Un ministro indigno que patea el Estado de Derecho

No hay una democracia digna de tal nombre que consienta que continúe en su empleo de ministro de la Seguridad aquel a quien una sentencia culpa de ordenar la comisión de un delito a un alto mando policial al que destituyó despóticamente por rehusar infringir la ley y desacatar a la juez instructora de un sumario que tenía de los nervios al Gobierno del que forma parte. Si ese gobernante tiene además oficio y profesión de magistrado, esa patente prevaricación debiera inhabilitarle para la función pública. No en vano, la preservación de derechos fundamentales queda seriamente desguarnecida por quien, debiendo ser garante y custodio, los atropella y asalta de esa manera tan desaprensiva que mueve a la máxima inquietud.

Es más, ningún Parlamento, si no quiere ser la casa de la mentira o directamente la Casa de Tócame Roque, toleraría ver sentado en el banco azul a un ministro que hubiera ultrajado a la verdad de la manera tan clamorosa y burda en que lo hizo al dar cuenta de los hechos ahora sentenciados. De consentirlo y darse por bien engañados por quien ha mutado en un mentiroso tan compulsivo que lo hace incluso antes de abrir la boca, esos diputados habrán elevado la mentira a una posición respetable y devaluado el arte de gobernar a lo que el poder togado juzga criminal. En uno de sus aforismos póstumos, el escritor y científico alemán sintetizó sus secuelas: «Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto».

Un ministro indigno que patea el Estado de DerechoValiéndose como cómplices –no cabe otro término– del delito de la directora general de la Guardia Civil, María Gámez, y del secretario de Estado de Seguridad, Rafael Pérez Ruiz, también magistrado a mayor abundamiento, el titular de Interior, Fernando Grande-Marlaska, cesó ilegalmente el último 25 de mayo al coronel Diego Pérez de los Cobos como jefe de la Comandancia de la Guardia Civil de Madrid en tanto que, según el fallo de la Audiencia Nacional adelantado el miércoles por Fernando Lázaro en EL MUNDO, fue apartado por cumplir la ley y someterse al mandato judicial. En consecuencia, no se trató –ratificando las informaciones periodísticas de aquellos días y negadas temblonamente por Marlaska desde el escaño azul– de un cese por pérdida de lealtad; al contrario, fue una sanción encubierta porque «el coronel no llevó a cabo el acto abiertamente ilegal que de él se esperaba».

Cuando se califican en estos nítidos y tajantes términos el desafuero de la máxima autoridad política de la Seguridad del Estado, ese mal mandamás ha perdido su auctoritas –y también debiera perder su potestas– para impartir una orden más a unos uniformados en los que el ciudadano deposita la garantía de sus derechos y libertades. Rota la exigible probidad, agravia la máxima ciceroniana de que «somos siervos de la ley con el fin de poder ser libres». Con el antecedente del ex juez Garzón, dado que podrá retornar a la Audiencia Nacional como magistrado en servicios especiales, hay que maliciarse lo peor de quien como ministro hace gala de tal carencia de escrúpulos.

Ahora, el coronel Pérez de los Cobos, el prestigioso jefe de la Benemérita al que Marlaska ha vetado su ascenso al generalato luego de su brillante contribución contra el terrorismo y asumir el mando de los Mossos en aplicación del artículo 155 de la Carta Magna para sofocar el golpe de Estado en Cataluña de 2017, debe ser readmitido en el desempeño del que fue depurado por mantener el secreto exigido en la instrucción judicial sobre la autorización gubernamental de las marchas feministas del 8-M de 2020 y su incidencia en la epidemia. Al proceder como Policía Judicial, la titular del Juzgado 51 de Madrid obligó a los investigadores de la Benemérita a no atender las solicitudes de información que, sobre esta materia, le fueran pedidas por «la dirección política de la Guardia Civil y de Interior». A tenor del lance, las suspicacias de la juez estaban fundadas y hubiera debido abrir una pieza aparte para reclamar incumbencias al más alto nivel.

A nadie escapaba la perturbación del presidente Sánchez ante la eventualidad de que la imputación del otrora delegado del Gobierno en Madrid, José Manuel Franco, nuevo secretario de Estado para el Deporte, abriera la espita judicial e incendiara el Consejo de Ministros en pos de posibles negligencias en la gestión del Covid-19. Conviene no echar en saco roto que Marlaska había defenestrado tres meses antes de jubilarse a José Antonio Nieto, encargado de Prevención de Riesgos Laborales en la Policía Nacional, por cursar una alerta interna a finales de enero de 2020, cuando el Gobierno desairaba la realidad usando como guiñol a Simón, El Mentiroso, en la que apremiaba la adquisición de material sanitario para evitar el contagio mortal dentro del Cuerpo.

Contrariamente a lo dicho por el financiero José María Amusátegui a uno de sus directivos en el extinto Banco Hispanoamericano de que «el presidente te da toda la confianza para que no te la tomes», Sánchez empujó a Marlaska a que lo hiciera instándole, a través de un edecán, a que averiguara que tenía entre manos la Guardia Civil y si comprometía al Ejecutivo. Al darse de bruces con el no de Pérez de los Cobos, en base a la observancia de la ley y a no inmiscuirse en la tarea del capitán jefe de la Policía Judicial, Marlaska recibió el ucase de hacer con él un cadáver para escarmiento y aviso a navegantes.

De hecho, en el curso de las pruebas practicadas por la Audiencia Nacional, así lo corroboró el teniente general Laurentino Ceña, director adjunto operativo, quien dimitió por la cacicada. En sede judicial, el más alto mando de la Benemérita esos días testimonió que, al requerirle tiempo a la directora de la Guardia Civil para oír lo que pudiera aducir el coronel-jefe de Madrid, obtuvo el absoluto rechazo de María Gámez «porque la decisión estaba tomada por Moncloa y se le iba a cesar», según refleja el veredicto. Más claro, agua. Por eso, mientras Sánchez no afloje los tornillos de su sillón, Marlaska pervivirá en su destino con la mochila de sus fechorías a cuestas.

Bajo el apremio monclovita, Marlaska se comportó de igual guisa que el ex ministro Rubalcaba con él en 2006 cuando era un magistrado grande y de fama. Mediante un chivatazo policial, Interior desbarató la operación judicial puesta en marcha por Marlaska para desarticular el aparato de extorsión de ETA en el irunés bar Faisán en plena negociación clandestina de Zapatero con la banda terrorista. Más obedientes al ministro que al togado al que debían reportar como Policía Judicial, los mandos uniformados le ocultaron deliberadamente la filtración de la misión contra los cobradores del impuesto revolucionario hasta discurridas 72 horas. Cuando «disponían del teléfono profesional de este instructor y de su móvil», según hizo figurar en las diligencias quien luego, gozando de gran notoriedad y popularidad por su brega contra el terrorismo, sacó rédito político hasta ensuciar su aura de antaño.

Tras ambicionar amorosamente un Ministerio, primero con Rajoy infructuosamente, no yendo más allá de promoverlo como vocal del Consejo General del Poder Judicial, y luego con Sánchez de forma fructuosa, ahora degenera como el denostado banderillero de Belmonte que fue gobernador de Huelva. Eso sí, después de pasar de cultivar la amistad de la hermana de Rajoy a hacerse notar en El País en 2007 para aclarar a su director que no podía ser «un duro conservador» quien había aprovechado una entrevista en su rotativo para reconocer «mi homosexualidad y cómo me había casado». Como ministro, Marlaska siempre ha procurado ir un paso por delante de las órdenes del presidente y, cuando no, ha acelerado la marcha arrollando lo que fuera menester. Consciente de que depende de la gracia de Sánchez, está dispuesto a traicionarse y a traicionar lo que haga falta «para atentar contra la legalidad o menoscabar la legalidad a la que todos, en definitiva, estamos sujetos», como le ha martilleado la Audiencia Nacional.

Parece obvio que, sin pasar por Facultad de Derecho alguna, ese subrayado tan cabal de la sentencia que lo crucifica no debiera ignorarlo ni un electricista. Si conserva –claro– la dignidad y entereza que acreditó en 1993 José Luis Corcuera cuando, ateniéndose a su palabra dada, dimitió irrevocablemente como ministro al anular el Tribunal Constitucional el artículo 21.2 de la Ley Orgánica sobre Protección de la Seguridad Ciudadana referido a la llamada patada en la puerta. «Cuando se anuncia un compromiso de esta naturaleza, los ciudadanos deben saber que los políticos son coherentes y lo cumplen, y que no se aferran a la silla», fue su réplica a los ruegos de que diera marcha atrás por parte de muchos de los más de 200 diputados que dieron su apoyo a la norma.

Corcuera hizo cuestión de honor de lo que hoy nadie hace, pese a sus éxitos contra el terrorismo encarcelando a aquellos que ahora su sucesor Marlaska acerca cada viernes de dolores. Para horror de los familiares de sus víctimas y desaliento de los supervivientes de acciones criminales como la que el sanguinario Henri Parot pretendió cometer en Sevilla, en abril del 90, apostando un coche-bomba junto a la Jefatura Superior de Policía, aledaña a un colegio de las Esclavas, a unos grandes almacenes y a la entonces sede provisional del Parlamento andaluz, y que remedió milagrosamente una pareja de la Agrupación de Tráfico de la Guardia Civil.

Lo que algunos achacaron a una cabezonería de quien supo discernir que «la coherencia y la responsabilidad son importantes en política», quedó, lejos de servir de ejemplo, como una extravagancia a ojos de una clase política reacia a conjugar el verbo dimitir. Como botón de muestra, su sucesor Marlaska, desde que agarró la cartera, no ha dejado de deslizarse por la pendiente del descrédito hasta contravenir al Tribunal Constitucional y justificar la patada en la puerta que precipitó el adiós de Corcuera. Todo ello a resultas del supuesto allanamiento policial de un apartamento turístico que registraba un guateque pese a prohibirlo las medidas anti Covid, mientras es reacio a intervenir en delitos como la ocupación ilegal de viviendas.

Si a esto se suma como puso a la Guardia Civil a espiar la vida de los otros para preservar la imagen del Gobierno en las redes sociales durante este eterno estado de alarma y como ha depurado el cuerpo al servicio partidista del Ejecutivo, humillando a generales y coroneles de la Benemérita que descollaron en la preservación de la integridad territorial y de la Constitución ante la sedición secesionista catalana –incluso en el juicio del 1-O frente a los silencios y carraspeos de sus jerarcas políticos–, se entenderá que Marlaska constituye un peligro público.

Con este bagaje ministerial y el baldón de la sentencia de la Audiencia Nacional que lo retrata como autor intelectual de tan vil arbitrariedad contra Pérez de los Cobos, se colegirá que quien tituló su autobiografía Ni pena ni miedo no produce pena, pero si miedo al verificar en qué se ha convertido y en lo que anda expedito hacer. Es tan buen bribón ya como vaticinó Samuel Johnson que sería un recién designado gobernador que acudió a preguntarle si creía que estaría a la altura del rango. No extrañará que los diputados filoetarras le sonrían y le sostengan, mientras orilla a las víctimas de sus destelladas de hiena.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *