laboral utilizando los operadores públicos y privados (gratuitos para las personas) para limitar al mínimo la estancia en el desempleo y el coste que ello acarrea para todos. Es necesario incrementar la flexibilidad interna de la relación laboral dotando a las empresas de las herramientas que les permitan tomar decisiones para adaptarse con facilidad a las cambiantes necesidades del mercado, sin tener que recurrir a la dramática decisión del despido. Además, el contrato a tiempo parcial sigue siendo un elemento poco utilizado en nuestro país. En este caso, Alemania nos ofrece ejemplos interesantes como los «mini-jobs» para empleados jóvenes o mayores de 55 años con jornadas reducidas, o la propia Italia con el llamado «lavoro intermitente» o contrato a llamada. La negociación colectiva exige de una modernización apabullante. No puede suceder que algunos convenios sean obstáculos insalvables de reorganización y flexibilidad empresarial. Deben poderse flexibilizar las relaciones laborales de una empresa antes que provocar su desaparición. (No hay nada más antisocial). Necesitamos soluciones que permitan una descentralización razonable de la negociación colectiva. Además, nuestro sistema de relaciones laborales tiene que permitir favorecer al trabajador más productivo, ligando ingresos y productividad, porque no hay nada más injusto que tratar igual a desiguales. Pero en nuestro mercado de trabajo también hay que abordar otros aspectos que siguen sin tomarse con la suficiente seriedad como la reforma educativa, la formación ocupacional y el control del absentismo. Tenemos que convencernos del concepto de formación durante toda la vida como elemento de empleabilidad y garantía de permanencia en el empleo, para lo cual esa formación tendrá que venir ligada a la realidad económica y a las perspectivas de futuro. Respecto al absentismo, hay que acometer un mayor control sobre él porque es evidente que hay quienes están abusando del estado de bienestar y eso supone un riesgo moral del sistema con un alto coste para todos.

Por lo tanto, podemos mantener nuestro actual marco laboral sin introducir las nuevas necesidades de nuestras empresas o progresar todos, sin que ello signifique desproteger derechos de trabajadores, aunque algunos quieran verlo así. Pero lo cierto es que somos campeones de Europa en desempleo, así que sí toca tomar decisiones o como decía Ortega «vamos a las cosas».

Francisco Aranda Manzano, presidente de AGETT.