Un nuevo rumbo para Guatemala

Un nuevo rumbo para Guatemala
Moises Castillo/Associated Press

El 2 de febrero, el secretario de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, anunció que el gobierno de Joe Biden suspendería los Acuerdos de Cooperación de Asilo bilaterales con el gobierno de Guatemala y otros países en la región. Con la implementación del enfoque propuesto por el presidente Biden, Estados Unidos podría ser un aliado regional confiable, pues trabajaría con los gobiernos, las organizaciones internacionales, la sociedad civil y el sector privado para establecer una estrategia adecuada para atender las causas fundamentales de la migración en la región, combatir la corrupción y la impunidad y abordar los factores climáticos que influyen en la migración.

El anuncio llega tras meses de agitación en Guatemala. En noviembre, el Congreso de la República de Guatemala aprobó un presupuesto de emergencia que redujo el apoyo a los programas de asistencia para la pandemia y recortó enormemente los fondos para combatir la desnutrición, mientras que destinó recursos adicionales para las prestaciones de los diputados del Congreso, como el pago de sus alimentos. El presupuesto, que fue negociado y aprobado en secreto, detonó una ola de protestas que, a su vez, provocaron que el gobierno suspendiera el proceso de ratificación final.

Una emergente coalición multiétnica y multigeneracional que se unió en torno a las manifestaciones contra el presupuesto está reimaginando un nuevo futuro para Guatemala.

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Esta no es la primera vez que los ciudadanos guatemaltecos se movilizan para exigir que las autoridades rindan cuentas. Durante más de una década, activistas por los derechos humanos y la justicia social, en colaboración con las fiscales generales Claudia Paz y Paz y Thelma Aldana, trabajaron junto con la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) —un organismo respaldado por las Naciones Unidas— y con apoyo del gobierno de Estados Unidos para desmantelar las redes criminales que desde hace mucho han operado con impunidad. Sus esfuerzos derivaron en la renuncia y detención del expresidente Otto Pérez Molina en 2015 y en acusaciones formales contra más de 1500 personas, entre ellas poderosos políticos y miembros de la comunidad empresarial.

En los últimos cuatro años, estos logros conseguidos con tanto esfuerzo han sido derribados uno a uno. El expresidente Jimmy Morales cerró la CICIG en 2018 y nombró a una fiscala general más complaciente, Consuelo Porras. La elección de Alejandro Giammattei en 2019 le inyectó nueva vida al Pacto de Corruptos, como se le llama a un grupo de oscuros líderes políticos y empresariales. Como han tomado medidas para afianzar su control sobre el Congreso y los tribunales, se han vuelto más descarados con respecto a sus vínculos con narcotraficantes y presumen abiertamente sus intenciones de reprimir a sus opositores políticos.

Mientras tanto, Guatemala sufre el impacto de las deportaciones masivas, la pandemia y una ola de violencia contra mujeres y niñas. Millones de personas que ya vivían marginalmente en la sociedad están siendo empujadas hacia el abismo a medida que las enfermedades, la hambruna y el miedo se apoderan de comunidades que no cuentan con un nivel básico de seguridad económica y física. Su desesperación se está volviendo ira en contra de un sistema político que jamás los ha tratado como ciudadanos con derechos y de un Estado que les ha fallado y les sigue fallando.

Los pueblos indígenas guatemaltecos, cuyas comunidades fueron diezmadas durante la despiadada dictadura de los años ochenta, tienen un largo historial de movilización social. A lo largo de los años, se han organizado para proteger a sus comunidades y sus medios de susbsistencia, que se ven amenazados por la proliferación de los agronegocios, la minería y las hidroeléctricas. Ahora, una nueva generación de estudiantes y activistas ven a los líderes indígenas como un ejemplo de resistencia. “Estamos uniendo nuestras voces en un mismo eco”, nos dijo un dirigente indígena.

Sus demandas reflejan los retos inmediatos que enfrenta Guatemala. Piden que se terminen la represión y la criminalización de los manifestantes y los activistas, que los programas del gobierno atiendan los funestos efectos económicos y sanitarios de la pandemia y los huracanes que devastaron la región el año pasado, que se tomen medidas urgentes para frenar la oleada de violencia relacionada con las pandillas y los cárteles y que se impida el nombramiento de jueces corruptos en las altas cortes.

También están reimaginando un nuevo futuro para Guatemala. El país que visualizan se basa en las promesas contenidas en los acuerdos de paz que se firmaron hace un cuarto de siglo y que desde entonces han quedado en el olvido. Quieren un Estado y un gobierno que representen a sus ciudadanos, en lugar de a las élites corruptas que siempre han dominado.

Alcanzar ese objetivo implica reconocer el carácter multicultural del país, aprobar reformas al sistema que amplíen el acceso para las mayorías indígenas pobres y marginadas, promulgar políticas y leyes que rectifiquen las desigualdades estructurales a nivel social y económico en Guatemala y elegir a jueces y magistrados éticos comprometidos con garantizar los derechos y asegurar la rendición de cuentas.

Dar marcha atrás al enfoque de dar rienda suelta que el gobierno de Trump aplicó en la política guatemalteca es un primer paso efectivo. Sin embargo, Estados Unidos tiene la oportunidad de hacer una diferencia duradera. Las administraciones anteriores se han conformado con reformas superficiales, a quienes las élites políticas y económicas tradicionales les han endulzado el oído, pues únicamente están decididas a defender un statu quo que solo beneficia sus propios intereses. Este método se ha adoptado para América Latina con demasiada frecuencia y ha tenido consecuencias desastrosas. ¿Acaso las acciones del presidente Biden serán suficientemente audaces y visionarias para estar a la altura del momento ahora que tiene la oportunidad de trazar un nuevo rumbo?

Estados Unidos y los guatemaltecos que luchan para hacer de su país un lugar más inclusivo y equitativo tienen un interés común. Combatir la corrupción es parte de la solución, pero el gobierno de Biden también debería colaborar con estos nuevos actores y respaldar su agenda para generar un cambio. “Solo queremos que este país sea un lugar donde podamos vivir, no uno del que tengamos que huir”, nos dijo un activista en diciembre.

Las voces, la unión y la visión de la sociedad civil que está en las trincheras políticas de Guatemala representan la última oportunidad viable para rescatar un Estado fallido y transformar el país en una democracia para todos sus ciudadanos.

Anita Isaacs es profesora de ciencias políticas en Haverford College y codirectora de migrationencounters.org. Álvaro Montenegro es periodista.

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