Un Ministerio de Asuntos Territoriales

A la luz de las secuelas que ha dejado la última legislatura y de la crispación que ha presidido el último ciclo electoral, no es un disparate deducir que lo que más deseamos todos es sosiego, estabilidad política y fair play.Los resultados de las recientes elecciones indican que la ciudadanía emplaza ahora a la clase política a que se concentre en su trabajo, abandone la confrontación permanente y articule pactos dirigidos a mejorar sus condiciones de vida. Los ciudadanos esperamos que el próximo Gobierno y los diputados recién elegidos colaboren para orear la atmósfera enrarecida que vicia desde hace años la política española.

Al futuro Gobierno hay que exigirle que no demore más la activación de las políticas sociales y que afronte con determinación y valentía la reconducción de los desacuerdos territoriales, liberándolos de las zarzas en que se encuentran enredados. Cataluña encabeza la lista de las discordias, pero el problema se extiende a otras regiones con similares problemas en cuanto a política lingüística o financiación, lo que pone de manifiesto un cierto agotamiento del Estado de las autonomías y de la Constitución vigente.

Un Ministerio de Asuntos TerritorialesUn precedente histórico ayuda a entender y buscar salidas a la actual coyuntura española. Después de octubre de 1995, cuando Quebec vivía su máxima euforia independentista, a pesar de que los soberanistas habían perdido un segundo referéndum de autodeterminación, las disputas entre anglófonos y francófonos alcanzaron su acmé. El Gobierno federal de Jean Chrétien nombró entonces a Stéphane Dion ministro de Asuntos Intergubernamentales con el encargo de que propusiera un desenlace al problema de Quebec. Dion, quebequés, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Montreal, era un firme defensor de un proyecto para Canadá, basado en la profundización de las ideas federales, es decir, en un proyecto común con respeto por y promoción de las diferencias lingüísticas, culturales e históricas de las diversas provincias canadienses y, en especial, pero no únicamente, de la de Quebec. Era una persona respetada por las distintas fuerzas políticas que reconocían su espíritu conciliador y su capacidad para el diálogo y la negociación entre proyectos aparentemente irreconciliables.

No importa destacar aquí tanto las medidas que Dion emprendió como la misión encomendada. El conflicto territorial canadiense tenía similitudes con el conflicto español, pero Canadá no es España: es un Estado plenamente federal. Lo que debe subrayarse es la feliz estrategia del Gobierno canadiense al designar a alguien con capacidad y cualidades para llevar a cabo un difícil cometido. Dion no se dedicó tanto a poner de relieve los riesgos de la secesión como a enfatizar las ventajas de un Estado federal abierto a la diversidad, como lo ha sido históricamente Canadá. Con estos mimbres, alumbró la Ley de la Claridad, que consiguió apaciguar las aspiraciones de ambos contendientes: no se excluía de entrada la celebración legal de otro referéndum, pero se la sujetaba a unas condiciones —democráticas y justas para una decisión de tanta envergadura como la secesión— que lo ponían difícil. De hecho, no ha habido desde entonces ningún otro referéndum en Quebec.

El federalismo no es solo arquitectura política. Es, además, cultura y educación sentimental. Promueve valores necesarios para la convivencia y el interés de los unos por los otros, en lugar de la confrontación o la indiferencia. Antes de proponer las medidas que se plasmaron en la Ley de la Claridad, el objetivo de Dion fue más modesto: dedicar tiempo y esfuerzo a la empresa en principio imposible de eliminar el victimismo de los francófonos de Quebec y convencerlos de las bondades del federalismo. Como quebequés no ignoraba la fuerza de la identidad quebequesa y el valor que tenía para muchos compatriotas. Como dejó escrito en My Praxis of Federalism (1998): “Los quebequeses quieren garantías de que su lengua y cultura sean vistas por el resto de canadienses como un valor y no como un inconveniente. Quieren garantías de que puedan ser a la vez quebequeses y canadienses, de que no tengan que escoger entre Canadá y Quebec”. Aunque, de entrada, la gestión del nuevo ministro fue fuertemente contestada tanto por el Partido Conservador de Canadá como por el fundamentalismo quebequés, el caso es que acabó reduciendo a la mitad el voto secesionista a la vez que proporcionaba un nuevo marco de relaciones institucionales entre el Gobierno federal y la provincia de Quebec dejando atrás las heridas de la división social. La figura de Dion y su actuación son un modelo para un Ministerio de Organización Territorial encabezado por una persona cabal, dialogante, paciente y conciliadora que revierta las maneras que llevaron a escribir las páginas más desafortunadas del conflicto catalán: el nihilismo de Rajoy, la ley Wert, la aplicación del 155, la declaración unilateral de independencia o la apropiación de los espacios públicos por parte del secesionismo. Una persona sensible a las reivindicaciones de las nacionalidades históricas que ponga un punto y aparte (no borrón y cuenta nueva) en los discursos irredentos para avanzar hacia soluciones pragmáticas. Escribe John Gray que la política “debe aportar soluciones temporales para conflictos permanentes”. Pues eso.

La misión del tal ministro o ministra debería ser esencialmente política. Hasta la fecha el Ministerio de Administraciones Públicas y Organización Territorial ha tenido un carácter fuertemente administrativo, pero apenas si ha avanzado en un programa de cooperación entre las diferentes autonomías. Y es que federar significa no sólo descentralizar, sino cogobernar y compartir soberanía. Al nuevo ministerio debería encomendársele, en colaboración con el Senado, una función emulsionante, pacificadora, y en lo posible, alejada de luces y taquígrafos para evitar que el ruido ambiente entorpezca su labor. Inspirándose en el modelo canadiense, algunas de sus líneas de actuación preferente, al menos por lo que a Cataluña respecta, podrían ser el consenso sobre una ley de lenguas, sentar las bases de una financiación razonable basada en la ordinalidad y delimitar mejor las competencias respectivas; todo ello en un clima de lealtad y juego limpio. La inspiración canadiense podría completarse con las lecciones aprendidas del Brexit británico y del caos político resultante de la endiablada cuestión de la frontera con Irlanda. Un ejemplo de la convulsión social que supone levantar muros en lugar de construir puentes.

Los ciudadanos esperan ahora que los partidos dejen de dirimir sus desencuentros utilizando a la sociedad civil (profesiones, comercio, ciencia, deporte, etcétera) como arma arrojadiza y que inicien un diálogo constructivo y regenerador que renuncie a polémicas estériles y nos ponga en el camino de la reconciliación y de un proyecto común que respete y favorezca las diferentes sensibilidades territoriales. La acción discreta de un ministro ad hoc podría ser una pieza clave en el conjunto de medidas que el nuevo Gobierno debería tomar para clarificar el futuro político de la cuestión catalana y devolver algo de calma al pueblo.

Victoria Camps y Antonio Sitges-Serra son miembros de la asociación Federalistes d’Esquerres.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *