Un murciélago en el café

Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo (EL MUNDO, 12/03/06):

En esta sociedad de la información, en la que hasta lo más dramático se paladea, engulle y olvida en un pispás, es muy difícil distinguir lo anecdótico de lo sustancial. Cuando todo queda mediáticamente empaquetado de acuerdo con la misma tensión evanescente, y por lo tanto trivial, sólo la perspectiva del tiempo permite identificar que algo de verdadera importancia ocurrió delante de nuestras narices hace no sé cuantas semanas, meses o incluso años. Y, sin embargo, yo me atrevo a afirmar que el pasado fin de semana nuestro periódico publicó una de esas noticias que constituyen un punto de inflexión, porque marcan un antes y un después en la percepción que la minoría racionalista, que siempre ejerce de vanguardia del conjunto de una sociedad abierta, tiene de sus gobernantes.

Me refiero a la denuncia de que el ministro Montilla había alterado en el BOE el texto de un decreto ley, aprobado en el Consejo de Ministros, por el que se ampliaban las competencias de la Comisión Nacional de la Energía. O, para ser más exactos, me refiero al desmentido que el departamento de Industria divulgó al día siguiente.

Como se recordará, el propósito de la reforma legal era cambiar sobre la marcha las reglas del juego del sector energético para intentar bloquear la OPA de la empresa alemana E.ON sobre Endesa. Al atropello de dictar una normativa ad hoc contraria a la letra y el espíritu de los tratados de la Unión Europea y a la complicación política de hacerlo contra el criterio del tan escandalizado como timorato vicepresidente Solbes, se unían la precipitación y el atolondramiento de un ponente del limitado bagaje intelectual de Montilla. El Consejo de Ministros debió de ser interrumpido para formular de sopetón una consulta a la Abogacía del Estado y tuvo como rúbrica una inenarrable rueda de prensa en la que el susodicho no fue capaz de hilvanar una explicación medianamente coherente de lo acordado.

Tras conocer la advertencia expresa, formulada esa misma mañana por un portavoz de la Comisión Europea, contra cualquier barrera sobrevenida a la libre circulación de capitales, alguien pronunció las divinas palabras de aquel viernes: «Lo único que no nos puede pasar es que después de quedar como chulos, quedemos como arrugaos».Y la deposición final del Ejecutivo fue digna de la calidad de su deliberación. Tal y como quedó literalmente recogida en la referencia oficial del Consejo de Ministros, la nueva disposición reunía todos los inconvenientes del desafío a Bruselas -dejaba incluso rastro expreso de que estaba motivada por la «urgente necesidad» de reaccionar ante «operaciones en curso» que con la legalidad vigente resultaban de «imposible corrección»- y sólo una pequeña parte de las ventajas anheladas por Montilla para cerrar el paso a los alemanes.

Pero fiel a la regla de que toda chapuza es siempre empeorable, el que fuera conseguidor del PSC ante el consejo de la Caixa, devenido ahora en conseguidor de la Caixa ante el Consejo de Ministros, se enfundó presuntamente los manguitos para tirar de lapicero y goma de borrar, añadiendo y suprimiendo pasajes clave en el decreto ley, durante el fin de semana que tardó en recorrer el camino que media entre La Moncloa y la imprenta del BOE. Así es como al punto 2 de la Función 14 de la CNE le brotó un esqueje en forma de apartado «c», en virtud del cual dispone a partir de ahora de capacidad para bloquear una OPA, mediante la mera invocación de San Queremos. Y así es como, simultáneamente, en la «justificación de la nueva norma», quedaron podadas las plumas más delatoras del plumero de Montilla, como si la «necesidad» hubiera dejado de ser «urgente» o la «corrección» no se apareciera ya como «imposible».

Perseguido por una sombra alargada de su propia torpeza llamada prevaricación, a este paradigma del principio de Peter no le quedaba ya sino negar la mayor. Y fue en el momento en que, en nota oficial, achacó el flagrante descuadre a «un error» en la trascripción de la nota del Consejo de Ministros cuando ante mis ojos saltó el chispazo que caracteriza a esos instantes decisivos en la saga-fuga de todo equipo político con más ambiciones que escrúpulos.

Ya sabíamos de la peculiar manera de utilizar el álgebra del secretario general del PSC por el caso del crédito con intereses menguantes -único impagado de la Historia en el que cuanto más tiempo pasaba menos dinero se debía-, pero ahora se ha superado a sí mismo al convertir dos acciones tan materialmente distintas como la de introducir un apartado completo en un texto legal -modificando con precisión correlativa el alfabeto de la denominación de los demás- y la de suprimir varias expresiones embarazosas en otro lugar de la norma en sólo «un error», eso sí, unívoco, congruente y armónico.

Espero llegar a conocer alguna vez a ese prodigioso errador, o más bien herrador, capaz de manipular tan coordinadamente -y siempre por azar- los cascos anteriores y posteriores del nuevo semental legislativo enviado en auxilio de aquel señor Gabarró que, después de tanto alardear, a la hora de la verdad ha terminado ofreciendo unas prestaciones absolutamente insuficientes para fecundar el ánimo vendedor de los accionistas de Endesa.

Entre tanto es menester aferrarse a Montaigne para iluminarnos con su distinción entre «decir mentira» y «mentir». Ejemplo de lo primero es la insistencia de Zapatero en que el Estatuto catalán es constitucional y no afectará para nada a la unidad de España porque el presidente está «diciendo cosa falsa, mas considerando él mismo que es verdadera». En cambio su ministro de Industria personifica en este lance lo segundo con toda su fealdad: «En verdad, el mentir es vicio maldito», pues «implica el ir contra la conciencia y por consiguiente sólo atañe a aquellos que hablan contra lo que saben».

Matiz importante éste el de «hablar contra lo que se sabe», frente a la definición agustiniana de la mentira como el «decir lo contrario de lo que se piensa». ¿Por qué tiene que ser «lo contrario» si, como advierte Montaigne, «el reverso de la verdad tiene cien mil caras y un campo infinito»?

De ahí que Carlos Castilla del Pino en su antológico volumen sobre El Discurso de la Mentira establezca cuatro categorías de mensajes al distinguir entre la «verdad verosímil», la «verdad inverosímil», la «mentira verosímil» y la «mentira inverosímil».Como ejemplo de lo primero pone el anuncio de que alguien desayunó café con leche; como ejemplo de lo segundo que, para su sorpresa y desagrado, se encontró un ratoncillo dentro de la taza; como ejemplo de lo tercero, que en vez de café con leche desayunó cualquier otra cosa; y como ejemplo de lo cuarto, que no era un ratoncillo sino un murciélago lo que había en la taza.

En todo lo relacionado con la OPA Montilla se había venido moviendo hasta ahora en las arenas movedizas que separan la segunda de la tercera categoría. Cuando alegaba que no había intervenido en la cancelación parcial del crédito de la Caixa al PSC, que no había concertado con Gas Natural el asalto sobre Endesa o que no estaba presionando a ningún órgano de la Administración a favor de las pretensiones del grupo catalán no sabíamos bien si se trataba de algo que, por difícil que resultara de creer, al final era ramplonamente cierto o de una falacia hábilmente revestida del ropaje de la estulticia administrativa.

Fue con la explicación de que las diferencias entre la nota del Consejo de Ministros y el texto del BOE obedecieron a ese «error de trascripción» cuando el murciélago de la cuarta categoría cayó aparatosamente sobre la taza de la credibilidad ministerial, adornando con toda justicia al apurado Montilla de salpicaduras indelebles.

El carácter de este episodio como punto de no retorno se apoya en la recomendación del propio Castilla del Pino: «Todo discurso mendaz ha de estar construido de modo tal que el efecto de engañar sea factible, para lo cual debe pasar por veraz, es decir por sincero, hasta el punto de que si se sorprende a alguien en su mentira, éste pueda aducir que estaba equivocado, no que mentía, y de esta manera seguir pasando por veraz Dicho de otra forma, hay que mentir de manera que, a ser posible, nunca se pueda comprobar que se ha mentido».

Pues bien, ése es el último puente volado por el ministro con su «mentira inverosímil» porque cualquiera podrá «comprobar» siempre, cotejando ambos textos, que es empíricamente imposible, que las diferencias sobrevenidas puedan ser achacadas a ese «error de trascripción». Es cierto que en una primera fase la nueva convicción sólo impregnará a una minoría de grafómanos que, además de ser lectores de EL MUNDO, sienten alguna inquietud por la ética de la vida pública. Pero el tam tam ha empezado a sonar y poco a poco irá llegando hasta los últimos confines de la aldea nacional: «Mon-tilla, men-tiroso, Mon-tilla, men-tiroso, Mon-tilla, men-tiroso ».

Siempre se pone como ejemplo de la gravedad de la mentira en la política el hecho de que Nixon no cayera por organizar actos delictivos en su guerra sucia contra los demócratas, sino por engañar a los norteamericanos al negar su implicación; y me consta que estas Navidades a Zapatero -tan partidario de las libertades yanquis como hostil a su actual presidente- le impresionó bastante que el New York Times publicara anuncios de página completa en los que diversas asociaciones de derechos civiles pedían la dimisión de Bush, al acusarle de idéntica doblez en relación con las escuchas ilegales fruto de las medidas adoptadas tras el 11-S.

Sin necesidad de llegar hasta el extremo de «algunas naciones de las nuevas Indias» que, según Montaigne, «ofrecían a sus dioses sangre humana, mas no de cualquier parte, sino extraída de la lengua y las orejas, para expiar el pecado de la mentira», más le valía al inquilino de La Moncloa demostrar con el ejemplo que las falsedades insostenibles pronunciadas bajo el manto protector de su Gobierno tienen algún coste político. Tanto por razones morales como de índole práctica.

Respecto a lo primero, es Victoria Camps quien subraya de forma muy certera que «es la dominación lo que hace fácil y posible la mentira» porque «se le miente al niño, al enfermo, al débil, al vulnerable, al que depende de otros». Y añade que «lo que hace de la mentira una injusticia condenable es la intención de engañar, la no consideración del otro como un igual, la utilización del otro como medio». En política esto equivale a despreciar a los ciudadanos, tratarlos como a súbditos y tomarlos por imbéciles.¿Cabe descalificación más severa a los ojos de quien, como Zapatero, dice promover el republicanismo cívico y la cultura de la no dominación? Esperemos que cuando vuelva Pettit por España, al menos no le presente a Montilla.

Pero ya que no podemos esperar demasiado de sus principios, al menos que funcione su pragmatismo. Nuestro presidente debería desembarazarse cuanto antes de un señor que pretende hacernos creer que ha encontrado un murciélago en el café porque nada hay tan contagioso como la erosión de la credibilidad de un equipo político. Con todo lo que tenga de sintomático, la alteración del texto del decreto ley sobre la CNE no es sino una anécdota comparada con los tres grandes asuntos enlazados que dominan la legislatura: la investigación del 11-M, las conversaciones para iniciar un «proceso de paz» con ETA y las reformas estatutarias en clave «soberanista». Y para afrontarlos con una mínima garantía de éxito, sobre todo una vez que ha decidido prescindir de la búsqueda del consenso con el PP, Zapatero necesita que los ciudadanos le crean o cuando menos le sigan concediendo el beneficio de la verosimilitud.

Felipe González entró en barrena cuando en relación al GAL optó por el numantinismo de las «mentiras inverosímiles». Esta semana hemos visto parpadear al Gobierno tras las nuevas revelaciones de EL MUNDO sobre la patente manipulación de las pruebas aportadas al sumario del 11-M. La nota de la Dirección General de la Policía se ha atrevido a asegurar que Trashorras no mencionó que El Chino fuera amigo de los etarras de Cuenca porque, en definitiva, siempre será la palabra de unos policías contra la de otros. Y también se ha atrevido a proclamar que, como tal cuerpo, la Policía no tuvo acceso al Skoda hallado en Alcalá hasta el propio 13 de junio o que no hubo más que una «inspección ocular técnico-policial» de dicho vehículo porque ha medido lo suficiente cada palabra como para conservar vías de escape en el caso de que nuevas revelaciones pongan en evidencia tales «mentiras verosímiles».

Mucho más significativo es, sin embargo, que el desmentido oficial ni se atreva a mantener que el coche estuviera aparcado en Alcalá desde el 11-M, ni diga una sola palabra en defensa de la tesis -seriamente cuestionada por EL MUNDO- de que la decisiva mochila de Vallecas, madre y madrastra de cuanto sucedió aquel sábado y aquel domingo en España, procediera de los trenes. Confío en que tampoco el presidente vuelva a repetir que todo esto es «basura informativa» y se limite, en cambio, a reiterar, a dúo con su africana, la convicción de que «todo» está «muy claro» y de que el 11-M lleva camino de ser un caso plenamente resuelto. Mientras él deje un solo resquicio para ello, por muy nefastas que nos parezcan sus decisiones y muy equivocadas que creamos sus opiniones, seguiremos tratándole con la dignidad y el respeto que merece todo presidente legítimo de esta democracia. Pero el día que él cruce el Rubicón de la impostura y se presente agarrando por el otro ala al murciélago de Montilla, estaremos esperándole con la célebre frase de Nietzsche: «Lo que me hace estremecer no es el que tú me hayas mentido, sino el que yo ya no te crea a ti». Seguiremos informando.