Un “No pasarán” para Daniel Ortega

Rosario Murillo, vicepresidenta de Nicaragua, y el presidente Daniel Ortega, en un discurso el 23 de junio de este año. Credit Agence France-Presse — Getty Images
Rosario Murillo, vicepresidenta de Nicaragua, y el presidente Daniel Ortega, en un discurso el 23 de junio de este año. Credit Agence France-Presse — Getty Images

Cuando era adolescente tenía en casa un poster del Frente Sandinista de Liberación Nacional con la imagen de Augusto César Sandino y una frase, roja y enorme, detrás: “No pasarán”. Yo defendía a esos poetas, rebeldes y soldados.

El tiempo pasó y las revoluciones románticas han resultado ser más peligrosas que cualquier contrariedad amorosa. Ahora debiéramos poner el “No pasarán” al líder de esa revolución, el presidente Daniel Ortega, a su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, y a sus hijos y la gavilla que les asisten para perpetuarse en el poder.

Nicaragua es asediada desde dentro, atacada por su propio gobierno. Ortega ha torcido la ley y quiere ser reelecto para un cuarto mandato consecutivo sin el contrapeso de una oposición independiente. Desde 2007, cuando volvió a la presidencia, ha consolidado un régimen represivo y corrupto. Ahora, a cinco meses de las elecciones, detuvo a opositores, periodistas, empresarios y activistas, y ha arrestado o empujado al exilio a antiguos colegas sandinistas, como Hugo Torres y Luis Carrión.

El Estado orwelliano de Ortega lleva años construyéndose, persiguiendo, encarcelando y disparando a la luz del día, lo que hace más atormentadora la anomia de la comunidad internacional.

¿Por qué alguien acosa y mata en público? Porque puede: Ortega tiene conciencia de que puede salir impune. Nicaragua importa poco. No está en África, así que Europa puede ponerlo en la lista larga, y no envía migrantes a Estados Unidos, así que Washington también puede meter su carpeta al fondo de la pila. Durante estos años, Ortega vio al mundo ocupado con los refugiados, Donald Trump, la ultraderecha, la pandemia y una crisis global, así que pudo dar órdenes criminales a sus anchas.

Solo en 2018, cuando reprimió las protestas civiles, su policía dejó más de 300 muertos, miles de heridos y cientos de detenidos. Su régimen controla la justicia, la policía y el ejército le obedecen con disciplina marcial; el partido domina la política interior y Ortega tiene a la prensa amordazada. En su última diatriba desdeñó las recientes críticas internacionales: “Aquí no estamos juzgando a políticos, no estamos juzgando candidatos, aquí se está juzgando a criminales que han atentado contra el país”.

Varios factores se mancomunaron para que Ortega sintiese que podía ser más abierto en su deriva autoritaria. Estados Unidos dejó de mirar a América Latina en el gobierno de George W. Bush y luego con Trump. Ahora su autoridad moral está dañada en la región y tiene la atención capturada por la disputa geopolítica con China y las provocaciones de Rusia. La Organización de los Estados Americanos ha quedado dividida desde la emergencia del chavismo, por años el soporte financiero de Ortega.

Ahora que el mundo parece ¿finalmente? poner un ojo sobre una Nicaragua convertida en la hacienda privada de Ortega, es tiempo de tomar decisiones urgentes, incisivas y determinantes. Las razones y excusas del pasado están de más: Ortega seguirá apretando el torniquete mientras sienta que nadie hará nada más allá de una declaración teatralizada con un dedito amenazante.

Las revoluciones románticas en América Latina han resultado autoritarias y corruptas. Fidel Castro, Hugo Chávez y Ortega se atornillaron al poder en nombre de la soberanía popular. Dado su barroquismo y destemplanza, sería facilista acusar a la obra de Ortega como el producto de un hombre alucinado, pero cuando reprime o tuerce la ley para que lo reelijan, el sandinista está en control de sus actos. Hace lo que quiere hacer. Y lo que hace es criminal.

Nada de esto es nuevo. Carlos Fernando Chamorro, uno de los periodistas más respetados de Nicaragua, me había advertido años atrás que sucederían estos abusos porque su país tenía un gobierno sin vergüenza. En 2018, tras un viaje a Managua, escribí que el gobierno nicaragüense tenía tal control interno que podía reinventar la rueda sin rendir cuentas a nadie, ni dentro ni fuera. Espiaba a la sociedad, reprimía a la oposición, desfalcaba al erario. Lo único que cambió en tres años es que apretó más el cepo. Chamorro debió exiliarse de nuevo después de que la policía asaltara su casa en junio, apenas días después de detener a su hermana Cristiana, que se presentaba como precandidata opositora a Ortega.

Nuevamente: Nicaragua no precisa romantización ni declaracionismo. Hace algún tiempo, Sergio Ramírez, quien fue vicepresidente durante el primer mandato de Ortega, me confió que solo una salida cívica podía evitar otro baño de sangre en una nación donde sobra la violencia. Pero, con cada año pasado, ese abanico de soluciones pacíficas se ha ido complejizando.

¿Qué piensa hacer el mundo para favorecer una salida cívica que acabe con la dictadura? ¿Es la solución el sendero pírrico que permite a las fuerzas democráticas volver al gobierno mientras los autócratas cruzan la calle? ¿Una salida negociada con inmunidad para Ortega y sus socios y garantías para que el sandinismo continúe como una fuerza política institucional? Probablemente prebendas para militares y policías que dejen gobernar.

Quizás esa sea la misma salida de las miasmas para Venezuela y Cuba. ¿Cuándo, si lo hace, le cuelga el mundo a Ortega su “No pasarán”?

Diego Fonseca es escritor y editor. Es director del Seminario Iberoamericano de Periodismo Emprendedor en CIDE-México y maestro de la Fundación Gabo. Voyeur es su libro más reciente.

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