Un nuevo papel para el Rey en la investidura

El 3 de julio de 1976 el rey Juan Carlos recibió en La Zarzuela al presidente de las Cortes, Torcuato Fernández-Miranda, que le llevó -según sus propias palabras- “lo que el Rey me ha pedido”: una terna de candidatos a presidente del Gobierno aprobada por el Consejo del Reino en la que se incluía a Adolfo Suárez. Fuera por ese precedente o fuera por la historia constitucional (que hasta había originado un verbo: borbonear), los siete padres de la Constitución consideraron conveniente que el Rey fuera el encargado de proponer al Congreso un candidato a la presidencia del Gobierno. Al regularlo así, se apartaron del modelo de monarquía parlamentaria imperante en aquellos años en el que los reyes de los Estados democráticos -con la muy matizada excepción del danés- ya no mantenían esa competencia; modelo que propuso en las Cortes Constituyentes sin ningún éxito Heribert Barrera, un republicano empedernido.

Por eso, el artículo 99 de la Constitución nació más que viejo, demodée, pero muy al gusto de nuestra clase política, tan aficionada al teatro: la Constitución les garantiza a todos los representantes de los partidos una reunión con el Rey, con la consiguiente sesión de fotos, vídeos y declaraciones más o menos solemnes con las que abrir los telediarios. Durante el reinado de Juan Carlos I, este procedimiento de selección del candidato no pasó de ser un mero trámite cortés porque en las 10 ocasiones en las que el Rey tuvo que proponer un candidato (tras nueve elecciones y una dimisión) no había ninguna duda sobre la persona que tendría que protagonizar la investidura. El procedimiento estaba tan ritualizado que en más de 30 años ni siquiera se corrigió la ilógica fórmula empleada: el Rey le envía una carta al excelentísimo señor presidente del Congreso con la propuesta del candidato, que refrenda... ¡el mismo presidente del Congreso!

Sin embargo, el resultado de las elecciones del 20-D transformó el trámite en una decisión complicada, tanto que llegó a escribirse que Felipe VI se encontraba en una “encrucijada”, que era una “prueba de fuego” y otros términos igual de preocupantes. Por fortuna, el Rey interpretó el artículo 99 de la única forma compatible con la democracia: primero propuso al candidato más votado y, tras su declinación, al segundo. Evitó así algunas lecturas imaginativas de la Constitución que le animaban a atribuirse un poder moderador que serviría bien para convencer a algunos de que cambiaran su voto contra Rajoy, bien para disolver la legislatura sin celebrar ni una sola sesión de investidura. Al final, hasta líderes tan poco dispuestos a alabar a la monarquía como Alberto Garzón y Francesc Homs reconocieron que había desempeñado correctamente su papel.

Pero ¿por qué someter al Rey a esa tensión? ¿Qué gana el régimen constitucional español poniendo a prueba al jefe del Estado tras cada elección sin un ganador claro y sometiéndolo, primero, a presiones y después a juicios políticos sobre su actuación? Para mí, que no gana nada y, en un momento determinado, puede perder mucho. Por eso, creo que sería conveniente que diéramos el siguiente paso que hace ya más de 50 años dieron casi todas las monarquías parlamentarias del mundo -desde Suecia hasta Japón- y reformáramos la Constitución para reforzar el papel simbólico del Rey, limitándolo al nombramiento del presidente del Gobierno. En este punto, la reforma de la Constitución es relativamente fácil: como el artículo 99 está en el Título IV puede realizarse por el cómodo procedimiento ordinario -usado ya dos veces- y no por el endiablado procedimiento agravado que hay que utilizar para cambiar el Título II, en el que se encuentra enclavado la famosa preterición de la mujer en la sucesión a la Corona.

Lógicamente, si se le priva al Rey de la capacidad de proponer un candidato a presidente, habrá que atribuírsela a alguien. Si miramos el Derecho comparado, vemos que ese papel lo puede realizar tanto una persona designada por el Rey (Bélgica) como el presidente del Congreso (Suecia), solución esta que me parece la más adecuada pues no solo se evita que el rey intervenga -con el riesgo de que los problemas que se le pueden presentar al proponer un candidato se le presenten a la hora de elegir un mediateur- sino que tiene la virtud de acelerar los plazos para que los partidos negocien una coalición: como la presidencia del Congreso se convierte en esencial para designar al presidente del Gobierno, los partidos tendrán un fuerte incentivo para que cuando se constituya el Congreso y elijan a su presidente tengan ya cerrado un pacto de Gobierno.

Agustín Ruiz Robledo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada.

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