Un mundo sin columnistas

'Chantaje en Broadway' despliega de manera más o menos disimulada las andanzas reales de un legendario articulista –Walter Winchell– que tenía sesenta millones de lectores y un programa de radio que encumbraba o fulminaba a funcionarios de la Casa Blanca, creaba de la nada estrellas teatrales o cinematográficas y cancelaba a las más famosas de ellas con un solo comentario despectivo: tenía arrodillado a sus pies a todo el mundo. A David Gistau la «recreación periodística» de esa magnífica película de 1957 –manipulación, extorsiones, ambición sin límite– le resultaba exagerada, pero también es cierto que algunos pasajes le recordaban la avidez y el temor con que políticos y celebridades revisaban rápidamente las 'negritas' de Umbral para ver si aparecían mencionados y el modo en que los jóvenes aspirantes acudían al café y guardaban silencio mientras Ruano escribía allí a la vista de todos; recién cuando el maestro ponía el punto final, declaraba «ya estoy escrito» y atendía a los presentes.

Un mundo sin columnistas
NIETO

El flamante ganador del premio Luca de Tena, Pedro Cuartango, evocó ese film olvidado en un reciente 'podcast' de ABC («Hablamos de todo: la mirada de los columnistas») para ejemplificar la inmensa influencia que las firmas de opinión habían poseído en aquellos tiempos y para explicar, por contraste, la escasa y relativa potencia que hoy mantenían. Lo acompañaban en la ocasión otros dos articulistas de las nuevas generaciones: Rosa Belmonte y José F. Peláez, que se mostraban de acuerdo en general con esa idea. Sin falsas modestias, los tres aseveraban también allí que el periodismo de investigación, editado por las grandes cabeceras, tenía mucha más influencia que cualquiera de ellos, puesto que una primicia era capaz de hacer dimitir a un ministro o a un burócrata. Como soy un fervoroso lector de los tres, me atrevo aquí a discrepar afectuosamente con estos grandes escritores de periódico. En principio, la clase de influencia que ejercía Winchell –interpretado en blanco y negro por Burt Lancaster– se corresponde a un momento irrepetible de la historia de los medios de comunicación, que efectivamente eran entonces dioses únicos, omniscientes y omnipotentes: todavía no existían las redes sociales ni otras formas democratizadoras de la información, y en consecuencia ejercían el imperio de la verdad y cometían abusos.

En el siglo XXI, felizmente los medios no tienen ni de lejos el monopolio de la opinión pública; por lo tanto, la comparación me parece injusta: no son las plumas de los diarios quienes han perdido preponderancia sino la prensa en general. Pero vamos al núcleo del asunto: si a los que hoy mandan el genio de la lámpara les ofreciera cumplirles un solo sueño, es seguro que elegirían borrar de la faz de la tierra a los columnistas. Pensarían primero, naturalmente, en los grandes reporteros de investigación y en los filosos editores de noticias, pero llegarían muy rápido a la conclusión de que éstos producen dolores agudos de cabeza, pueden desatar incluso dimisiones y abrir causas judiciales, pero que todo esto conforma a lo sumo un fenómeno focalizado y temporal: pasada la tormenta, la nave puede seguir su curso. La gran malla de columnistas, en cambio, pone en jaque todo su andamiaje literario, que aspira a ser perenne y a consolidar una hegemonía cultural y hasta un sentido común.

Desde hace unas décadas gobernar es fundamentalmente narrar, y los gobiernos se han transformado en laboriosas y efectivas maquinarias de ficción. Su principal actividad es gestionar las coartadas ideológicas y trazar los perímetros de la discusión popular, y son precisamente los columnistas quienes rasgan esa cortina retórica porque refutan con hechos y contrargumentos el cuento labrado por los 'escribas' del palacio. No hay peores 'fake news' que esa serie de falacias o medias verdades emitidas e institucionalizadas por el Estado y reforzadas por sus propios medios –cautivos o asociados–, por sus militantes de tertulia y por los activistas convencidos o bien pagados que operan cada día en las redes para defender lo indefendible, explicar lo inexplicable, embellecer lo horrible o darle seriedad a lo esperpéntico. En esa guerra de las palabras, los articulistas se ven obligados cotidianamente a correr detrás de las tramas impuestas desde arriba y a desmontarlas una por una, en una especie de carrera del gato y el ratón, que a veces parece cómica, y que en el fondo es trágica. Porque tanto el posmarxismo como su primo carnal –el neopopulismo– han afinado hace rato el arte primordial del timo: dominar la lengua, fomentar fábulas acerca del pasado y del presente, generar identidad, dividir con discurso a los justos de los réprobos, estigmatizar adversarios y relativizar horrores de sus socios más abominables. En la estela de Gramsci –el lenguaje es creador de realidad– y de algunos posestructuralistas –la realidad no es objetiva sino subjetiva y el poder se construye con un sistema de enunciaciones bien calculadas– la política es un permanente acto bautismal: se lo bautiza a un oponente como repudiable o como reaccionario y al final de un proceso insistente la sociedad queda finalmente persuadida. El populismo, en su versión más benigna, es confrontar y persuadir, y algunos de sus teóricos han acercado a determinados gobiernos la necesidad de rescatar los modelos sofísticos, operados con persuasores de corazón y con propagandistas de alquiler, y cooptando aparatos de legitimación, generalmente con intelectuales y artistas rentados de manera directa o indirecta. Si el trabajo está bien hecho y ha sido sostenido en el tiempo, la hegemonía de pensamiento, con sus marcos teóricos y reglamentarios, queda consagrada.

Las firmas son las que perforan el tinglado y cuestionan el libreto, y es por eso que constituyen el material más valorado por los lectores. Su influencia es social: no impacta en el microclima del poder, sino en el ciudadano de a pie que no quiere ser engañado. Si yo viviera en España y no en un barrio sudamericano, no saldría de mi casa sin lavarme los dientes y sin haber leído a Ignacio Camacho. Cuando los gobiernos se transforman en factorías literarias, los articulistas se convierten en 'trabajadores esenciales', precisamente porque hay una pandemia de narrativas mentirosas en continua circulación. El sueño húmedo de ciertos políticos es un mundo sin columnistas.

Jorge Fernández Díaz

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