Un mundo convulso

Decir que vivimos en un mundo convulso es un tópico bastante vulgar al que muchos se agarran para argumentar que cualquier tiempo pasado fue mejor, y cargar así contra sus enemigos favoritos, sea el progreso económico, la desigualdad, el consumismo, la tecnología, el capitalismo, el deterioro de la naturaleza, etc., cada cual tiene sus preferidos.  Sin embargo, este tipo de conclusiones, tal vez por aquello que decía Baroja de que las conclusiones hay que reservarlas para los imbéciles, no suelen estar motivadas en ningún análisis especialmente fino, son, más bien, prejuicios de preferencia que se anteponen a cualquier examen atento. Basta con imaginar lo que sería un mundo en decrecimiento económico, sin tecnología, sin ahorro y beneficio, sin competencia o sin consumo para concluir que cualquier mundo opuesto al que tenemos sería, sin la menor duda, mucho peor. Esta es una idea que se puede argumentar con gran facilidad reconociendo de qué lugares escapan las personas y hacia qué lugares van. Lo que ocurre es que en Occidente hemos sido tan exquisitos que veneramos a nuestros críticos, escuchamos con arrobo a quienes nos insultan y no pocas veces acabamos por convertir en figuras memorables a auténticos bastardos, incluso a criminales.

Las diferencias entre lo que hacemos y lo que pensamos son una consecuencia bastante directa de esa difícil situación en la que nos colocamos cuando nuestros juicios quieren ser negativos pero nuestras acciones se niegan a dejar de ser, digamos, vulgares. Es el caso, por ejemplo, de quienes abominan del capitalismo, pero tienen una suculenta cartera de bienes, esos que piensan que capitalistas, abusones e insolidarios son solo los demás, los que actúan diciendo que no hay nada más tonto que un obrero de derechas, pero no dicen lo listos que se sienten siendo ricos de izquierdas, por ejemplo.

Lo que es difícil negar es que abundan las personas que se hacen una imagen contradictoria del mundo, que no entienden nada de lo que pasa, pero no renuncian a maltratar a quien no piense como ellos dicen pensar. En su descargo, hay que admitir que los sistemas de socialización vigentes han roto en buena medida con las creencias y convicciones del pasado y que, como apuntó Tocqueville, eso nos hace sumergirnos en la oscuridad. Las contradicciones y absurdos a que nos conduce la confusión reinante nos asaltan por doquier, pero me limitaré a poner un solo ejemplo que me parece paradigmático: muchos progresistas que defienden con convicción que las muchachas de dieciséis años puedan abortar sin consentimiento paterno están conformes con que un adulto cualquiera necesite la firma de un médico para comprar casi cualquier medicamento. Si a usted no le parece que el caso es paradójico, le aconsejaría que, como dicen los catalanes, se lo haga mirar.

¿Qué se puede hacer para sobrevivir con un mínimo de dignidad intelectual y moral ante semejantes absurdos? El problema más importante no reside en que el mundo esté convulso, sino en que muchas personas han perdido la aguja de marear y tienen como indiscutibles un alto número de enormes tonterías y lo hacen, además, sin el menor asomo de vacilación. Creo que la única manera de tratar de salvarse de caer en semejantes estupideces es mantener con esfuerzo un número mínimo de fuertes convicciones. Expondré algunas de ellas con brevedad.

La primera de todas es la creencia en que existe algo como la verdad y que es importante reconocerla. Es verdad, valga la paradoja, que hay muchas verdades que no están a nuestro alcance y que la mera abundancia de información no ayuda demasiado al buen sentido, pero mantener una firme convicción de que conviene distinguir lo que es real de las numerosas monsergas que se nos cuentan es un principio fundamental que, si se respeta con inteligencia, resulta ser de enorme ayuda práctica.

La segunda convicción que me parece harto recomendable es la creencia en que el mundo, con todos sus jeribeques y contradicciones tiene, pese a todo, alguna clase de sentido y que no está mal tratar de comprenderlo. Esta convicción tiene algo de religioso, descansa mejor en la creencia de que existe un orden querido por Dios que en la de que todo es fruto de la pura casualidad, del azar, pero no está ligada de manera indispensable a ninguna creencia religiosa en particular. Una versión de esta idea bastante importante es la que afirma que el bien y el mal son de suyo distinguibles y opuestos, aunque nosotros no tengamos una vara de rey para distinguirlos siempre y en todas las circunstancias, y de ahí la necesidad de ser tolerantes.

La tercera convicción recomendable es la que afirma que con ayuda de la razón y siempre con esfuerzo se pueden reconocer una gran cantidad de verdades que son relevantes. Por desgracia, la política, en la medida en que implica competencia desmedida, suele militar en contra de esta razonable creencia porque tiende a homologar de manera desvergonzada toda clase de falsedades y a convertir la mentira, el arte de engañar, en una habilidad casi admirable. La política, el interés, el beneficio, la publicidad, la fama, la presión social suelen ser enemigos declarados de casi cualquier forma de racionalidad y de cálculo. Esto es lo que decía Orwell al afirmar que si se conserva la capacidad de reconocer que dos más dos son cuatro la libertad no corre todavía demasiado peligro.

Por último, me parece muy recomendable la idea de que estamos obligados a intentar que la convivencia sea posible, a respetar las opiniones y gustos ajenos, a evitar la violencia, a renunciar a imponer nuestras convicciones por la fuerza.

Claro que estamos ante un mundo convulso, pero si hubiese suficiente gente con la cabeza sobre los hombros y con ganas de hacer el bien, de convivir y de reconocer la verdad, los graves problemas a los que hemos de enfrentarnos se podrían ver con cierta calma, podríamos dejar que los que más saben y mejor razonen traten de ayudarnos a resolverlos. Una circunstancia que parece bastante digna de preocupación es que, hablando en general, las universidades no parecen estar cumpliendo la misión de formar a personas capaces de plantearse con rigor esta clase de cuestiones. Unas se abandonan a la formación de expertos, esos que dicen saberlo todo de algo, pero tienden a no saber nada de nada. Además, como muy bien ha explicado aquí mismo José Carlos Rodríguez, muchas universidades están cayendo en el sectarismo y la discriminación ideológica y convierten diversas especies de totalitarismo blando en una ortodoxia sofocante y regresiva que hace que se transformen en centros de intolerancia en lugar de ser escuelas de libertad.

Un mundo convulso necesita mentes claras y abiertas, no dogmatismos cerrados e intolerancia, y eso es algo que debiera preocupar a cualquier ciudadano que estime que la libertad y el progreso son preferibles a la sumisión y el oscurantismo. En manos de todos está el procurar que la serenidad, el buen juicio y el respeto a la verdad se conviertan en valores que nos iluminen y protejan.

José Luis González Quirós es filósofo y analista político. Su último libro publicado es La virtud de la política (La Antorcha).

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