Un nuevo comienzo para Grecia y Europa

Grecia necesita ideas claras con urgencia. La única razón de que el país no haya caído en el impago de su deuda es que el Banco Central Europeo sigue dando fondos al banco central griego a través de su plan de préstamos de emergencia (ELA, por sus siglas en inglés), que presta dinero a los bancos comerciales del país. Estos prestan a su vez a los ciudadanos griegos y los acreedores extranjeros. El problema es que ambos grupos de prestatarios han estado transfiriendo grandes sumas de dinero a otros países.

Como resultado, en los últimos meses los créditos en descubierto al banco central griego han aumentado en cerca de 1000 millones de euros al día en los últimos meses. Si Grecia cae en el impago de la deuda y abandona la eurozona, estos sobregiros no se pagarán.

La financiación del ELA supone que la economía griega tiene problemas de liquidez temporales, pero no que carece de solvencia. Evidentemente, se trata de un falso supuesto. A pesar de todo lo que ha sufrido el país (una caída del 30% de la demanda total desde el último máximo cíclico y un aumento del paro a más de un 25% de la fuerza laboral), su economía todavía no se acerca a lograr una competitividad que le permita pagar sus deudas.

En parte, esto se debe a que la corrupción sigue siendo alta y la capacidad administrativa para recaudar impuestos aún es terriblemente limitada. Mientras tanto, los hogares griegos de bajos ingresos han tenido que sufrir lo peor del embate de la austeridad. En pocas palabras, la tormenta todavía no amaina.

Sin embargo, no se puede optar por que Grecia caiga en el impago y, a pesar de ello, siga siendo parte de la eurozona, ya que daría la señal a otros países del euro de que pueden acumular deudas inmensas (financiadas por el BCE) sin la intención de pagarlas. La responsabilidad fiscal de la eurozona quedaría socavada fatalmente.

Por otra parte, tampoco se puede expulsar a Grecia de la eurozona contra su voluntad: el país se hundiría en la inestabilidad económica, política y social, y sin duda habría serias repercusiones más allá de sus fronteras.

En mi opinión, quedan solamente dos líneas de acción viables. La primera y más deseable es que el BCE evalúe con realismo la falta de solvencia de Grecia y deje de poner los fondos de emergencia a disposición de su sistema bancario, con lo que se precipitaría una crisis de pagos. Al reconocer la inminencia del desastre, Grecia se comprometería genuinamente con las reformas estructurales a largo plazo que tanto necesita: mejorar la flexibilidad del mercado laboral, vender empresas públicas que la mayoría de los demás estados europeos ya han privatizado y gastar menos en burocracia estatal.

Al mismo tiempo, tendría que adoptar medidas para que estas reformas no afecten significativamente a los más pobres, implementando políticas laborales activas (como subsidios para la formación y la contratación de los desempleados de largo plazo). Y además comprometerse a llevar a cabo un plan fiscal de implementación automática en que se especifique el coeficiente de largo plazo de su deuda nacional con respecto al PIB, la tasa de convergencia para este coeficiente y el grado de contraciclicidad fiscal.

Eso en cuanto a lo que Grecia tendría que hacer. A cambio, sus acreedores deberían acordar otra quita de la deuda, lo suficientemente grande como para que pueda pagar de forma realista sus deudas en el futuro, pero lo bastante pequeña como para evitar transferencias de crédito innecesarias. Grecia seguiría dentro de la eurozona tras perder parte de su soberanía fiscal y estructural.

Si no se adopta esta primera alternativa, lo cual es muy probable considerando la actual situación política, Grecia caerá en el impago de su deuda. Pero esto podría fijar la escena para la segunda opción, a la que llamo el “Programa para un nuevo comienzo”.

En virtud de este programa, los países acreedores irían haciendo quitas a la deuda griega a condición de que el país abandone voluntariamente la eurozona. Así tendría la oportunidad de comenzar de cero fuera de la unión monetaria, pudiendo restructurar su economía sin interferencias internas. Además, se podría ir preparando para reingresar más adelante a la eurozona bajo nuevas condiciones, esta vez sin falsas interpretaciones de las estadísticas ni expectativas que no se ajusten a la realidad.

Una opción así permitiría al gobierno griego un nuevo inicio en ámbitos como el estímulo de la competencia, la lucha contra la corrupción y la construcción de las bases para un crecimiento de largo plazo. No será fácil, pero al menos dejará de ser un proceso que Grecia siente como humillante y que resulta exasperante para los países acreedores.

Esta segunda opción sería menos deseable que la primera. Es muy factible que la incertidumbre especulativa relacionada con una salida de Grecia (“Grexit”) acabe por amenazar a otras economías de la eurozona (como Chipre y Portugal), mientras que al país, con un dracma devaluado, le resultaría tremendamente costoso importar los bienes de capital que necesita para ir creando una amplia base de empleos bien pagados.

Sin embargo, también significaría un nuevo comienzo para la eurozona. Sus estados miembros tendrían que acabar por aceptar que la unión monetaria es imposible sin que haya una coordinación fiscal y estructural. Como mínimo, para la coordinación fiscal sería necesario contar con planes nacionales de ejecución automática formulados con antelación por cada gobierno.

En contraparte, para la coordinación estructural los fondos de la Unión Europea deben centrarse principalmente en los países con déficits prolongados de cuenta corriente, apuntando a mejorar su competitividad a través de inversiones en su capital humano. Puesto que sus actuales mecanismos no son fiables ni sostenibles, la eurozona precisa de un “nuevo comienzo” con independencia de cuál sea la opción que Grecia acabe tomando.

Dennis J. Snower is President of the Kiel Institute for the World Economy and Professor of Economics at the Christian-Albrechts Universität zu Kiel. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen

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