¿Un nuevo reverdecer del Pakistán?

Cuando era Secretaria de Estado de los Estados Unidos, Hillary Clinton dijo con toda claridad al Pakistán en 2011 que “no se pueden tener serpientes en el patio trasero de casa y esperar que sólo muerdan a los vecinos”, pero su advertencia (“en algún momento esas serpientes se volverán contra” su dueño), como las de otros funcionarios americanos, incluidos presidentes y directores de la CIA, a lo largo de los años, no fueron atendidas.

Los graves problemas del dueño de las serpientes quedaron ejemplificados por la reciente matanza de 132 escolares en Peshawar por militantes que ya no estaban controlados por los generales del Pakistán. Semejante horror es consecuencia del modo sistemático como la clase militar dirigente pakistaní  ha preparado a militantes yijadistas desde el decenio de 1980 como instrumento de la política del Estado contra la India y el Afganistán. Al continuar manteniendo a unos terroristas como agentes suyos, el ejército pakistaní ha permitido a otros militantes consolidarse en el país, con lo que la ideología yijadista ha llegado a ser omnipresente.

La de la matanza de Peshawar no fue la primera vez en que ese Estado que es el principal patrocinador del terrorismo ha sido, a su vez, víctima de éste, pero el ataque ha puesto de relieve que la contradicción entre combatir a un conjunto de grupos terroristas y al tiempo proteger a otros para que actúen allende la frontera ha dejado cojo al Estado pakistaní.

A consecuencia de ello, la pregunta que muchos se hacen es la de si, a raíz de la matanza de Peshawar, el ejército pakistaní, incluida la delincuente Agencia de Servicios de Inteligencia Conjuntos (ISI), estará dispuesto a cortar sus vínculos con los grupos militantes y desmantelar la infraestructura terrorista dirigida por el Estado. Lamentablemente, la evolución de la situación en los últimos meses y a raíz del ataque de Peshawar, ofrece poca esperanza.

Al contrario, como el ejército ha vuelto a tomar el mando de facto, el Gobierno civil encabezado por el Primer Ministro, Nawaz Sharif, no está en condiciones de influir en los acontecimientos y, pese a la intensificación del efecto de rebote de la militancia ayudada por el Estado, los generales siguen demasiado comprometidos con el patrocinio de unos grupos terroristas sometidos a sanciones por las Naciones Unidas –incluidos Lashkar-e-Tayyiba (LeT) y la red haqqani– para corregir el rumbo.

La confianza en el terror yijadista ha llegado a formar parte del ADN de los generales. ¿Quién puede olvidar su repetida negación de que conocieran el paradero de Osama Ben Laden antes de que en una incursión en 2011 le dieran muerte comandos navales de los EE.UU. en su casa segura de la ciudad de Abbottabad, en la que se encuentra una guarnición? Recientemente, un funcionario superior civil –el asesor de seguridad nacional de Sharif, Sartaj Aziz– dijo, con un aparente desliz, que el Pakistán no debía hacer nada para detener a unos militantes que no pretenden perjudicar al Pakistán.

El nexo entre los oficiales militares, los yijadistas y los nacionalistas intransigentes ha creado un “Terroristán” con armas nucleares que con la mayor probabilidad seguirá amenazando la seguridad regional y mundial. Los grupos terroristas creados por el Estado y sus células escindidas, algunos de los cuales actúan ahora autónomamente, se han transformado en una hidra. De hecho, mientras se corroen las instituciones políticas, su arsenal nuclear se está volviendo cada vez más siniestramente peligroso para la seguridad.

El Pakistán es ya un Estado casi fallido. Su identidad anti-India ya no es suficiente para contener sus contradicciones en aumento, que resultan más patentes en las dos encarnaciones de los talibanes: los afganos, que son substitutos del ejercito pakistaní, y los pakistaníes –antes conocidos como Tehreek-e-Taliban Pakistan (TTP)–, que son la némesis del ejército. Además, el Pakistan brinda refugio al jefe de los talibanes afganos, el mulá Mohammad Omar (y también acoge a un fugitivo internacional muy conocido, Dawood Ibrahim, el jefe de la delincuencia organizada india).

Entretanto, Hafiz Saeed, fundador de la mayor organización terrorista substituta del ISI, LeT, sigue siendo el favorito de los generales y lleva una vida pública con la que se burla de la recompensa de 10 millones de dólares que los EE.UU. ofrecen por su cabeza y de su inclusión en una lista de terroristas confeccionada por las NN.UU. En este mes, las autoridades pakistaníes han ayudado a organizar una gran concentración por parte de Saeed en Lahore, incluidos los trenes especiales fletados para trasladar a los participantes, a fin de que el cerebro del ataque terrorista habido en Mumbai en noviembre de 2008 (entre muchos otros) pudiera proyectarse como un mesías del pueblo pakistaní.

Y, sin embargo, nada de eso impidió al Jefe del Estado Mayor del Ejército del Pakistán, Raheel Sharif, y al Director General de los ISI, Rizwan Ajter, correr a Kabul después del ataque de Peshawar para pedir que el Presidente Ashrad Ghani y la coalición militar encabezada por los EE.UU. extradite al jefe de TTP, mulá Fazlullah, o permita a las fuerzas pakistaníes que entren a perseguirlo en su país. Dicho de otro modo, buscan la ayuda del Afganistán y de los EE.UU. para luchar contra los talibanes pakistaníes, mientras ayudan inquebrantablemente a los talibanes afganos, que han matado a tropas afganas y de la OTAN.

Tanto es así el planteamiento del terrorismo con rostro de Jano de los generales, que seis años después de los ataques en Mumbai, el Pakistán aún no ha juzgado a los siete perpetradores pakistaníes que tiene custodiados. De hecho, con la tapadera de la indignación por el ataque en Peshawar, el principal sospechoso en esa causa –Zaki-ur-Rehman Lajvi, designado terrorista por las NN.UU., que prestó sus servicios como jefe de operaciones de LeT– consiguió la libertad con fianza. El escándalo internacional obligó al Pakistán a mantenerlo en detención preventiva durante tres meses.

Quienes creen que la matanza de Peshawar podría contribuir a un llamamiento al ejército pakistaní deberían preguntar por qué los generales han desatendido centenares de llamamientos anteriores al respecto. Pese al efecto de rebote que está poniendo en peligro el futuro del Pakistán, los generales no dan señales de haberse cansado de correr con la liebre y cazar con los podencos.

La comunidad internacional debe dejar de poner sus esperanzas en un cambio repentino de actitud por parte de los generales. El de crear un Pakistán moderado y en paz consigo mismo sólo puede ser un proyecto a largo plazo, porque depende de que se fortalezca una sociedad civil débil y, en última instancia, se ponga coto al papel desempeñado por el ejército en la política. Mientras la clase dirigente militar, con servicios de inteligencia y armamento nuclear, siga sin tener que rendir cuentas al Gobierno civil, el Pakistán, la región y el mundo seguirán en riesgo por el nido de víboras en que se ha convertido ese país.

Brahma Chellaney, Professor of Strategic Studies at the New Delhi-based Center for Policy Research, is the author of Asian Juggernaut, Water: Asia’s New Battleground, and Water, Peace, and War: Confronting the Global Water Crisis. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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