En estos días la economía española comienza a ofrecer un nuevo y muy distinto panorama del que presentaba hace bien poco, al menos en aspectos tan importantes como los de sus cuentas públicas, relaciones con el exterior, niveles de productividad, sistema financiero, mercado de trabajo, confianza de los españoles y percepción exterior de esa situación. En todas esas parcelas se observan signos inequívocos de mejora, aunque ni los datos de producción ni de empleo muestren todavía un claro inicio de la recuperación económica.
El primer gran cambio se refiere al déficit público, que ha mejorado sustancialmente a lo largo de 2012. El enorme esfuerzo de consolidación que se ha efectuado durante el pasado año está permitiendo que nos aproximemos sensiblemente al compromiso del 6,3% respecto al PIB adquirido con la Unión Europea, si se descuentan las transferencias de capital a las entidades financieras para resolver la crisis bancaria. Partiendo en 2011 de un déficit público próximo al 9,4%, llevarlo a valores por debajo del 7% en un año constituye una auténtica hazaña que ningún país importante había logrado hasta ahora en un solo ejercicio y, además, con una caída del PIB próxima al 1,4%. El esfuerzo, que habrá de continuar varios años todavía por la vía de los gastos y del cambio en la organización administrativa pública, está aliviando tensiones en la financiación de la economía y creando mayor espacio para la actividad privada.
El segundo gran cambio se refiere a nuestras relaciones con el exterior. Hasta ahora, debido a los déficits en la financiación pública y privada, hemos necesitado de esa financiación en volúmenes muy considerables. Así en 2007 tales necesidades se situaron nada menos que en un 10% del PIB. Pero es posible que en 2012 resulten inferiores al 1% del PIB y que para 2013, en lugar de necesidad de financiación tengamos un saldo positivo en esa partida superior al 2% del PIB. Una situación impensable hace poco y cuyo motor son unas crecientes exportaciones de bienes y servicios. Esas exportaciones representaban en 2006, antes del inicio de la crisis, un 26,3% del PIB mientras que durante el tercer trimestre de 2012 supusieron el 33,1% de esa magnitud, lo que significa que casi un tercio de nuestras producciones se destinan hoy al extranjero y que lo que se vende fuera ya tiene masa suficiente para tirar del PIB en su conjunto y, especialmente, de las inversiones. Por su parte, la demanda exterior -es decir, la diferencia entre exportaciones e importaciones- tenía en 2006 un valor de -5,8% del PIB y en el tercer trimestre de 2012 un valor del +1,6%. Otro importante cambio.
El tercer gran cambio se está produciendo en nuestros niveles de productividad. Las abrumadoras cifras de un paro creciente, aunque cada vez más desacelerado, ocultan la revolución que se está produciendo en la utilización del trabajo, aproximando su productividad a la de los países de nuestro entorno. Algunas cifras pueden darnos idea de lo que ese cambio significa. Así, la producción real española de 2012 fue bastante similar, a precios constantes, a la de 2006, el año anterior a la crisis. Esa producción exigió en 2006 del concurso de unos 20 millones de personas ocupadas, pero en 2012 solo se necesitaron algo menos de 17,5 millones para obtener prácticamente la misma producción en términos reales. Es decir, fuimos capaces de producir lo mismo que en 2006 pero ocupando dos millones y medio de personas menos. Aumentos de productividad y de exportaciones que parecen mostrar el inicio de cambios sustanciales en nuestro modelo productivo.
El cambio en el sistema financiero ha sido también muy profundo, aunque algunos de sus resultados no salten fácilmente a la vista y otros no hayan terminado de aflorar todavía. La reforma financiera ha evitado una muy probable cadena de graves desastres bancarios que hubieran arrastrado a la economía española y a la de los restantes países del euro a un abismo de insondables profundidades. Pero como afortunadamente eso no ha ocurrido, tal efecto suele olvidarse a la hora de hacer balance de esa reforma, pese a haber impedido tan gravísimos desastres. Ahora nuestro sistema financiero está constituido por entidades sanas, suficientemente capitalizadas, a punto de terminar un durísimo ajuste de sus capacidades operativas, con objetivos y ámbitos de actuación claramente delimitados y en cuyos activos no existen ya ni ladrillos ni terrenos emponzoñados sino abundantes recursos líquidos dispuestos para la inversión. No es de extrañar, por tanto, que esta nueva situación esté despertando un creciente interés por nuestros bancos ni tampoco que el crédito al sector privado, que es la base natural del negocio bancario, comience en los próximos meses a financiar la recuperación de la economía española.
La reforma laboral está teniendo mala prensa. Para unos, los menos, ha sido una reforma corta. Para otros, los más, se ha emprendido con la única finalidad de despedir trabajadores. Se olvidan estos últimos de que las grandes hecatombes en materia de empleo se han venido produciendo desde 2008 y que la reforma laboral se puso en marcha a mitad del año pasado, por lo que no se le pueden imputar las abrumadoras cifras de paro que padecemos. Y los primeros se olvidan de que, en los despidos y sin poner en peligro la supervivencia de las empresas, hay que garantizar también una aceptable protección de los despedidos. Esa supervivencia de las empresas era la que estaba en grave riesgo antes de la reforma laboral, cuando la opción más frecuente era la de echar el cierre ante la imposibilidad de soportar el alto coste legal de los despidos necesarios para producir con eficiencia. Ahora la reforma laboral permite la supervivencia de las empresas cuando la reducción parcial de plantillas resulta inevitable y, además, garantiza a los trabajadores una protección suficiente, más en línea con la que conceden otros países. Pero también y sobre todo, permite que los salarios se ajusten mucho mejor a las posibilidades de cada empresa en lugar de establecerse en negociaciones alejadas de cada realidad empresarial concreta. Otra reforma que está comenzando a impulsar con fuerza el cambio hacia un nuevo modelo productivo.
No es de extrañar que todos esos factores estén provocando también un cambio de percepción de la economía española dentro y fuera de nuestras fronteras. Estamos ganando confianza. Las encuestas empresariales de opinión, las recientes valoraciones explícitas de organismos y autoridades internacionales, los informes optimistas de importantes bancos extranjeros y las crónicas de influyentes medios sobre nuestro mercado laboral suponen un cambio sustancial en la percepción de la economía española y el reconocimiento del nuevo panorama económico de nuestro país. Ese panorama, fruto de una inteligente política gubernamental -pero, muy especialmente, del duro esfuerzo y sacrificio de la sociedad española- no ha comenzado aún a concretarse en datos de producción y de empleo, aunque probablemente lo haga en la segunda mitad de este año, todavía a ritmos lentos. Por eso necesitaremos de mucha perseverancia y de bastante tiempo para volver a emplear a nuestros actuales desempleados. Confiemos en que ni los delirios de algunos políticos ni otros desgraciados factores internos o externos lo impidan.
Manuel Lagares es catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.