Un Nobel al compromiso de Obama

Sorpresa, desconcierto, satisfacción, desacuerdo, polémica... Todos estos términos podrían utilizarse al hablar de la concesión del Premio Nobel de la Paz al presidente Barack Obama. La decisión del Comité de Oslo no era esperada y, sin duda, causó sorpresa a la vez que satisfacción, desacuerdo, polémica y desconcierto. ¿Cómo puede concederse el Premio Nobel de la Paz a un presidente que aún no ha cumplido nueve meses en el cargo y que, hasta la fecha, no ha tenido tiempo de hacer realidad su hoja de ruta? Uno tiene la sensación de que se han premiado las promesas y las intenciones. En otras palabras, no se ha premiado lo que ha hecho Obama, sino lo que se cree que puede hacer. Se ha premiado lo que el mundo espera del presidente de EEUU después de la etapa nefasta de los dos mandatos de George Bush hijo.

El mundo de la guerra fría cerraba sus puertas con la caída del muro de Berlín (1989) y la desaparición de la URSS (1991). Tras décadas de equilibrio de poder basado en la disuasión nuclear entre las dos grandes potencias, entrábamos en una nueva era en la que solo una gran potencia disfrutaba de la hegemonía militar y política. La cuestión era saber cómo se estructuraría el nuevo poder mundial cuando los conflictos locales y regionales tendían a multiplicarse y potencias emergentes a escala mundial (China, la UE, la Federación Rusa) o regional (la India, Irán, Brasil, Japón) cuestionaban esta hegemonía. Los ocho años de presidencia de Bill Clinton fueron de transición hacia nuevas formas de articulación del poder mundial. Clinton optó por el poder blando (soft power), que prioriza la política y el multilateralismo, y la construcción de naciones (nation-building). Los 90 fueron la década del Empire lite, tal como escribió el historiador y político canadiense Michael Ignatieff, y, por tanto, de las intervenciones en los Balcanes, en Somalia, en Kosovo, en Israel y Palestina, etcétera, con desiguales resultados.

La llegada de George Bush a la Casa Blanca supuso un giro. De acuerdo con la tradición republicana, Bush se replegó hacia los problemas internos despreocupándose de los problemas del mundo. Pero el 11-S lo transformó todo y permitió la llegada de los neoconservadores a la Casa Blanca. Estos creían vivir en un mundo hobbesiano empapado por la violencia y el desorden y que, por lo tanto, precisaba de un leviatán que pusiera orden en el concierto mundial y garantizara la paz. Para ellos, este leviatán no era otro que Estados Unidos, de ahí el objetivo de preservar la hegemonía en el siglo XXI. Y de ahí también el retorno al unilateralismo y al hard power (poder duro o militar) para resolver los conflictos. La nueva concepción del poder mundial quedó plasmada en las ocupaciones de Afganistán e Irak y en la intención de remodelar políticamente Oriente Próximo. Pero el mundo había cambiado, y el poder militar de EEUU ya no bastaba para imponer las decisiones de Washington. Las nuevas crisis (Irán, Líbano, Corea del Norte, Georgia) y las ocupaciones (Afganistán, Irak) escapaban al control de la Casa Blanca. Al tiempo, al igual que en el mito de Frankenstein, Al Qaeda iba ganando empuje y empezaba a morder la mano de sus comadronas (Arabia Saudí, Pakistán y EEUU).

La gravedad, complejidad e imposibilidad de resolver los conflictos que amenazaban la paz regional o mundial provocaron el desánimo de la opinión pública internacional y estadounidense, que minaron hasta extremos desconocidos la credibilidad del presidente Bush. Incluso en el patio de atrás, una nueva izquierda (Brasil, Chile, Uruguay), junto con el populismo de Hugo Chávez (Venezuela) y los movimientos indigenistas (Bolivia), cuestionaba la división internacional del trabajo impuesta en América Latina. Había la sensación de estar asomados al precipicio. Y en esto llegó Obama con su discurso de renovación en plena crisis económica mundial –conectada con la política militar y de desregulación financiera de Bush– y abrió las puertas a la esperanza en un mundo diferente y mejor.
Este es, precisamente, el mérito de Obama: saber contagiar al resto del mundo y, por supuesto al Comité de Oslo, el Yes we can de la campaña electoral. Sin embargo, el peso de la herencia recibida condiciona el margen de maniobra. Pero las primeras muestras son positivas: mejora de las relaciones con Rusia al renunciar a la instalación del escudo antimisiles en Polonia y la República Checa, y la apertura de negociaciones para reducir los arsenales nucleares; nueva actitud hacia Cuba, tal como se visualizó en la Cumbre de las Américas celebrada en Trinidad y Tobago el pasado mes de abril; voluntad de resolver la crisis del programa nuclear iraní a través del diálogo (tal como recomendaba el informe Baker-Hamilton de diciembre del 2006); actitud ante el golpe militar de Honduras del pasado mes de junio; preocupación por la situación de África, etcétera.
Tal vez aún es poco para merecer el Nobel de la Paz. Sin embargo, no será el primer Nobel de la Paz polémico. Otros lo han sido con motivos más sólidos. En este caso, el premio obliga a Obama a ser fiel a sus promesas e intenciones. Es un premio al compromiso, más que a los hechos. Es un premio, en suma, que se ha dado a Obama porque no podía darse a todos aquellos que, en todo el mundo, creen que el futuro no está irremediablemente escrito y que hay que sembrar la semilla para hacer posible un mundo mejor, más justo, menos violento y más solidario.

Antoni Segura, catedrático de Historia Contemporánea de la Universitat de Barcelona.