Un nuevo Congreso a la americana

Si en España la desafección hacia la clase política y las instituciones públicas -incluido el Congreso- es uno de los motivos de mayor preocupación de los ciudadanos, la cuestión se agudiza en EEUU. Baste este dato. Cuando escribo estas líneas Obama tiene una tasa de desaprobación del 47,9% de los estadounidenses frente a un 45,4% de ciudadanos que sí está conforme con su política. Sin embargo, en el caso del Congreso estas cifras se elevan hasta un 74% de disconformidad, descendiendo hasta el abismo la visión positiva de los trabajos de los congresistas, que ahora mismo sólo respalda un 19,6% de los ciudadanos.

¿Cuáles son las causas? Un antiguo presidente solía decir -en privado, claro está- que tenía un punto de vista «estrictamente zoológico» respecto al poder legislativo. Visto en su totalidad, el Congreso estadounidense -añadía- «me hace recordar a un dinosaurio, más concretamente, el estegosaurio, un cuerpo gigantesco con una cabeza como un guisante y un cerebro colectivo del tamaño de una cabeza de alfiler». El juicio es tan duro como inexacto. Sin embargo, visto el espectáculo en el Capitolio, desde la tribuna de invitados de la Cámara o del Senado, uno acaba por darle algo de razón al ácido presidente. Porque lo que uno ve con demasiada frecuencia es que, en ambas Cámaras, los debates, más o menos, se dilucidan así: un congresista se levanta para hablar y dice más bien poco. Nadie escucha, y luego casi todo el mundo discrepa. Y si el Congreso además es hostil al jefe de Estado... Clinton solía decir: «Ser presidente con este Congreso es como estar de pie en medio de un cementerio. Hay mucha gente debajo de ti, pero nadie te escucha».

¿Le ocurrirá esto a Obama a partir de hoy, cuando comience sus trabajos el Congreso salido de las elecciones del pasado 2 de noviembre?

Lo primero que conviene recordar es que en EEUU los partidos no son monolíticos. De hecho, los intereses regionales y específicos priman sobre los del partido o los nacionales. Algunos analistas dicen que los 535 congresistas (100 del Senado, 435 de la Cámara de Representantes) son una especie de señores feudales, dispuestos a desafiar siempre la débil disciplina de partido. Sin cargar las tintas, es cierto que la posibilidad de que el presidente encuentre apoyos en miembros aislados del partido de la oposición o fuertes resistencias entre los congresistas de su propio partido, es infinitamente más frecuente que en el rígido esquema de los partidos europeos.

A eso se une que, en materia de política exterior, la Constitución tiene una buena dosis de ambigüedad. Por un lado, reserva a las Cámaras el derecho a declarar la guerra, pero, por otro, proclama la autoridad del presidente como «comandante supremo del ejército, la marina y los miembros de las milicias estatales». Esta indefinición ha permitido actuar unilateralmente a los presidentes en el empleo de la fuerza. Concretamente, en más de 200 ocasiones el ejecutivo procedió a desencadenar conflictos bélicos, mientras que solamente en siete ocasiones declaró la guerra con la anuencia del Congreso. La cuestión se complica, ya que las decisiones en la Colina del Capitolio son imprevisibles, sobre todo en materia de política exterior. Por ejemplo, en otoño de 1987 -en el transcurso de un solo día- se votó tres veces el tratado SALT II con resultados diversos. La primera votación fue a favor, la segunda, en contra y la tercera, de nuevo a favor.

El nuevo Congreso marcará más de cerca la política exterior de Obama. Precisamente por las amenazas que se ciernen sobre ella. Irán continúa con su política de expansión nuclear. Rusia aparece como aliada de Siria, contraria a los intereses norteamericanos. Corea del Norte desafía a Estados Unidos en su política agresiva sobre Corea del Sur. El gigante chino cada día se muestra más agresivo en su política económica. Chaves coquetea con Irán y acepta misiles capaces de alcanzar la costa americana.

En fin, no es infrecuente que la propia actividad del Congreso se enmarañe en lo que Hans Wilhelm llama la «jungla» de sus comisiones (unas 60, además de 250 subcomisiones). La lentitud en la confirmación de los cargos es legendaria. Por ejemplo, el presidente Ford literalmente trinaba contra el Senado, que tardó más de cuatro meses en confirmar a Nelson Rockefeller como vicepresidente, teniendo que pasar sucesivamente por el Comité de Reglas del Senado, el Comité Judicial de la Cámara, el FBI, la Oficina de Contabilidad General y el Comité de Impuestos sobre la Renta. Esto explica, por ejemplo, que Obama acabe de nombrar por orden ejecutiva (decreto) a cuatro embajadores y dos altos cargos, eludiendo el plácet del Senado y desatando las iras de la oposición. La razón aducida por Obama desde Hawai ha sido que el nombramiento de uno de esos embajadores (ante Siria) llevaba meses bloqueado por los republicanos.

Así pues, el presidente Obama tiene cierto margen de maniobra, siempre que dedique mucho tiempo al nuevo Congreso. Sobre los republicanos menos duros y los demócratas disidentes deberá ejercitar un constante esfuerzo de persuasión, lo que le implicará múltiples reuniones, tácticas aduladoras y promesas seductoras para sus circunscripciones. En una palabra, saber combinar el palo y la zanahoria, papel en que será esencial la ayuda tanto de Pete Rouse, su jefe de gabinete, como del recién nombrado asesor político David Plouffe, cerebro de su brillante campaña presidencial. Por si las moscas, Obama se ha apresurado a que fuera el Congreso casi difunto quien ratificara normas tan importantes como el Tratado de Reducción de Armas Estratégicas entre EE UU y Rusia (START), la Reforma Financiera o la Abolición de la Ley Don't Ask, Don't Tell de 1993 que prohíbe a los homosexuales declarados servir en las Fuerzas Armadas estadounidenses.

No olvidemos que los republicanos han arrebatado en la Cámara Baja a los demócratas nada menos que 63 escaños (la cifra más elevada en casi 80 años), recuperando el control total de la Cámara de Representantes. El marcador actual señala el siguiente tanteo: republicanos, 242; demócratas, 193. No ha llegado a tsunami el descalabro demócrata en el Senado (han perdido seis escaños), pero deja al presidente en manos del posible filibusterismo republicano. Esa curiosa peculiaridad que permite a cualquier senador -para evitar una votación- hablar sin parar, sin importar lo que diga. Alguno ha pasado horas leyendo la guía telefónica. Cuando revienta, pasa el testigo a otro correligionario y así sucesivamente. Pero más peculiar todavía es el extraño comportamiento de los electores norteamericanos. Cada cuatro años, los votantes eligen presidente y, dos años después, los mismos electores en sus distritos individuales dan un giro y eligen un Congreso que, a menudo, está controlado por el partido de la oposición. De este modo dificultan o impiden -si el descalabro es amplio- que el presidente desarrolle la política para el que lo eligieron.

Así las cosas, probablemente el cambio más simbólico de este 112 Congreso será la desaparición de los Kennedy en sus trabajos. Desde 1946 siempre ha habido algún Kennedy en el Capitolio. Primero fue John (elegido para la Cámara de Representantes en ese año, y en 1953 para el Senado), luego Ted (senador durante 49 años hasta su muerte) y, junto a él, su hijo Patrick, elegido en 1994 congresista por Rhode Island que renunció a presentarse a las últimas elecciones. La conquista por un republicano (Scott Brown) del escaño en el Senado ocupado durante casi medio siglo por su padre, el temor a la derrota ante otro republicano, y sus continuos problemas de adicción a antidepresivos, han hecho tirar la toalla al último de los Kennedy.

Washington es una ciudad de una sola industria: la política. A partir del 3 de enero se prepara para una fase de cohabitación con un presidente demócrata y un Congreso de fuerte coloración republicana. La Colina del Capitolio recobrará su tradicional bullicio, creando nuevas inquietudes en el inquilino de la Casa Blanca, un edificio en el centro de la ciudad, menos majestuoso que el Capitolio, y más tranquilo, aparentemente. Con una elección presidencial a la vuelta de la esquina, los habitantes de uno y otro estarán pendientes de 2012.

Por Rafael Navarro-Valls, catedrático de la UCM y autor del libro Entre la Casa Blanca y el Vaticano.

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