Un mísero detalle

José Ortega y Gasset escribió en La rebelión de las masas que “la salud de las democracias, cualesquiera que sean su tipo y su grado, depende de un mísero detalle técnico: el procedimiento electoral. Todo lo demás es secundario”. Como ejemplo, cita la Roma republicana, que no supo adaptar su sistema electoral de pequeña urbe a su dimensión territorial del siglo I. Seguramente Ortega escribió esas palabras a finales de la década de 1920 pensando en el corrupto sistema electoral de la Restauración. Cuando en 1931 se proclamó la República, a la que tanto ayudó a nacer Ortega, el Gobierno provisional acertó al acabar con los pequeños distritos uninominales, que facilitaban el poder de los caciques, pero erró al cambiarlos por grandes circunscripciones en las que los diputados eran elegidos por el sistema mayoritario con voto plural (por ejemplo, en Madrid capital se elegían 18 diputados y cada votante tenía 14 votos): la gran prima a la listas ganadora (que se llevaba el 80% de los escaños de cada circunscripción) forzó a los partidos a coaligarse, con el efecto paradójico de darle a los ganadores una fuerza parlamentaria desproporcionada sobre el peso que gozaban en la sociedad; pero, al mismo tiempo, originando que muchos partidos estuvieran representados en el Congreso, lo que desembocó en frecuentes crisis de Gobierno.

En la Transición, todos los actores políticos relevantes tenían claro el error técnico de la República. Por eso, el Gobierno de Suárez pactó con la oposición democrática un sistema electoral que pretendía lo mejor de los dos mundos: mantener la proporcionalidad entre la fuerza social y la parlamentaria de los partidos, pero evitando que su número se disparara. Para ello diseñaron un Congreso con muchos menos diputados, a pesar del aumento de la población (350 frente a 470 de la República), circunscripción provincial con un mínimo de dos diputados y fórmula electoral proporcional. Pero como el diablo se esconde en los detalles, los padres de la ley electoral no estuvieron atinados en el diseño de un elemento secundario: para impedir el acceso de pequeños partidos fijaron una barrera electoral, un porcentaje mínimo de votos para obtener un diputado. Les pareció que el 5% exigido en Alemania era demasiado exigente y lo rebajaron al 3%. Además, como en 1977 no teníamos nada parecido a los Länder, el porcentaje se fijó en cada provincia, sin darse cuenta de que eso convertía a la barrera en inoperante porque, por el tamaño de las circunscripciones españolas, en la inmensa mayoría se necesita mucho más del 3% para obtener un diputado. De hecho, la barrera electoral solo ha operado una vez en las 15 elecciones generales que se han celebrado desde entonces: en las de 1993 el CDS obtuvo el 2,9% de los votos en Madrid, pero la barrera impidió que lograra el diputado que la proporcionalidad pura le otorgaba. Con increíble despreocupación, la Ley Orgánica de Régimen Electoral General mantuvo en 1985 esa barrera y lo mismo hicieron la mayoría de las leyes electorales autonómicas, como la Ley 3/1987, de 30 de marzo, Electoral de Castilla y León.

Durante muchos años el sistema electoral para el Congreso fijado en el Decreto-ley 20/1977 (en buena parte constitucionalizado en 1978) parecía funcionar aceptablemente bien, cumpliendo con sus objetivos de lograr que la fuerza parlamentaria de los partidos no fuera muy diferente de su fuerza social, al mismo tiempo que ofrecía estabilidad gubernamental: durante 40 años los dos grandes agruparon, en términos redondos, el 75% de los votos y el 85% de los escaños. Funcionó a la perfección en las cinco elecciones en las que el partido ganador consiguió la mayoría absoluta de los diputados. Pero cuando no consiguió esa mayoría absoluta (digamos el PSOE en 1993 y el PP en 1996) se puso de manifiesto una falla técnica del sistema electoral: eliminaba a los terceros partidos estatales, mientras que no perjudicaba a los partidos nacionalistas que, con menos votos, obtenían más diputados (por ejemplo, en el 2004 CiU consiguió 10 diputados con 835.000 votos; mientras que IU solo logró 5 con 1.160.000). Por tanto, los únicos partidos con los que el ganador podía pactar para lograr la ansiada mayoría absoluta eran los nacionalistas. Partidos que, lógicamente, iban a lo suyo: mi voto a cambio de transferencia de competencias, mayores inversiones, mejora de la financiación, etc. Y los grandes líderes nacionales aceptaron: puertos, parques nacionales, competencias de tráfico, generosidad en el cálculo del cupo vasco, nuevo Estatuto, lo que fuera necesario. Así hubo quien protestó enérgicamente porque el Gobierno cedía el 15% del IRPF a las Comunidades y cuando le tocó a él gobernar cedió el 30%. Se llegó a pagar con los Presupuestos Generales del Estado la restauración de la barandilla del Paseo de la Concha de San Sebastián y la Plaza de la Memoria en Vitoria. Cinco diputados verdaderamente beneficiosos para su tierra.

A la vista de esa utilidad, en muchas provincias de la España olvidada han empezado a preguntarse si no les sería más útil seguir el ejemplo nacionalista y votar a sus propios partidos. Desde luego, las inversiones recogidas en los Presupuestos Generales de 2021 y 2022 demuestran la utilidad de Teruel Existe para los turolenses. Lógicamente, las elecciones castellanoleonesas han reflejado estos planteamientos: mientras UP y Ciudadanos solo tienen un diputado cada uno con el 5% de los votos; tres partidos locales, todos con porcentajes inferiores, lograron siete escaños. El efecto imitación, que tanto ha espoleado la dinámica centrífuga del Estado autonómico, ha terminado por saltar a los partidos políticos. Por eso, ahora los grandes están preocupados por la eclosión de partidos territoriales, que tanto daño electoral les pueden hacer. La solución técnica es relativamente sencilla, elevar la barrera electoral al 5% autonómico. La solución política es, en teoría, también sencilla. Pero algún problema práctico debe tener porque hace ya 90 años que el propio Ortega la propuso en La redención de las provincias: basta con que en los despachos de Madrid se preste más atención a las provincias, comenzando por montar candidaturas de personas representativas y no meros funcionarios del partido, siempre atentos a los deseos de sus superiores y poco a las reivindicaciones de sus paisanos.

Agustín Ruiz Robledo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada.

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