Un navío que hace aguas

Por Michel Wieviorka, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 05/04/06):

El proceso desatado por el contrato de primer empleo (CPE) en Francia no ha concluido, pero cabe afirmar que la movilización que ha suscitado permite extraer, al menos, tres lecciones.

Primera lección: en el momento actual se enfrentan dos tipos de tendencias o perspectivas juveniles. Una de ellas, compuesta básicamente por estudiantes de enseñanza secundaria y superior, aspira a integrarse en la sociedad y se halla empeñada en luchar contra la precariedad y la flexibilidad encarnadas por el CPE, movida por el deseo de encontrar su sitio en el mercado laboral. Lo cierto es que últimamente ha hecho oír escasamente su voz sobre sus experiencias en el instituto o la universidad; no ha exigido -o en escasa medida- que se debatiera el funcionamiento del sistema educativo o se sometieran a examen y análisis los métodos de generación y difusión de conocimientos. Nada ha dicho prácticamente de la política universitaria o de investigación, ha optado en cierto modo por poner entre paréntesis su presente en el instituto o la universidad para proyectar sus inquietudes sobre el mercado laboral.

La otra juventud -la que pudimos ver en acción en la revuelta de los barrios periféricos el pasado otoño- se encuentra aún más alejada de cualquier tipo de participación en los debates sociales sobre la escuela o la universidad. Más bien le anima la rabia contra un sistema que la excluye y la recluye en guetos sociales tratándola de forma racista y presentándola como un problema étnico-religioso. Hay que advertir que esta segunda juventud no es necesariamente violenta, a lo que cabe añadir que los alborotadores de estas últimas semanas no proceden todos ni mucho menos de barriadas populares. Esta juventud a la que ahora me refiero suele ser una juventud silente que, en ocasiones, estalla en un violento clamor, en tanto que la primera de la que antes hablaba suele optar por evitar el estropicio.

Ninguna de ambas clases de juventud se ha hallado en disposición de proponer o introducir los grandes debates que, sin embargo, les afectan profundamente. La primera de ellas ha dicho no a Villepin, la segunda se enfrentó a Sarkozy: tal es el recuerdo que probablemente permanecerá de un periodo escasamente propicio al alumbramiento de un movimiento social de jóvenes capaz de introducir una reflexión sobre el porvenir.

Segunda lección: a diferencia de lo acaecido en 1995 con ocasión de la reforma de la Seguridad Social o, más recientemente, de las jubilaciones, el sindicalismo ha dado la imagen de unidad, una unidad que debe mucho no sólo a la arrogancia del poder, sino también al interés que para cada sindicato y en cada momento podía representar la adhesión o el respaldo a la causa de los alumnos de instituto y estudiantes en general. La CFDT, sobre todo, ha desempeñado un papel importante en la creación de un sólido frente de rechazo y repulsa. Ahora bien, más allá de la repulsa, ¿qué se saca en concreto? El sindicalismo francés sigue débil y su implantación coincide en buena parte con lugares y sectores donde el empleo goza de mayor protección: en la función pública, en la enseñanza o en las grandes empresas públicas. Sabe montar en cólera cuando la protección y las conquistas sociales están en la cuerda floja, ya sea por espíritu de cuerpo o por solidaridad, como en el caso más reciente que vive el país, y se esfuerza -laboriosamente- por transformar el rechazo en contraproyectos o propuestas de reforma... Ha dado una imagen de fuerza sociopolítica considerable a la hora de detener la dinámica de destrucción del modelo social francés, tarea a la que se aplica actualmente el poder, e intenta al menos salvar los muebles. Sucede, no obstante, que se halla falto si no de imaginación, sí de recursos para contribuir a armar un nuevo modelo.

Se abre paso, en consecuencia, la imagen pasmosa de un combate de tres actores librado en cierta medida en la cubierta de un navío que hace aguas, el modelo social francés: por un lado, los jóvenes, una parte decidida a seguir a bordo contra viento y marea y otra plenamente consciente de que el navío les ha desembarcado hace tiempo; por otro lado, los sindicalistas, que tratan de evitar el naufragio, pero que sólo son capaces de achicar agua con crecientes apuros. Y, enfrente, un primer ministro que no hace más que precipitar el desastre y que considera que es suficiente, si el crecimiento económico coopera engrasando el engranaje, proceder a destruir el navío para construir otro.

Tercera lección: las manifestaciones y reacciones de simpatía y comprensión por las protestas contra el CPE van más allá de los jóvenes y los sindicalistas que se movilizan. Dan fe de una inquietud mucho más amplia, que enlaza con lo observado ya en 1995 -contra el plan Juppé de reforma de la Seguridad Social- o en el 2005, con el no en el referéndum sobre el tratado constitucional europeo. A muchos franceses les preocupa el futuro; muchos, asimismo, se identifican con las iniciativas contrarias al cariz que últimamente están tomando las cosas. Y éstos no fían en reformas, sino en un auténtico parón.

Da la impresión de que las posturas políticas emprenden la senda de la radicalización y que existe un foso mayor entre quienes se muestran favorables a la adopción de medidas de inspiración neoliberal (eventualmente acompañadas de más autoridad y orden o, más modestamente, de reformas), y quienes de un modo u otro hacen hincapié en la defensa de lo que subsiste de las prestaciones sociales. El sistema político, en tales circunstancias, ofrece la imagen de un bloqueo, prólogo -según ciertas perspectivas que apuntan en dirección a un panorama catastrófico- del gran desorden y confusión que las algaradas de los alborotadores se habrían limitado a anunciar.

¿Existen perspectivas políticas suceptibles de permitir una vuelta al optimismo? En la derecha, la respuesta es clara y nítida y se encarna en la figura de Sarkozy, quien, junto al rigor, propugna una fórmula compuesta de tres factores clave: la república como principio de orden, una política económica de inspiración neoliberal y un cierto reconocimiento de la presencia de las minorías en el espacio público, siempre y cuando contribuyan a garantizar el orden republicano. ¿Y la izquierda? La ecuación deseable es de formulación relativamente sencilla: se trata de conjugar la solidaridad y, en consecuencia, la defensa de la protección social, con la capacidad de proyectarse hacia el porvenir abriéndose a Europa y al mundo en un planeta globalizado. Habrá de conciliar, por decirlo de otro modo, lo mejor de la vieja izquierda -la clásica preocupación por lo social- con la modernización que plantean las exigencias encarnadas por cambios y transformaciones que zarandean la política tanto desde arriba -la globalización, la construcción europea- como desde abajo -el individualismo, las demandas de reconocimiento cultural-. Sin embargo, y por ahora, está claro que ninguno de los presidenciables en la izquierda responde realmente a esta doble exigencia.