¿Un multilateralismo fragmentado?

En medio de los ataques constantes por parte del presidente norteamericano, Donald Trump, ha comenzado la batalla por el futuro del multilateralismo. Las demandas anteriores de reformas pragmáticas han escalado hasta convertirse en una presión por una transformación general –o inclusive la destrucción total- del marco global de instituciones multilaterales. Trump parece preferir un “sistema” en el que los acuerdos bilaterales reemplacen el orden multilateral basado en reglas. Como Estados Unidos sigue siendo la economía más avanzada del mundo (y una de las más grandes en términos de precios de mercado), cree que Estados Unidos pueden conseguir el mejor “acuerdo” negociando solo, sin ataduras a las reglas internacionales –una visión que extiende a los asuntos militares.

Si bien el multilateralismo había hecho un progreso sustancial desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, surgió la necesidad de una reforma continua, debido a los cambios en la estructura de la economía mundial. A fines de los años 1990, las economías de los mercados emergentes habían crecido en tamaño y participación de mercado, superando al grupo conocido como “Quad” (Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea y Japón), que había dominado el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT) y su sucesor, la Organización Mundial de Comercio. Un cambio similar en el “peso económico” afectó al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial. En el centro de este cambio estaba el crecimiento espectacular de China.

En el caso de la OMC, la mera cantidad de países en desarrollo que se habían incorporado también hizo necesario el ajuste. La imposibilidad de concluir la Ronda de Doha de negociaciones, después de 14 años de conversaciones, fue un síntoma del problema. En los años 2010, surgió un sistema en el que negociaciones comerciales mega-regionales –principalmente, las negociaciones para el Acuerdo Transpacífico y el Acuerdo Transatlántico para el Comercio y la Inversión- y otras negociaciones “minilaterales” tuvieron lugar fuera del marco de la OMC.

Los ataques de Trump, que se producen luego del fracaso de la Ronda de Doha, pueden conducir al fin de una OMC funcional. Sin embargo, el debate sobre el destino de la OMC es parte de una discusión más amplia en relación al multilateralismo, que incluye a las Naciones Unidas, al G20 y al FMI. A riesgo de simplificar, tres “sistemas” alternativos parecen posibles.

La primera alternativa es un sistema dominado por acuerdos bilaterales, en el que las reglas internacionales y el derecho internacional están ausentes. Esto se aplicaría no sólo al comercio, sino también a las muchas cuestiones regulatorias “detrás de las fronteras” que se han vuelto parte de las negociaciones comerciales. También minimizaría el papel del FMI y del Consejo de Estabilidad Financiera, y pondría fin al esfuerzo multilateral liderado por el G20 para impedir una carrera cuesta debajo de las estrategias de optimización fiscal de las empresas. En su forma extrema, ésta se vuelve una visión en la que prevalece la “ley de la selva”.

La segunda alternativa es el sistema actual, en el que los países utilizan el multilateralismo global para hacer cumplir reglas comunes. Este sistema incluye muchas organizaciones regionales; pero en la cima del sistema hay instituciones multilaterales globales como el FMI, el Banco Mundial y la OMC, con el objetivo de formular reglas y estándares globales.

Finalmente, podemos imaginar un sistema en el que se abandona el intento por establecer reglas globales y donde agrupaciones regionales o de países con intereses afines formulan sus propios conjuntos de reglas. Este tipo de sistema respondería a las diferencias en las preferencias que puedan tener los países. En teoría, debería ser fácil concebir dos sistemas regulatorios diferentes que reflejen, por ejemplo, las diferentes prioridades que Estados Unidos y la UE le asignan a la privacidad. En la práctica, sin embargo, implementar dos sistemas diferentes sería complicado, dada la profunda interacción entre Estados Unidos y la UE, y ha demostrado ser difícil en el caso de la Regulación General de Protección de Datos de la UE.

El primer sistema descarta todos los esfuerzos por proporcionar bienes públicos globales y gestionar los efectos de derrame, incluidos los que se han producido en las últimas décadas. Los países se convertirían en participantes de un juego de represalias de idas y vueltas que crea pérdidas inclusive para los más fuertes y que, muy probablemente, también llevaría a un conflicto militar. Es exactamente lo que los líderes de las potencias victoriosas después de la Segunda Guerra Mundial intentaron evitar.

Pero el rechazo de la “ley de la selva” no significa que todo esté funcionando bien con las instituciones y reglas existentes. Existe una clara demanda de alguna diferenciación en las reglas y las normas para responder a las diversas preferencias.

¿Esto significa que deberíamos adoptar el tercer sistema, un multilateralismo fragmentado, sin demasiado espacio para las instituciones globales?

Una vez que hemos analizado el grado de interdependencia, no sólo de las economías sino de las sociedades del mundo, se torna evidente que un sistema fuertemente fragmentado no sería capaz de brindar los tan buscados bienes públicos y beneficios globales. Ciertamente hay espacio para que las agrupaciones regionales o los países con intereses afines se organicen. Nuestras instituciones globales muchas veces no siguen el principio de la subsidiaridad.

Dicho esto, la necesidad de reglas globales, como las que conciernen al clima, aumentará con las nuevas tecnologías. Estamos en los albores de una revolución cognitiva que no puede más que acentuar los retos globales. La ciberseguridad requiere una acción global. Un área en la que apenas estamos comenzando a pensar, la ingeniería genética, exigirá reglas y limitaciones globales. En el terreno militar, tenemos el tratado de no proliferación nuclear; pronto necesitaremos un tratado destinado a limitar el uso de soldados robot movidos por inteligencia artificial. En verdad, en términos más generales, el uso de inteligencia artificial también requerirá lo que podríamos llamar una nueva ética global.

La cooperación entre países con intereses afines y geográficamente próximos debería, sin duda, estimularse. Pero eso no viene a sustituir las reglas y las normas globales que se necesitan para enfrentar los desafíos existentes e incipientes del mundo.

Kemal Derviş, former Minister of Economic Affairs of Turkey and former Administrator for the United Nations Development Program (UNDP), is Senior Fellow at the Brookings Institution.

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