Un nuevo país, de izquierdas, naturalmente

En una Catalunya independiente pagaremos impuestos razonables -es decir, pocos-, el presupuesto gubernamental se ajustará a los ingresos previstos y se ampliarán los ámbitos de colaboración público-privada en la prestación de servicios. La Administración será pequeña y eficaz, los programas e inversiones públicas serán evaluados por sus resultados y no por el prejuicio ideológico y la policía no será el sospechoso habitual cuando actúe para salvaguardar el orden público. Tendremos ejército, perseguiremos a los vendedores callejeros de mercancías falsificadas y daremos, por supuesto, la bienvenida a los refugiados políticos sin perder de vista que también son necesarios mecanismos de control eficaz que contengan la emigración ilegal.

No se declinarán todas las palabras en ambos géneros para no ridiculizar ni a la lengua ni a nosotros mismos y las okupaciones serán cosa del pasado porque el respeto a la propiedad privada se entenderá como pilar fundamental de una sociedad democráticamente avanzada.

Los ciudadanos liberarán toda su capacidad creativa en un entorno de plena libertad de acción, sin que partidos, gobiernos y administraciones pretendan salvarlos de ellos mismos a través de un paternalismo hipertrofiado e ineficaz que invada incluso su vida privada. La Catalunya independiente será un Estado con poca regulación pero de cumplimiento ineludible; y no un cuerpo enfermo de diarrea legislativa.

¿Imposible? Por supuesto. El lector ya sabe, a poco que siga la actualidad, que el acento ideológico que ha de tener el hipotético nuevo Estado catalán está ya decidido. La nueva República catalana tendrá que ser, si quiere venir al mundo, estructuralmente de izquierdas y asentarse sobre pilares tan provechosos para una sociedad que se quiera próspera como la estigmatización de la riqueza, siempre sospechosa, y el gigantismo asistencial del Gobierno y de lo público. Su ADN deberá también incorporar un exaltado entusiasmo ante cualquier modismo político que esté convenientemente aliñado por las aceiteras del progresismo semántico.

En parte se entiende que sea así. El capitalismo, secuestrado por su versión financiera y especulativa, padece una merecida crisis de credibilidad. Los posicionamientos más ultraizquierdistas, ridiculizados hasta hace poco por la lógica de los resultados obtenidos cuando han sido puestos en práctica, vuelven a ser percibidos como un sueño posible por una parte de la clase media que ya no lo es o que presiente que puede dejar de serlo. Ha habido un corrimiento de tierras hacia la izquierda en Catalunya y todo el arco parlamentario nacionalista se ha movido con naturalidad en esa dirección.

Pero hay mucha táctica también en este izquierdismo discursivo que todo lo impregna. Como es sabido que la fuerza del independentismo -siendo mucha- es insuficiente para echar el resto en el pulso que mantiene con el Estado, se da por hecho que solo se alcanzará una mayoría indiscutible a favor de la independencia sumando por la izquierda. Por ello, esa futura República no solo ha de ser nueva, sino que además debe ser, ante todo, del gusto de las formaciones y votantes de la izquierda, sea esta sistémica o revolucionaria.

Esta narrativa -comprobable en el Parlament, el Govern y las entidades de la llamada sociedad civil vinculadas al proceso- da por hecho que nada se va a mover en el centro y en el entorno más liberal del soberanismo y que, en consecuencia, el 48% de voto independentista solo puede ir al alza proporcionando confort a los revolucionarios de la CUP y seduciendo para la causa a sectores del podemismo/colauismo. Pero puede que no sea así. Cuando se dice que el viraje de una parte de la población hacia posiciones independentistas no tiene vuelta atrás se está haciendo una afirmación que tiene la misma validez que otras aseveraciones del tipo «los pisos no bajarán nunca».

El soberanismo puede desinflarse por su flanco nada izquierdista si se consolida la certeza de que, para agradar a algunos, otros han de silenciar o renunciar definitivamente a sus planteamientos y convicciones. Además, la demoscopia más reciente apunta también que es más fácil que la izquierda del derecho a decidir pesque en los caladeros independentistas que no al revés.

Así que pudiera darse el caso de que el soberanismo hiciese un pan como unas hostias y del insuficiente pero abultadísimo 48% de las últimas elecciones al Parlament se deslizase hacia dígitos más lejanos de la mayoría incontestable que el envite demanda. Si así fuere, y dado que a puerta cerrada el trayecto se fía mucho, pero mucho más largo que los 18 meses postulados en las agendas oficiales, se habrán puesto al menos los cimientos para una nueva parada intermedia en la que pueda estacionar sine die el convoy de un revisitado Gobierno catalanista, progresista y de izquierdas. Autonómico y rodando en círculo, eso sí.

Josep Martí Blanch, periodista.

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