Un micrófono en la muela del juicio

Conocí hace ya algunos años a una persona que tras su visita al dentista estaba profundamente convencida de que en la consulta, y por orden de la policía, habían aprovechado el momento para instalarle un micrófono en la muela del juicio, con el fin de vigilar todos sus movimientos. Lo cual le causaba, y eso es muy entendible, un profundo desasosiego, así como una enorme angustia, como no podía ser de otro modo.

Su situación me recuerda a la de algunos comentaristas de la actualidad política, que parece que acaban de salir de la consulta del mismo dentista. Viven la vida sin dejarla vivir, con un malestar enorme y con una angustia que es difícil combatir con medios normales. Perciben la realidad sin claroscuros. Todo es blanco o negro. Lo dice el dogma: o coincides conmigo en el análisis, o estás contra mí y, en consecuencia, contra la sociedad, porque yo soy la sociedad. No hay matices, ni posibilidades intermedias. No hay caminos tenues, no hay fronteras diluidas. Es mejor así: todo clarito y sin dudas. Y la verdad es que eso, lo de tener tan seguras las cosas, es una suerte envidiable y una gran ventaja de la que no podemos disfrutar los ciudadanos rasos, que tenemos que andar mendigando explicaciones para poder entender la realidad con una cierta tranquilidad y distancia. Mucho más en una situación como la actual, en la que lo único evidente es que no hay nada evidente, más allá de la vuelta a las armas de los salvapatrias de ETA, con su séquito de camisas azules incendiando autobuses.

Todo esto viene a cuenta de lo que se juegan los navarros tras estas elecciones. Nos lo recuerda mi colega Aurelio Arteta ('Lo que se juegan los navarros', EL CORREO, 9-6-2007): el primer y más grave problema político que tiene Navarra es el nacionalismo. Lástima de votantes, que se han vuelto a equivocar, y no se han enterado «ya sea por disimulo o por pura ignorancia» de eso que es tan claro y evidente. Andan aquí los nacionalistas cuestionando lo previo: nuestra propia esencia civil nada menos. Los nacionalistas han amenazado durante décadas a los gobiernos navarros, les han hecho ceder en política lingüística, han empobrecido la conciencia pública de las gentes y han contribuido, por no pensar como mi colega quiere que pensemos, a la desviación y al despilfarro de las energías sociales. Todo eso por negarnos al pensamiento único en el que tan cómodo se encuentra nuestro articulista.

¿Más todavía? Más: el nacionalismo no tiene políticas de derechas o de izquierdas; no construye colegios ni hospitales, ni impulsa la actividad industrial, ni contribuye a que los profesores de la UPV-EHU, como Arteta, puedan investigar de vez en cuando. O, si lo hace, es porque emplea su tiempo en disimular lo que es obvio, pensando siempre no en el tema objeto de la investigación, sino en el hecho de que esa actividad va a contribuir de forma necesaria al fortalecimiento de lo previo: el trazado de fronteras. Los nacionalistas somos unos desalmados, aunque solamente los más desalmados de entre nosotros se han dedicado a agredir, intimidar y matar. El nacionalismo es, por definición, reaccionario, al contrario de lo que le sucede a un partido tan poco sospechoso de eso como UPN. Así que ojo, que viene el diablo en forma de Uxue Barkos o de Patxi Zabaleta. Navarra está, en estos momentos, al borde de la perdición. Si me apuran, de su extinción. Rota y roja.

Responder a un artículo montado sobre semejantes cimientos es más complicado que responder a Moisés cuando baja del monte con sus tablas bajo el brazo y se encuentra al personal danzando alrededor del becerro de oro. La verdad y la certeza sólo pueden ser correspondidas con verdades y certezas de su propio nivel. Y yo, qué quieren que les diga, no las tengo. Carezco de esa competencia. Aunque alcanzo a ver sin dificultad que si Nafarroa Bai puede incidir en la política navarra no es porque «la tierra, la historia o los ancestros así lo han querido». No, no es por eso, porque ni los ancestros ni la historia han intervenido en las elecciones. Ha sido más bien porque miles de votantes, usando de su libertad, así lo han querido. Tan ciudadanos como el más ilustre navarrista. Con tantos derechos como el más docto de los profesores universitarios. Con un gran defecto, claro: no piensan como a alguien le gustaría que pensasen. Pero ese defecto es congénito en las democracias y, en general, no se suele combatir de forma tan burda.

Navarra está en peligro: tan sólo puede ser salvada por una gran coalición, encabezada por los constitucionalistas de UPN, empeñados, por cierto, en cambiar la Constitución desde hace ya muchos meses. Cualquier otra alternativa supone un desafío en el que se juega nada menos que «la autonomía política» (a propósito, ¿qué más da? ¿Para qué queremos autonomías y patrias?), «la paz social» y «la salud moral de nuestra comunidad...». ¿Válgame el cielo! Y nosotros sin saberlo.

No lo sé: no encuentro explicaciones fáciles para urdir argumentos de peso con esos mimbres, más allá de posicionamientos dogmáticos que siempre impiden poner en cuestión evidencias inmutables. ¿Tan difícil resulta aceptar que en democracia hay distintas formas de pensar a las que debemos, al menos, un poco de respeto? ¿Que no hay opciones, en ningún lado, que constituyan verdades únicas? ¿Que los ciudadanos debemos tener la posibilidad de articular la sociedad como nos parezca mejor, y que para ello podemos utilizar los argumentos que consideremos convenientes? ¿Que predicar cielos e infiernos es más propio de religiones que de pensamientos políticos? ¿Que las «necesidades comunes» las fijamos los propios ciudadanos? ¿Tan complicado resulta eso? Entre tanta pregunta, quizás se me ha olvidado la fundamental: ¿Habrá ido Aurelio también al dentista y tiene así información de la que no disponemos los demás?

Pello Salaburu