Un modelo político agotado

El único aspecto positivo de la profunda crisis que atravesamos quizá sea disponer de la siempre interesante oportunidad de presenciar, en primera fila y a tiempo acelerado, el derrumbe de un sistema político, aunque eso sí, con el grave inconveniente de no saber cuánto va a durar todavía, qué va a sustituirlo y, especialmente, cómo va a hacerlo.

No es que los muchos defectos del modelo estuviesen precisamente ocultos en tiempos de bonanza, pues eran evidentes para cualquiera que se molestase en tener los ojos abiertos, pero sin duda la prosperidad general permitió asumirlos como disfunciones inevitables, ni siquiera exclusivas de nuestro país y, a la postre, fácilmente negociables. La crisis ha venido a hacer añicos esta ilusión. Comprendemos ahora que esos defectos son trabas formidables que amenazan con gripar la maquinaria del Estado, hundir definitivamente nuestra economía y dejarnos a todos en la estacada.

Durante un tiempo confiamos en que bastaría con sustituir a los tripulantes al mando para que las cosas se solucionasen, como si éste fuese sólo un problema de gestión o de mera competencia técnica. Pero es necesario asumir que esta crisis deriva, como casi todas las verdaderamente complicadas, de un conjunto de incentivos perversos que afectan necesariamente a todo aquel que ocupe el poder jugando con las reglas ahora en vigor.

En un sistema político tan descentralizado como el nuestro, en el que las citas electorales que ponen en juego intereses vitales de los partidos (o mejor dicho, de quienes los controlan) se repiten cada pocos meses, no existen incentivos para ejecutar estrategias a largo plazo. Más aún, la dirección de esos partidos está apoyada en un extenso y trabado régimen clientelar que disuade de adoptar medidas de adelgazamiento y racionalización del sector público. Como hemos visto con los actuales Presupuestos, los recortes se centran en la inversión y en los servicios públicos esenciales, mientras se permite que las numerosísimas entidades y empresas públicas, al disminuir sus ingresos sin disolverse, sigan consumiendo el grueso de sus presupuestos en su propio mantenimiento. Un sistema de organización territorial abierto y en constante mutación fomenta que la ambición personal de poder se imponga siempre a la racionalidad y a la eficiencia.

Por lo demás, una partitocracia tan cerrada como la nuestra impide asumir responsabilidades por las derrotas. Los candidatos repiten hasta la extenuación, sin más aval que el apoyo del aparato del partido que, evidentemente, ellos han montado a su imagen y semejanza por la fácil vía de respaldar a su vez a aquellos fieles que han probado su lealtad en los momentos difíciles.

La consecuencia es una dirección política sin verdaderos incentivos para asumir reformas estructurales claves para el futuro del país. Pedir a los políticos que se olviden de sus intereses particulares y se sacrifiquen por el interés general es no comprender cómo funciona este sistema partitocrático que hemos construido entre todos. Los líderes con personalidad y visión de Estado capaces de asumir ese riesgo (y hasta de salir airosos) son muy escasos, y de cualquier forma no son los que selecciona y promueve este sistema.

No es necesario leer la última literatura económica para comprender la trascendental importancia del diseño institucional a la hora de explicar la prosperidad o el declive de las naciones. Es una idea tan antigua como Spinoza, cuya obsesión era construir el régimen político «de tal manera que los ciudadanos, sea cualquiera su carácter, prefieran el Derecho Público a sus comodidades particulares». Nuestro sistema no ha sido capaz de conseguir que nuestros políticos prefieran el Derecho Público a sus intereses partidistas, y está en camino de conseguir que a los ciudadanos de a pie les ocurra lo mismo. Medidas como la amnistía fiscal o los indultos a financieros y políticos corruptos no ayudan a generar la necesaria adhesión al sistema, imprescindible para garantizar su supervivencia.

Cuando un sistema político llega a este punto, está condenado a cambiar. Puede hacerlo inteligente o traumáticamente, tras un largo y agónico proceso de degeneración. En la mayoría de los casos suele pasar esto último. Las inercias creadas por los intereses en juego son demasiado poderosas como para que el cambio se haga desde dentro. Ahora bien, es necesario comprender que la temida intervención desde fuera por la UE o el FMI, de producirse, no solucionará ningún problema. Los acreedores se preocuparán solamente de lo suyo, no de refundar el Estado en beneficio de las nuevas generaciones. La simple amenaza de la intervención tampoco resultará lo suficientemente motivadora para emprender reformas clave. La reacción se limitará, como ya estamos viendo, a intentar aplacar a los acreedores sin poner en riesgo las propias prerrogativas, acudiendo antes que a eso, si es necesario, a las peores estrategias de la razón de Estado, como demuestra la citada amnistía fiscal.

El resultado más previsible, por tanto, será un escenario de creciente desafección y contestación social, en el que los nacionalistas intentarán aprovechar la oportunidad para forzar la máquina y lograr así su aspiración secular, fomentando aún más la crispacion y la dificultad de llegar a un consenso.

El cambio inteligente tiene pocas posibilidades, pese a que no se trata de refundar el Estado de arriba abajo. Reformar la actual estructura territorial no implica mayor centralismo, sino un federalismo moderno sin solapamientos, corresponsable y con competencias claramente deslindadas. Reformar nuestra partitocracia no implica acabar con los partidos políticos, sino extender a este ámbito la transparencia (cosa que no hace el actual anteproyecto), modificar nuestra ley electoral y garantizar una muchísima mayor participación ciudadana en la designación de candidatos. Con ello se trata simplemente de restaurar el principio de responsabilidad (o de la accountability, como dicen los anglosajones) que es, en definitiva, la clave de bóveda de todo diseño institucional que aspire a crear prosperidad. No son reformas técnicamente difíciles. Sólo exigen voluntad política. Pero los incentivos están en contra.

Ante este aparente bloqueo, ¿qué cabe hacer? Spinoza tendría una respuesta clara: saberlo, tomar conciencia de ello. No es infrecuente que, inmersos en profundos procesos de cambio político y social, los ciudadanos que los sufren no sean verdaderamente conscientes de su trascendencia. Suele ser precisamente esa ignorancia la que hace que las inercias se perpetúen y la degeneración final conduzca a rupturas indeseables. Ser conscientes del problema implica asumir que lo que aquí se explicita no es una mera opción política más que quepa descalificar, a veces de forma grotesca, como centralista o reaccionaria, sino un simple diagnóstico de la realidad. Y la realidad siempre se abre camino contra todos los intentos de negarla. Conocerla es el primer paso para que nuestra preocupación por lo inmediato ceda frente a nuestros futuros intereses colectivos.

Rodrigo Tena es notario y coeditor del blog ¿Hay Derecho?

1 comentario


  1. ¿Cómo que no hay alternativa todavía a esta degenerada oligocracia,partidocracia o
    estado de paartidos bajo la forma monárquica?Claro que la hay,por supuesto que sí.
    LA REPUBLICA CONSTITUCIONAL como forma de estado y LA DEMOCRACIA REPRESENTATVA
    como forma de poder o gobierno.

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