Un mundo feliz para los bancos centrales

Un mundo feliz para los bancos centrales
Dursun Aydemir/Anadolu Agency via Getty Images

Hace 20 años los responsables de los bancos centrales estaban orgullosos de su conservadurismo y mentalidad cerrada; para ellos era una virtud preocuparse más por la inflación que por el ciudadano promedio, y se esforzaban al máximo por ser obsesivamente repetitivos. Como dijo el futuro gobernador del Banco de Inglaterra (BOE) Mervyn King en 2000, su ambición era ser aburridos.

La crisis financiera de 2008 truncó abruptamente esa meta. Desde entonces, los responsables de los bancos centrales estuvieron ocupados desarrollando nuevos instrumentos de política para apagar incendios y protegerse contra las amenazas que iban surgiendo. De todas formas, muchos soñaban secretamente con volver a los buenos viejos tiempos del conservadurismo cauto (con mucha atención en la estabilidad financiera).

Pero los recientes anuncios de la Reserva Federal de EE. UU. y el Banco Central Europeo sugieren que no hay vuelta atrás, ahora los responsables de los bancos centrales se entusiasman frente a objetivos de política de los que antes escapaban, en especial, solucionar la desigualdad y el cambio climático.

Comencemos con la desigualdad, si algo distinguía a los funcionarios que eran elegidos de los que no a la hora de definir responsabilidades, era que las decisiones distributivas y las concesiones solo correspondían a los segundos.

Sin embargo, la Fed anunció que ahora prestará atención a situaciones en que el empleo esté «por debajo» de su nivel máximo, en lugar de centrarse en sus «desvíos». Según el presidente Jerome Powell, el motivo principal de este cambio es haber tomado conciencia de que un mercado de trabajo ajustado beneficia a las comunidades con bajos ingresos y a las minorías étnicas. Solo con una tasa de desempleo agregada muy baja quienes están en la periferia del mercado de trabajo se benefician por un acceso significativamente mejor al empleo y a salarios más elevados.

Desde hace mucho los responsables de las políticas saben que una economía «de alta presión» beneficia a las minorías y las personas menos capacitadas, y que la Fed tiene la particularidad del doble mandato que le asignó el Congreso: lograr tanto la estabilidad de precios como el pleno empleo. Lo novedoso es que, en vez de definir sus propias tareas en términos puramente macroeconómicos, la Fed ha señalado su voluntad de participar en un esfuerzo colectivo para combatir la pobreza.

El motivo, afirma la Fed, es que tras escuchar a los ciudadanos se convenció de que el mercado de trabajo estadounidense es heterogéneo y que tratar de reducir el desempleo al límite puede resultar beneficioso; pero en el mundo de ayer, la Fed estaba orgullosa de aislarse de la política y, por lo tanto, de no escuchar a los ciudadanos.

El BCE todavía no completó su revisión de políticas, pero es improbable que llegue conclusiones similares. Mientras que la Fed puede considerar que una inflación más elevada en Colorado es un precio aceptable para un mercado de trabajo más ajustado en Mississippi, el BCE no puede funcionar del mismo modo. El apetito de los países europeos por ese tipo de solidaridad es limitado y, en lugar de eso, los responsables de los bancos centrales europeos se inclinan cada vez más por apoyar a la acción climática.

El BCE no se adentra en territorios desconocidos, en un discurso histórico en 2015, el por entonces gobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, enfatizó los riesgos para la estabilidad financiera que surgen del cambio climático y la responsabilidad que imponen a los reguladores. Esta idea llevó a que los riesgos climáticos se convirtieron en un tema de preocupación para los supervisores de los sistemas financieros.

Pero en la actualidad los responsables de los bancos centrales de la zona del euro van aún más lejos: la presidenta del BCE, Christine Lagarde, dijo que pretende «explorar todas las vías disponibles para combatir el cambio climático» mientras que su colega en la junta, Isabel Schnabel, aludió a la exclusión de los bonos «marrones» de las operaciones de política monetaria. Por su parte, el gobernador del Banque de France, François Villeroy de Galhau sugirió aplicar un recorte por emisiones de dióxido de carbono a los activos aceptados en garantía.

Favorecer a los activos verdes implicaría un alejamiento de la neutralidad del mercado que garantiza la máxima eficacia de la política monetaria; cruzaría además otro límite al convertir al BCE en el ejecutor de una política para la cual no tiene mandato alguno, excepto la cláusula general de que, sujeto a mantener la estabilidad de los precios, el Banco Central apoya las políticas de la Unión Europea.

Para los críticos ortodoxos, esto es repugnante. John Cochrane, del Instituto Hoover (quien no niega el cambio climático) acusa al BCE de redefinir su intervención para ampliarla excesivamente; el presidente del Bundesbank,Jens Weidmann, muestra una notable falta de entusiasmo; y la propia Fed es mucho más cauta que sus contrapartes europeas respecto de la acción climática.

No es coincidencia que tanto la Fed como el BCE se aventuren en nuevos territorios. La inflación desapareció, al menos temporalmente, y ninguna de esas instituciones desea ser el sumo sacerdote de una deidad olvidada. Sus acciones casi simultáneas señalan los cambios tectónicos que afectan actualmente a las sociedades civiles, e ilustran el deseo de las instituciones políticas independientes de mantenerse en línea con las preferencias sociales para conservar su legitimidad.

Pero esas decisiones conllevan riesgos, la Fed ha quedado atrapada entre su propio compromiso para encontrar el límite inferior del desempleo y la indiferencia del gobierno del presidente Joe Biden hacia los peligros de un estímulo económico excesivo. Es posible que se haya atado las manos en el momento equivocado.

En cuanto al BCE, la justificación relacionada con estabilidad financiera para aplicar políticas más ecológicas solo es parcialmente convincente (después de todo, las burbujas verdes también son una amenaza). Y luego tenemos al riesgo para la estabilidad financiera que surge de otorgar créditos a empresas que invierten en tecnologías para la descarbonización, suponiendo que los gobiernos fijarán un precio a las emisiones de dióxido de carbono lo suficientemente elevado como para que esas inversiones sean rentables en el futuro... pero los gobiernos suelen incumplir sus promesas.

Esto no quiere decir que los bancos centrales deban quedarse de brazos cruzados. La desigualdad y la emergencia climática son desafíos inmensos que estas instituciones políticas no pueden ignorar, pero sería preferible enmendar explícitamente las misiones de los bancos centrales a dejar que los responsables de las políticas monetarias decidan sobre la forma en que deben evolucionar sus tareas.

Esto es especialmente así en el caso del BCE, cuyo mandato —según el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea— está extremadamente circunscrito a mantener la estabilidad de los precios (en el caso de la Fed, se puede afirmar que ocuparse de la desigualdad no la aparta de su mandato). Debido que los tratados de la UE son tan difíciles de enmendar, está bien que el BCE explore y experimente, pero las decisiones sobre las metas de la institución deben, en última instancia, recaer en sus mandantes: los estados miembros.

Jean Pisani-Ferry, a Senior Fellow at Brussels-based think tank Bruegel and a Senior Non-Resident Fellow at the Peterson Institute for International Economics, holds the Tommaso Padoa-Schioppa chair at the European University Institute.

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