¿Un nuevo régimen del secreto oficial?

La aprobación por el Consejo de Ministros de un Anteproyecto de Ley de Información Clasificada es una buena noticia para cuantos llevamos mucho tiempo denunciando la necesidad de insuflar racionalidad a la regulación del secreto. Por circunstancias diversas, los reiterados intentos dirigidos a poner fin a la anomalía que supone carecer de una normativa en la materia posterior a la entrada en vigor de la Constitución acabaron varados en las fases iniciales de su tramitación. Así que durante las últimas décadas las materias clasificadas han estado regidas por una ley que fue aprobada en 1968 y retocada ligeramente en 1978, un par de meses antes de la entrada en vigor de la Constitución. El sistema que hemos padecido desde entonces es extraordinariamente simple: clasifican el Consejo de Ministros y la Junta de Jefes de Estado Mayor (desde 2005 Consejo de Jefes de Estado Mayor) todo aquello que pueda dañar o poner en riesgo la seguridad y defensa del Estado, y disponen al efecto de dos categorías, secreto y reservado, en atención, dice la ley, al grado de protección que requieran.

A falta de más previsiones, y habiendo arrastrado los sucesivos gobiernos de la democracia una llamativa desidia para ponerse a la tarea de revisar la justificación de lo oculto, determinar a día de hoy los alcances precisos de lo declarado como secreto en España es una tarea de ribetes tan novelescos como imposibles. A la vista de lo que tenemos, hay que saludar como una novedad en la dirección racionalizadora contemplar plazos finales para la vigencia del secreto. Ahora bien, establecerlo en 50 años prorrogables por otros 10 para el grado más alto de calificación perpetúa la posibilidad de convertir ciertas materias en secretos blindados salvo para las generaciones futuras, algo que podría evitarse reduciendo sustancialmente el tope máximo de vigencia del sello y previendo revisiones periódicas sujetas a controles. Va también en la dirección correcta y consonante con nuestros compromisos derivados de la pertenencia a organizaciones internacionales la creación de cuatro categorías clasificatorias (alto secreto, secreto, confidencial y restrictiva) en función del daño potencial para la seguridad, a cada una de las cuales les correspondería un tope de tiempo para la desclasificación automática, así como la desconcentración del uso del sello, que ahora quedaría repartido en sentido descendente según el tipo de clasificación, entre el Consejo de Ministros, ciertos Ministerios y Secretarías de Estado y Autoridades civiles y militares.

En el pasado algunos de los principales puntos de fricción del sistema se produjeron precisamente por el enfrentamiento entre el Consejo de Ministros y la autoridad judicial interesada en acceder a documentos clasificados como secretos durante la instrucción de ciertos procesos penales relacionados con la guerra sucia contra ETA. Dadas las insuficiencias de la ley, en 1997 el Tribunal Supremo tuvo que improvisar un sistema de acceso limitado por parte de los jueces para salvaguardar la seguridad, pero también los derechos a la prueba y a la tutela judicial efectiva de quienes ejercían la acusación en aquellos procesos. Y en estos mismos días no es impensable que la evolución del proceso penal que se sigue por el asunto del espionaje mediante el programa Pegasus no acabe desembocando en un conflicto parecido. Sobre este particular, el anteproyecto prevé una intervención directa de la Sala de lo Contencioso del Tribunal Supremo, aunque con lo que se nos ha dado a conocer, no está claro en qué consiste la innovación: para el caso de que haya puntos de vista discordantes entre dicha Sala y el Consejo de Ministros (o la autoridad clasificatoria que corresponda), la Ley Orgánica de Conflictos Jurisdiccionales, de 1987, contempla ya tal intervención.

Está por último la espinosa cuestión de a quién otorgar la condición de Autoridad Nacional de Seguridad responsable último de la gestión del sistema. En estos momentos lo es la directora del CNI y ejerce la dirección con sometimiento a una normativa de carácter interno que fue aprobada en 2012. Si tenemos en cuenta que la ley del CNI trasluce una concepción omnicomprensiva del secreto para todo aquello que se refiere a su funcionamiento y que el Anteproyecto plantea trasladar la gestión del sistema al Ministerio de la Presidencia, ahí puede estar una de las cuestiones clave cuya evolución habrá que seguir durante los próximos meses para calibrar hasta qué punto está dispuesto el Gobierno, y la mayoría que lo apoya, a poner finalmente en pie un nuevo régimen del secreto oficial. Bienvenido sea el debate.

Miguel Revenga es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Cádiz. Colaborador de Agenda Pública.

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