Un mínimo moral irrenunciable

En lo que llevamos de siglo XXI, la moral -la conducta libre y responsable- se mueve en el seno de una contradicción. Por un lado, hemos heredado la moral de la época moderna que se consolida con los valores de la Ilustración y la Revolución francesa. A saber: la libertad, la autonomía individual, el deseo de alcanzar la sociedad reconciliada, la democracia, el dominio de la naturaleza, el mercado, el crecimiento o el progreso. Por otro lado, hemos heredado la moral posmoderna que gira alrededor del relativismo y el escepticismo. El detalle que retener: la posmodernidad sería el corolario lógico de la crisis -no sabemos si reversible o irreversible- de la modernidad. Me explico. Si por modernidad se entiende aquella categoría ideológica, o aquel período de la Historia, que se caracteriza por el dominio de una serie de ideas o mitos resumibles en el concepto de progreso forjado por los comerciantes y humanistas del Renacimiento, y por los filósofos y políticos de la Ilustración, si por modernidad se entiende eso, hemos de reconocer que la modernidad habría entrado en crisis, porque en buena medida ha propiciado lo contrario de lo que pretendía: la emancipación del ser humano, sí, pero también la intensificación y sofisticación de los mecanismos de control; el dominio de la naturaleza, sí, pero también los problemas medioambientales; el crecimiento, sí, pero también el estancamiento y la crisis. Y la «muerte» de Dios ha generado centenares de pequeñas divinidades, la utopía ha devenido una pesadilla totalitaria, el hombre nuevo ha dado lugar a nuevas miserias y la paz perpetua ha sido substituida por la perpetua amenaza de la bomba.

Un mínimo moral irrenunciableHoy, cuando la Historia parece en fase de retroceso o reversibilidad -ahí está la obsesión enfermiza y oportunista que no cesa por la memoria histórica y la realización del pasado-, el proyecto de la posmodernidad -con su carga de individualismo, escepticismo, relativismo, narcisismo, nihilismo, hedonismo e indiferencia- sería una cínica forma de sobrevivir en el laberinto en que nos habría instalado la modernidad. Un proyecto -el posmoderno- sin unos valores ni principios vertebradores. Sin pautas articulatorias. Una especie de todo vale -dadaísmo moral- que resulta útil para acomodarse en el «caos» generado por la modernidad.

En el ámbito de la moral, de la conducta libre y responsable, la dialéctica entre modernidad y posmodernidad ha generado un anarquismo moral que se aleja de la norma. Propiamente hablando, dicho anarquismo ni cumple ni transgrede la norma. Está más allá de la misma. Diríase que el sujeto está en su mundo y va su aire y a su ritmo. La consecuencia: el anarquismo moral existente en una parte indeterminada de la población, no acepta la reprobación de la cual pueda ser objeto, porque considera que no ha incumplido o transgredido norma alguna al no considerarla o aceptarla como tal.

Frente a este anarquismo moral, hay que afirmar que la norma sí es necesaria. Y conviene cumplirla. Por interés propio y ajeno. Por egoísmo bien entendido. Por egoísmo racional. Para vivir mejor. Pero, no basta con la norma. Hay que ser -además- moral. Hay que obrar moralmente asumiendo la libertad individual y ejerciendo sin complejos los valores de nuestro ethos. ¿Qué valores? Aquellos que nos han constituido y nos definen. ¿Qué somos? Griegos, romanos, cristianos y liberales. Esto es, la razón, la experimentación, la democracia, la ciudadanía, el individuo, la ley, el derecho, la solidaridad, la caridad, la fortaleza, la templanza, el Estado de derecho, la tolerancia, la igualdad de oportunidades, el mercado, la propiedad privada, la innovación o la seguridad.

La condición de inmoral, amoral o relativista moral no sale a cuenta y carece de sentido. Hay que ser moral, 1). porque el ser humano -un ser social: sin comunidad de valores y normas no hay sociedad-, que debe elegir entre diversas acciones y opciones, necesita superar la inmoralidad en beneficio de un mínimo moral que le oriente sobre qué hacer y no hacer. 2). porque lo amoral es una contradicción en los términos que preconiza una moral -lo amoral es una forma de moral- que se niega a sí misma. 3). porque el relativismo moral también se niega a sí mismo al absolutizar de facto cualquier código moral.

También hay que ser moral y obrar de acuerdo a valores y normas, porque la moralidad es acción. Sin el obrar moral, la moralidad desaparece. Y, con ella, surge la akrasia aristotélica entendida como debilidad de la voluntad o el peccatum cristiano entendido como transgresión de lo recto y lo justo que puede conducir lo humano al límite. Un sociólogo hablaría del peligro de anomia.

Precisamente para superar el desorden -para armonizar el ser con el deber ser, lo personal con lo colectivo, lo privado con lo público-, la moralidad sugiere o impone determinado comportamiento. La acción moral se define en función de una preferencia socialmente aceptada. Se elige un comportamiento, porque lo preferimos a otro. Porque lo consideremos más digno, más justo, más decente, más decoroso, más valioso o más conveniente que otro. Vale decir que la sugerencia, la preferencia o la imposición morales toman cuerpo en una determinada sociedad y contexto. Y si es cierto que el individuo decide de acuerdo con lo que dicta la conciencia, no es menos cierto que dicho dictado surge y cobra sentido en el marco de los valores y normas de la sociedad que acoge e integra al individuo. Y no solo eso: la acción moral -la conducta moral de acuerdo a determinados valores y normas- indica el tipo de sociedad que se quiere. El tipo de sociedad a la que cual se aspira. Por eso, toda sociedad demanda un mínimo moral irrenunciable, prescriptivo y universalizable, capaz de responder a la cuestión del sentido de la libertad y la vida. Un mínimo moral que, en sociedades crédulas o descreídas, señale por lo que vale la pena vivir y luchar. Un mínimo moral -el compromiso moral del ser humano- fundamentado en valores del humanismo occidental revisitado como la persona, el individuo, la libertad, la dignidad del ser humano, la tolerancia, la pasión cívica o la prosperidad.

La acción moral -el imperativo: obras moralmente- es la condición de posibilidad de esa buena sociedad que se quiere. Y no se trata de conocer el Bien, sino de ser morales o, si se prefiere, ser «buenos». Para vivir mejor y más dignamente.

Miquel Porta Perales es articulista y escritor.

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