Un mundo sin monumentos

No es un desahogo aislado ni una ventolera efímera de un grupúsculo indígena que arma bulla para que le concedan más subsidios. Últimamente, en Estados Unidos proliferan las persecuciones contra monumentos colombinos, denominaciones, subsistencia en el imaginario colectivo, descubridores, fundadores, geógrafos que metieron a aquellas tierras en los mapas de todos, religiosos que incluyeron a sus habitantes en la civilización occidental que, con todos sus defectos, hasta ahora ha sido la más fructífera y compasiva con el ser humano: si quieren comparamos y vemos quiénes salen escaldados. Los hechos alcanzan notoriedad porque ocurren en EE.UU.: estatuas emporcadas y decapitadas, calles y nombres que vuelan, se proscribe hasta el recuerdo de algún general con fuerte arraigo entre la parroquia local. Diríase que los desmanes de nuestra izquierda hispana, ciega y sorda como es –tolerados con ruborosos mohines por la derecha política– han hecho metástasis y ya inundan el mundo.

Un mundo sin monumentosPero no. La maniobra de descrédito de la presencia española en el continente americano es antigua, data del siglo XIX, aunque ya hubiera antecedentes en el XVIII. Y si en Estados Unidos se erigieron estatuas a Colón no fue por unas inexistentes consideración y simpatía por España o por sus descendientes de allá, los criollos, sino como halago para los inmigrantes italianos que, ante el retroceso y la habitual inopia española, ocuparon todo el escenario. Dos vías principales utilizaron los norteamericanos en el plano ideológico para dividir y atomizar las sociedades criollas posteriores a las independencias: la penetración de sectas protestantes (tan ligadas siempre a los intereses nacionales de Estados Unidos) y la promoción del indigenismo, con la impresentable careta de la restitución moral y la preocupación humanitaria, mientras exterminaban tranquilamente a los indígenas de su propio territorio, o del que acababan de usurpar a México. Ya Prescott (1835) en su Historia de la conquista de

México sentaba las directrices ideológicas de cuanto luego vendría: fanatismo, intolerancia, codicia resumían el legado de España en el continente. Y lo escribía cuando todavía no habían expoliado Texas, Nuevo México, Arizona, California, pero sí tenían la vista puesta en la anexión de Cuba (desde 1810, el presidente Madison).

Los textos escolares de EE.UU. saltan de Cortés a Hidalgo, de Pizarro a San Martín y Bolívar, o de Francisco Vázquez Coronado a El Álamo: en medio no hubo nada, excepto algunas alusiones a la tiranía española, la Inquisición (que en América no alcanzó ni de lejos los grados de Europa) y la esclavitud indígena. Mucho más cerca, con vitola científica, la Escuela de Berkeley (Cook, Borah, Simpson, Dobyns) engordó las cifras de la supuesta población precolombina hasta 112 millones de habitantes (Rosemblat la había calculado en 11–13 millones), con la finalidad patente de agravar la culpabilidad de los conquistadores, pues a mediados del XVII los indígenas se habían reducido a seis millones (según Rosemblat, 10-12). Faltaban cien millones, hermoso número redondo fácil de memorizar por mentes atrapadas en la repetición de tópicos elementales y clichés en blanco y negro. Una de las imágenes más bochornosas que he contemplado en mi vida fue escuchar, en La Habana en enero de 1992, en unas Jornadas sobre el Quinto Centenario, al gran escritor paraguayo Augusto Roa Bastos –que por entonces ya tenía nacionalidad española, lo que yo celebré– abundando en el ataque a España a cuenta de los cien millones de indígenas muertos, con la frivolidad de cualquier progre español.

Cuando los concejales hispanos de Los Ángeles votan contra Colón no sólo están sometiéndose al despotismo de la demagogia acrítica, sobre todo están certificando que su lavado de cerebro y aculturación son perfectos, que los Wasp no sólo les robaron la tierra, también el pasado, la historia de su nación mestiza, en que hubo indios, negros, españoles… y que todos fueron antepasados suyos. Es estrafalario que reniegue de Colón y sus secuelas un tipo de nombre Nepomuceno Balderas o Hipólito Vargas, el aculturado perfecto presto a someterse a todo, menos a un pasado que odia porque lo ignora y que ningún daño puede hacerle. Si en España tenemos flor de antifranquistas retrospectivos, en América disfrutan de hemipléjicos y tuertos morales que sólo ven recuerdos censurables de un lado. Como bien señalaba Elvira Roca Barea (autora de Imperiofobia…, libro que debería ser lectura obligada en las escuelas y no digamos entre los políticos), en el caso de Los Ángeles y su concejal semiindígena Mitch O’Farrell: «…ha disparado con mucho cuidado porque él sabe muy bien que sólo le está permitido disparar contra aquellos símbolos que no representan nada significativo para los blancos protestantes» («El Mundo», 4-9-17).

Sin ser exhaustivos, la memoria es lamentable: un diputado filipino propone cambiar el nombre a su país; hace años, el tirano venezolano Chávez hizo arrastrar la estatua de Colón en Caracas; la de Pizarro en la Plaza de Armas de Lima ya fue removida; en México sigue siendo misión imposible erigir en público un monumento a Cortés; en Baracoa (Cuba) tiempo ha escondieron en el cerrado museo local la tarja que recordaba haber sido aquella la primera ciudad fundada en la isla, aunque sí está bien visible un horripilante (artísticamente hablando) monumento al indio haitiano Hatuey, que pereció a manos de los españoles por sus correrías y asaltos; la muy equilibrada y honrada sra. Fernández, expresidenta de Argentina, también arremetió contra presencias y menciones de Colón, aunque olvidó descabalgar de su pedestal al general Roca, exterminador de los indios pampas, y a Mitre y Sarmiento, inspiradores de la campaña, como de la otra, en que se pasó a cuchillo al 90% de la población paraguaya, en connivencia con Brasil. Y me pregunto qué pito ni qué flauta tocó Colón en todos esos desastres. El Almirante no era un santo, pero se le recuerda por su aportación capital para el desarrollo global de la Humanidad, no por sus abusos (que los cometió).

Si rascamos en la historia de cualquier nación que haya tenido relevancia y poder, siempre aparecen cosas feas y nadie estaría facultado para levantar monumentos a nadie. Es un esfuerzo baldío que solo conduce al resentimiento y el odio, no a la convivencia y la cooperación. El vomitivo cóctel Escuela de Fráncfort-Campus americanos (a base de rencor, complejos e ignorancia más publicidad) está consiguiendo crear una atmósfera irrespirable en el único mundo que merece vivirse. Y si quieren, otro día hablamos del papel de turcos, árabes y régulos negros en el milenario tráfico de esclavos en Asia y África.

Serafín Fanjul, miembro de la Real Academia de la Historia.

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