EL coche-bomba de Durango es cualquier cosa menos sorprendente: supongo que todos estamos de acuerdo en esto; por si acaso, Rubalcaba lleva semanas avisando a los despistados. Pero así como cualquier persona informada, consciente y con sentido común sabía que la negociación política con ETA emprendida por Zapatero estaba condenada al fracaso -y el hecho de que tantos creyeran lo contrario ratifica a Descartes: el sentido de común es bastante raro-, también era evidente que, como pasó tras el final de la tregua de 1998, ETA acreditaría su regreso con un atentado.
El trabajo policial y la idiosincrasia asustadiza de la nueva generación etarra han frustrado varios posibles atentados, pero es inevitable que tarde o temprano un comando consiga colarse y actuar. Es lo que ha pasado en Durango, y tarde o temprano volverá a pasar.
Pero el siempre mal llamado «proceso de paz» ha sido sumamente útil para ETA. Le ha servido para rearmarse, reorganizarse y volver a las instituciones a través de una nueva franquicia partidaria, ANV. Pero sobre todo para destrozar el consenso antiterrorista, destrucción ampliamente facilitada y a veces forzada por el propio Gobierno, que ridículamente seguro de su visión pacificadora no ha querido dejar otra opción a las voces críticas con su política de diálogo con la banda.
Una política de un oportunismo y falta de principios como raramente se ven, y por lo mismo un fiasco: es imposible que una estrategia fundada en falacias y mentiras consiga la victoria, y no sólo por razones morales, sino sobre todo cognitivas, pues una serie de cálculos falsos no pueden producir un resultado verdadero.
Respecto a la oposición, su error ha radicado en jugar casi exclusivamente la carta del fracaso anunciado de la tregua y pronosticando que los hechos confirmarían su diagnóstico catastrófico. Pero sin prever, aunque parezca imposible, que el fracaso del proceso -una previsión acertada- daría al Gobierno su principal argumento defensivo: la razón de que ETA rompa la tregua no sería otra que la firmeza inquebrantable del Gobierno defendiendo los principios constitucionales. Es un cuento para niños porque con la continuidad de la extorsión y la kale borroka la tregua fue una farsa desde el primer día, pero por eso mismo, porque es un cuento más amable y bonito, será creído con mucho gusto por mucha gente.
Si se produjera un atentado sangriento, con víctimas -cosa muy probable: cualquier coche-bomba puede producir una carnicería-, ni Gobierno ni oposición podrán explotarlo en su beneficio particular; la tragedia daría la razón a todo el mundo, porque ni el Gobierno se habría rendido a ETA ni la oposición erraba al anunciar el desastre. Por el contrario, la opinión pública reclamaría a los grandes partidos que minimizaran sus diferencias y reaccionaran juntos frente a ETA. Y no podrán negarse.
Pero si todo se reduce a la repetición litúrgica de unas convicciones aparentes totalmente vacías de intención práctica, si el abismo que separa a PSOE y PP en materia antiterrorista se mantiene o profundiza todavía más -todo puede empeorar-, serán ETA y sus cómplices quienes saquen tajada de sus crímenes. Lo que está en juego, y habrá que repetir esta obviedad cuantas veces sean necesarias, no es la pequeña ventaja en escaños que puedan obtener los partidos del Gobierno y la oposición, sino la expulsión del terrorismo nacionalista de nuestras vidas, su derrota como enemigo a tener en cuenta.
La tragedia no radica en el baile de escaños que pueda animar un atentado mortal, sino en la vida segada por una banda de fanáticos mafiosos que vuelven gracias, y no en último lugar, a la estrategia negociadora del Gobierno de Zapatero y de su partido. De ellos es, sin duda alguna, la mayor responsabilidad política; pero la criminal sólo es de los terroristas.
Para ETA, las treguas no son diferentes a las pistolas y la dinamita: simplemente son un arma más contra nosotros. Y de las más eficaces. Consiguen suscitar insensatas esperanzas de paz entre la población, especialmente la vasca, desmovilizan a la sociedad y a las instituciones, y abren enormes brechas en el frágil consenso de Estado sobre cómo enfrentar el terrorismo.
Lamentablemente, los grandes partidos políticos nunca han sabido liderar la reacción social en este campo, pero han conseguido debilitar el movimiento cívico con la exportación abusiva de sus querellas. Por tanto, si hay atentado mortal será ilusorio esperar un renacer espontáneo de un «Espíritu de Ermua» o cualquier cosa parecida, al menos en el País Vasco, que es donde más hay en juego en esta partida macabra.
Son los partidos políticos los que tienen que adelantarse a los hechos y retomar el consenso antiterrorista, porque son las instituciones que ellos gobiernan y administran las que deben acabar con el terrorismo. Por tanto, su deber es dejarse de reproches y resentimientos, por fundamentados que estén, y comenzar a rehacer un nuevo pacto contra ETA.
Naturalmente, PSOE y PP deben cerrar ese pacto y proponer a otras fuerzas políticas que se unan, evitando el descafeinamiento que intentarían imponer nacionalistas e IU. El pacto debe extraer consecuencias de lo sucedido estos años. Los socialistas, en particular, deberían comprometerse solemnemente a dar por cerrada cualquier negociación o diálogo con ETA, renunciar a reanudarla y asociar de nuevo a la oposición a la lucha contra la banda; prescindir de personajes que prefieren entenderse antes con ETA que con el PP, como Miguel Buen, José Antonio Pastor u Odón Elorza, sería una buena manera de mejorar la confianza en el propósito de enmienda.
Los mecanismos de confianza y consulta mutua del pacto anterior deberían reforzarse para que la oposición acepte el liderazgo gubernamental en lucha antiterrorista. La Ley de Partidos debería ser reactivada inmediatamente, enviando a ANV al basurero del que ha salido. Y hay que exigir al Gobierno vasco una implicación contrastable en la lucha contra el terrorismo, kale borroka inclusive, anunciando que en caso contrario se aplicarán las previsiones constitucionales y la Ertzaintza pasará a depender del Gobierno nacional.
Puede que algunos piensen que todo esto se ha intentado y no ha servido para nada. La verdad es la contraria: funcionó muy bien mientras se mantuvo, y el desastre comenzó con el «proceso de paz» que remató el Pacto Antiterrorista. Por eso procede regresar a la vía que se ha demostrado más democrática y eficaz.
La ciudadanía no pide a sus representantes políticos que se amen, ni que sean felices firmando pactos. Lo que exigimos es que trabajen juntos en lo que es obligado. Si algunos se niegan y regalan otra victoria política a los terroristas, habrá que concluir que ellos son parte del problema en lugar de la solución.
Carlos Martínez Gorriarán, profesor de la Universidad del País Vasco.